San Miguel Allende, 1987. El antro se llama “El Borlote” y es relevo del “Barrio Latino”, cerrado poco antes; se junta personal que gusta de otro sonido además de folclor, trova, rock gringo y sus variantes según el aire ochentero. Caen pintores, artesanos, pintoras, parejitas, loquitos, putitas, macizos de 21 años en banda, músicos, regiomonta@s, potosinos, europeos, paisanos y gabachos. El Borlote se caracteriza por música en vivo y por precios cómodos para unos 80, 100 clientes; los propietarios son del DF pero lo manejan sus herederos, entonces de veintitantos años y saboreando sus años de fiesta como hacen los que se atreven a malgastar su vida así. “La Güera, El Gurri, el Hugo”, son los títulos de aquellos que creían (querían) hacer negocio mientras se la pasaban en el reventón; y el único instante que atinaron fue al presentar a un grupo de reggae… ¡proveniente de Cancún y en el ’87! Éxito tras éxito, porque todas las veces que anunciaron a Splash todas fueron de ganancias para todos. El Manuel no paraba de hablarte de ellos, lo motivaba mucho que sonaran con rolas originales además de bien logrados covers; para corroborar su entusiasmo te puso unas grabaciones en vivo que les había hecho en algún ensayo o tocada, es decir, los del Splash ya eran sus cuates. Para entonces vives aún en la ciudad, llevas una doble vida: estudias y trabajas, triple vida que incluye música, mujer, radio y un endeble proyecto de tesis. De vez en cuando te piras a San Miguel, donde viven la Liz y el Manuel, que siempre les reciben a Julia y a ti con los brazos abiertos. En una de esas idas conoces a esos amigos de tu carnal primero a través de lo que hablan los músicos: el sonido. Lo demás es literatura. Y poco después otra visita tuya a ese agradable pueblo coincidirá cuando se presente la banda en vivo, en el antro llamado El Borlote, de cuyos dueños el Manuel también es cuate.
Te sorprendes con el trío. Y sorprender es lo adecuado porque esos tipos no se preocupaban por florituras armónicas o adolescentes pasajitos de “a ver quién toca más rápido” –flatulencias con que maestritos y alumnitos lo atosigan a uno desde muchacho. Esos tres lo que hacían era adueñarse del ritmo y poner bien encendida a la raza. Y eso gusta mucho en México, tierra que rinde pleitesía a la música negra desde siempre; otra onda es tocarla y que suene a liberación, a reggae, a energía desatada, a calypso, a sexo como chékere o a un amor intenso como concierto de bongó. Y lo mejor: no te suena a copia vil. Te sorprendes por lo compacto del sonido… estos güeyes o ensayan mucho o tocan muy seguido –te oyes decir entre la buena escandalera que toma el antro a su antojo. Definitivamente sabes que traen otra onda que “El Personal”, tampoco suenan al “Sombrero Verde”, están muy por encima de tus balbuceos de reggae y cosas africanas que intentas con “El Cadáver Exquisito”. Te contrastan muchos elementos pero sabes que el guitarrero es bueno –la escala del blues la maneja como quiere; reconoces en el bajista a uno que tiene su peculiar “off-beat”, su reggae es costeño, sacude a la gente en otro tiempo, canta rolas propias, logran buenos coros. Pero es el bataco quien te deja más sabor Caribe: no tenía la menor dificultad en sonar tal cual tocaban los negros. Y a nosotros nos motivaba sonar como ellos: los negros dueños del ritmo. Ese bataco tocaba y era capaz de echar desmadre a la vez, con eso basta para que se arme el fiestón.
Cuando te lo presentó el Manuel, el bato de greña larga vestido onda batik sonrió y veracruzanamente dijo: Fallín, mucho gusto. Y todos éramos jóvenes en ’87. Habrá sido cuando terminaron el primer set, a lo mejor hasta se pistearon una cheva juntos, pero en esas fiestas todo mundo anda saludando a medio mundo y Fallín era, por supuesto, uno de los más solicitados. Así fue también con el Lalo y el Jacinto, los otros dos Splash que conoces desde entonces. Primero conocidos como músicos, días después como personas, cuates en diversas formas, inclusive mandarse por un tubo o compartir grandes escenarios, echarse la mano, seguir en contacto después de 25 años.
Lo que esta noche hay frente a ti es un disco de 1995 y lo que surge a su alrededor. Hay una tarde que no sabes qué hacer, si creerlo o no, si ser efusivamente sincero o si portarse racional ante tan buena noticia; es así porque quien toca a tu puerta en Playa y te habla es Fallín, el del mismísimo Splash, que no te visita para pistearse una sangría o porque va de paso; Fallín te pregunta que si hay chance de unirse al barco ebrio, a la Resurrección que viene. Y le dices ¡Claro!… pero una hora después aplicas lo que Fallín te ha enseñado además de música negra: “Nomás deja consulto a los demás…” Meses más tarde ya te habías metido en un estudio de grabación, con toda la confianza que da contar entre las filas al Ariel, el Héctor, el Roki, el maese Fallín; apoyados por el tecladero Diego Benliure y en el estudio del Hans, ambos yerberos, un día de 1996 salió a la luz el disquito de tu viejo proyecto. A su alrededor están las estancias generosas en casa del Roki, tiempos en el Querétaro de Pancho Garza y conciertos memorables en “La escena del crimen”; luego la faceta del Fallín Cancún dando asilo en su casa (¡por semanas!) a todo el grupo con todo y chivas (y groupies). Gracias a esos artistas todo era más fácil, inclusive recuperarse económicamente y recomenzar de otra manera.
Chingao… parece que siempre se trata de recomenzar entonces. Y aunque sabes que medio mundo ya sabe que hay un músico entrañable todavía en el hospital… sigues sin cambiar de página; ¿ya chole, no? No… –te oyes decir mientras el norte azota los pocos árboles en Playa. No dejas de proclamarlo, como otros lo hicieron por horas ayer 19 de enero, porque en más de dos décadas sabes que hay tiempo y espacio para instantes de gozo y gusto; y más te acuerdas del vato loco Serrat y de las malas compañías del Fallín:
“Mis amigos son gente cumplidora
Que acude cuando saben que yo espero
Si les roza la muerte disimulan
Que pa ellos la amistá es lo primero…”
Playa Sur
enero 2013