Siempre he tenido la certeza de que el calor afecta a las personas. Y lo hace en diversos sentidos. No sólo altera el ánimo por la vida cotidiana sino que trabaja en el interior y es diferente de sujeto en sujeto. Su inclemencia provoca mirar el mundo de diferente forma, obliga a normar las condiciones en las cuales los individuos perciben al resto de sus semejantes. Tengo muy presente que el calor en este territorio del Caribe vuelve a las personas agresivas en unos casos, lujuriosas en otros, y tremendamente apáticas a las mayorías que ven como el tiempo se va carbonizando en sus manos, como toda su vida se vuelve un tronco hueco y negro que huele a fuego y a muerte.
Un grupo de personas pensó que era buena idea construir hoteles en este territorio inhóspito que forma parte de la zona geográfica del Caribe, pero que no ocupaba un lugar importante. Era un pedazo de arena en medio de la selva peninsular, un territorio olvidado donde los únicos pasos humanos que caminaron por sus costas, fueron borrados rápidamente, por el mar. Al hombre lo borraban el hambre, los jaguares, las serpientes y al final los zopilotes. En el siglo pasado, antes que los hombres brillantes y sin patria llegaran a estos lares, este era un buen lugar para mandar a algún indeseable a morir solo. Haya sido por crímenes reales o inventados. El caso es que antes que la vida floreciera de la arena caliente y que diera parte de su espacio a hoteles y fosas sépticas, esto no era nada. Quisiera cerrar esta idea con la sugerencia de que existe una maldición ancestral que perdura hasta nuestros días, pero el destino de este lugar es regido en las oficinas de inversionistas en España y Estados Unidos. En realidad, no existe prueba alguna de que la mística se cuele en un territorio tan pragmático y desordenado como este. No hay viejos espíritus merodeando las construcciones, no se escuchan tambores misteriosos por las noches; a excepción quizá de los golpes sordos que rebotan por el aire y que provienen de las discotecas ubicadas en el corazón de esa zona que hace algunas décadas, era monte de silencios y criaturas nocturnas. No existe nada en el frío artificial de los penthouses que haga sospechar que algo maldito está trabajando en esta parte. No, aquí lo único que hay es una bestia parásita.
Se habla mucho de los orígenes de esta ciudad. Hay una nostalgia por los recuerdos de los primeros habitantes que se hicieron ricos con simples tiendas de esquina o que abrieron hoteles modestos a precios de oro. Abundan las publicaciones dedicadas a esos pioneros de la modernidad, a sus anécdotas, a sus voces que se escuchan caducas por la inmensidad de la ciudad a pocos años. Sus constantes artículos y reportajes son sólo una enumeración de pérdidas. Porque primero llegaron los hombres y después las firmas hoteleras. Primero hubo alguien que cortó algunos metros de mangle para poner una letrina y después llegaron los consorcios a perforar la tierra y sepultar la vida en costales de cemento.
Los edificios aparecieron y aparecen todavía de la tierra como larvas, larvas doradas y resguardadas con seguros y cheques, la selva ve crecer esas costras en medio de su barriga verde, ve como todo se convierte en lo que es hoy. Una manía absoluta por construir, por dar opciones para que los ricos tengan donde canalizar su tedio, y los pobres, un cajón más donde olvidar su humanidad opacada por el lujo y olvidada en el primer claxon que los despierta de su letargo.
Estamos hablando de dos ciudades que es una. Una es de los ricos, la otra también, pero los pobres pagan por el aire. Las luces que provienen de los hoteles forman una serpiente multicolor que recorre la tripa de arena donde se encuentran ubicados los palacios rodeados de agua azul para después aparecer en la ciudad con las hileras de bares donde los jóvenes se emborrachan con el dinero virtual de sus tarjetas crediticias. El brillo de la serpiente se va opacando pero continúa en las luces de neón de los antros del centro. Ahí las luces estrambóticas ofrecen shows continuos para que el clase mediero se entretenga con las jovencitas morenas que bailan en tanga para poder pagar sus camiones y de paso seducir alguno que se convierta en proveedor temporal. La serpiente de luz sigue su camino. Descubre nuevos rincones en la ciudad que se precia de ser atemporal, inocua, alegre y limpia para el turista. Mas al fondo se observa la punta de la cola, el final donde las calles se vuelven polvo y los ojos y los oídos se llenan de escupitajos. Escupitajos que solo la pobreza puede acertar con precisión para perpetuarse y mancilla las almas de los habitantes de la zona olvidada. La serpiente se come el brillo de las pupilas de los niños para regresar al corazón del dinero — que es donde empezó todo— con nueva luz y nuevos motivos para el odio.
