Las candidaturas independientes despertaron interés inaudito en Quintana Roo desde el momento en que el Ejecutivo estatal presentó la propuesta y el Pleno de la XIII Legislatura le dio entrada en Sesión Ordinaria el 13 de noviembre de 2012, hasta cuando la Suprema Corte le otorgó validez el pasado 8 de marzo.
Sin duda es un avance gigantesco en participación ciudadana y democracia. En teoría, los participantes deben desarrollar lo contrario a las estrategias repetitivas, corruptas y sometidas de los partidos. Deben rechazar las formas tradicionales de hacer política encarando con valentía a la partidocracia, al sistema. Deben, en todo caso, ser quienes provocan simpatía y no extrañeza.
No ocurre esto en el estado. Si la condición máxima es que sea una figura pública reconocida y respetada, y en torno a él o ella se sumen multitudes, ninguno de los siete aceptados ya por el Instituto Electoral puede dormir en paz. Un ejemplo: a Luis Ortiz le cayó metralla en Chetumal; su aspiración fue calificada como broma de mal gusto y otras formas peyorativas.
Hay que decirlo: quienes buscan ahora ser “candidatos del pueblo” no son una respuesta contundente que sintetice el malestar público; no son anticorrupción; no son capaces de cambiar las condiciones de competencia, equidad y presencia de la ciudadanía durante el proceso, ni buscan conquistar a diversos sectores para incorporarlos a un sistema renovado. En definitiva, no enarbolan una demanda creciente de la sociedad que busca espacios “no contaminados” de la vida política.
Claro, ello se puede explicar por razones políticamente lógicas. Si bien la característica fundamental es que estas candidaturas son formuladas por ciudadanos, sin mediación de los partidos, la realidad evidencia lo contrario. El diseño jurídico institucional debió imponer barreras difíciles de superar; primero, para evitar la proliferación de independientes sin control; segundo, para no complicar técnicamente las campañas, y tercero, para proteger a los partidos. Esto último, no porque el esquema vigente sea el mejor instrumento, sino porque representa una dinámica financiera con privilegios ilimitados.
Esto también hay que decirlo: las candidaturas ciudadanas son un reclamo cada vez mayor de la sociedad, digan lo que digan sus opositores.
Los problemas, insisto, es que no hay condiciones equitativas de competencia. Aquí no.
Suponen también ideologías confusas y por tanto fugaces, lo cual obliga a este cuestionamiento: si ganan, ¿cómo se institucionalizan?
Generan además desconfianza por la procedencia de sus recursos económicos: puede ser sostenido por personajes con intereses oscuros, lo cual dificulta su regulación y posible castigo.
Pero lo más criticable en el escenario actual es que podrían caer en el chantaje y la simulación; es decir, empeñarse en buscar un “hueso” y nada más. Como sus alianzas son más pragmáticas, podrían jugar a modo por un candidato o una alianza.
De antemano queda claro que la independencia total no existe. Entonces, ¿a quién beneficiarán?
DESORBITADO…
Una de las prerrogativas de los candidatos independientes es que podrán tener acceso igualitario, parejo, a los tiempos de radio y televisión. ¿Imaginan eso? Yo tampoco.