No es una ciudad que se flagele, es un foso que se traga todo. Cada uno de sus habitantes guarda consigo un poco de ese castigo inherente. De esa multiplicidad de oscuros, de esa cosa podrida que huele en el restaurante más caro, en la plaza comercial más monstruosa: un olor azufroso, cloro mezclado en el pésimo drenaje y la contaminación de los manantiales bajo el suelo. El tono verdoso de la laguna principal es un ejemplo de esa infección invisible sobre la que se construyeron monumentos y grandes negocios, redituables todos, por cierto.
¿Cuándo empezó a descomponerse todo? Sonaría muy pesimista si digo que desde la primera piedra. Así que seamos más indulgentes con lo que nuestros ojos perciben y digamos que todo se salió de control el día menos pensado, el día en que el hambre trajo a mucha gente para aquí, el día en que un grupo de seres que se odian pero que se necesitan decidió que este islote era un buen lugar donde sepultar las iniciales de los apellidos y recomenzar la tragedia del hombre y la mujer en blanco. Vacios de significado. Otra versión que se lee en los signos de la ciudad es que el resto del país expulsó a sus hijos malagradecidos y los mandó a penar, a penar para perseguir una zanahoria de dólares. Esas cuestiones no las sabe nadie, o por lo menos, existen muchos eufemismos para evitar la incomodidad y lo imposible que es a veces señalar lo evidente. Vamos a vivir aquí. Vamos a comprar una casa y tener un negocio o vamos a pedir trabajo en algún hotel para enriquecer algún sindicato y que la rueda mexicana continúe por extensión en este limbo creado para que sus males (los de la nación) convivan sin destruirse completamente. Aunque entre tanto demonio suelto, no falte alguno arañado. La gente quiere sangre de vez en cuando, eso es todo.
Las cosas se desbaratan para construir cosas nuevas, se manda gente a la calle mientras la compañía se remodela, se cierran librerías para que las agencias de viaje tengan nuevos frentes para difundir sus mentiras. Mentiras frágiles pero poderosas, máscaras de una realidad que no engaña a nadie pero cuya fachada es necesaria mantener de pie, con todas sus piezas.
Esta es una isla de leprosos bancarios. De estatuas leprosas, de ideales leprosos y vidas que se descuartizan a sí mismas por la necesidad de tragarlo todo: tragar la pobreza, tragar los hoteles, los mares contaminados, la necesidad sexual del visitante, la dosis de violencia que esta ciudad exige para mantener el flujo de sus ríos de resentimiento, como una presa emocional que transforma todo en energía — negativa, sí — pero energía a fin de cuentas.
Pero no conviene olvidar que el calor influye en la forma de percibir todo. Comprime las cabezas, hace a los cuerpos demasiado consientes de sí mismos como para entender que son una extensión de las cosas que los rodean. El calor impide que veamos cómo todo lo que pertenece a este terreno es una maquina que necesita cuerpos humanos para mantenerse. Si existe una fuerza negativa en todo esto, si hay un demonio oculto tras los negocios y las tiendas de ropa, es el calor. La temperatura sofocante que se estaciona en las casas de cemento, (los hoteles tienen la brisa y el aire acondicionado) en los hombres y en las mujeres que deben soportarlo, que deben respirarlo para mantenerlo con vida para que el día de mañana, el corazón de cemento no deje de latir, para que la laguna no deje de ser verde nunca más, para que este perpetuo tragar y despedazarse siga moviendo las cadenas que mueven a esta máquina.