Para marzo de 2015, el Papa Francisco le concedió una entrevista a la reportera de Televisa en el Vaticano, Valentina Alasraki. En esa ocasión, el primer Obispo de Roma latinoamericano, con orígenes italianos, señaló una muy peregrina interpretación de los tiempos de la violencia que ha desestructurado a México en los años recientes: “Yo creo que el diablo le pasó la boleta histórica a México, y por eso todas estas cosas. En la historia siempre ha aparecido focos de conflicto grave, ¿quién tiene la culpa?, ¿el gobierno? Esa es la solución, la respuesta más superficial, siempre los gobiernos tienen la culpa, todos tenemos de alguna manera la culpa o al menos el no hacernos cargo del sufrimiento. Hay gente que está bien y quizá la muerte de estos chicos no les llegó, les resbaló, pero la mayoría del pueblo es solidario…Echar la culpa a un solo sector, a un solo grupo, es infantil.”
Con esta frase, el Papa se refería a que “el diablo” no le perdonaba a México que la Virgen de Guadalupe lo haya elegido como lugar de sus apariciones. Este análisis teologal, e inclusive, multivariante de la violencia en México; para un creyente que comulga con la fe del Papa argentino, es correcta, ya que uno se atiene a la infalibidad papal y a la creencia de que, efectivamente, existen fuerzas negativas contrarias a un plan escatológico divino, y cuyas imágenes han sido representadas y descritas en textos bíblicos (los pasajes del Nuevo Testamento, el Apocalipsis de Juan de Patmos, pero igual se puede encontrar en el Génesis o el libro de Job), en creaciones literarias de tiempos medievales (pienso en el Infierno de la Divina Comedia del Dante, o El paraíso perdido, de Milton), o en la patrística y la exégesis teologal (desde San Agustín hasta Santo Tomás de Aquino). Sin embargo, para un descreído de la existencia de esas fuerzas oscuras, la interpretación papal resulta por lo demás una anécdota curiosa que se cuenta y se discute en un plan de hombre de poca fe, aunque también de pocas luces. Además, habría que recordar la polémica carta que el último abad de la basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg Prado, mandó al Vaticano en 1996, donde dudaba de la existencia histórica del indio Juan Diego y, por ende, de las apariciones de la virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac.[1] Como estudiosos de la historia, más bien podemos ver a la virgen de Guadalupe como un símbolo unificador de una nacionalidad actual que se remonta a fines del siglo XVIII con el protonaciolismo criollo. Pero de ahí a hacer una interpretación de la violencia, francamente diferimos.
Como científicos sociales e interpretadores de la realidad, uno busca las causas de la violencia en el espacio de la cotidianidad, y no en las desfasadas interpretaciones metafísicas. Es un hecho que posterior a la aparente ruptura en el 2000 del sistema político que gobernó este país, la centralización política del poder que llegó a tener el presidencialismo en sus mejores tiempos, se desgajó en regionalismos y la aparición de virreyes –algunos de ellos, verdaderos trogloditas como Fidel Herrera o Ulises Ruiz- en las gubernaturas contrarias al nuevo partido gobernante: hasta ahora, existen estados donde nunca ha habido alternancia en el poder, como Veracruz o Quintana Roo. Además, no es para nadie desconocido, que la transición que se esperaba con el primer gobernante panista, no se dio, quedó empantanada, y muchos de los “poderes fácticos” –sindicalismos corruptos, grupos delincuenciales, caciquismos regionales, aparición más actuante de una alta curia enamorada del poder, la acromegálica fuerza de las televisoras, el no hacer cumplirse la ley- no fueron tocados. No se llevó a los tribunales a nadie y no se hizo siquiera el intento de remover esos lunares cancerígenos de los poderes fácticos con los cuales estaban engrasados el antiguo sistema político porque el panismo foxista fue una excrecencia de él que demostró con creces que lo que hubo en el 2000 fue un simple gatopardismo, un quítate tú para ponerme yo.
Los viejos usos y costumbres –legales e ilegales- con que se venía efectuando la “gobernanza” en México; en el 2006, sin un presidencialismo fuerte y con un presidente que comenzaba su sexenio con el fantasma de la ilegitimidad en las urnas, comenzaría a desmoronarse con el ataque directo al narco vía la corrupción de sus órganos encargados de realizarlo, y que en muchos ejemplos, se les ha tachado de formar parte de una estructura delincuencial, el narco estado, donde no se reconoce quién en verdad es el delincuente.[2] No se ha atacado la corrupción en el país, el sistema está hecho para eso, es extraño leer alguna noticia de que un funcionario público se le haya encarcelado por desfalcos al erario. Además, una mala política bilateral con el principal consumidor de drogas en el mundo, Estados Unidos, que desde sus fronteras, como en la etapa de la Revolución mexicana, los indistintos cárteles mexicanos obtuvieron armas sofisticadas en su terrorismo, que acunaron el desastre social en algunas regiones del país que han sido infelizmente rutas del trasiego de la droga (Guerrero, Edomex, “Guerracruz”, “Mataulipas”); o estados donde se acrecienta su plusvalía por ser destino turístico, como es el caso de Quintana Roo, maniatado por los feminicidios, la violencia creciente y la descomposición social en el norte turístico. En el 2012, aunque los priístas vociferaban que ellos sabían cómo detener la violencia del México bronco, al parecer les ha ganado la sierpe cuyo huevo fue acunado por reformas estructurales que han dado un viraje completo al país desde 1982, un país donde la pobreza ha crecido, y conquistas sociales que venían desde tiempos de la Revolución, han sido completamente difuminadas por un modelo del México imaginario que sólo está en las cabezas de los testaferros del poder económico.
La visita papal, en este aspecto, como ha dicho el padre Alejandro Solalinde, se da a un país “doliente, hundido en la corrupción, en la impunidad, en el empobrecimiento, la desigualdad y la violencia”. Una visita papal que, hasta ahora, ha sido de un fracaso en las expectativas que se tenían de él, al menos en lo que respecta para la ciudad de México. Ni en el bastión del priísmo mexiquense más obsoleto, Ecatepec, se ha visibilizado esa hipotética fe. Tal vez en Chiapas será otra cosa, pero en el zócalo hasta se podía escuchar correr el viento frío entre los campanarios de la catedral dormitante. Y no es porque México ha dejado de creer en la virgen de Guadalupe (un símbolo de la fe, pero también un estandarte de lucha que se presentó no solamente con las huestes de Hidalgo, igual con los zapatistas), ni porque el diablo se haya posesionado del país, no, no; ni porque el número de católicos -no practicantes- ya no es mayoría, sino porque el escenario televisivo, ese montaje creado, se presenta en un país maniatado por la violencia imparable e inenarrable, por el desempleo constante, la falta de credibilidad de la clase política que se toma la foto con el jesuita Bergoglio, la descomposición de la curia mexicana y sus casos de pederastia y su alejamiento de la fe a ras de tierra.
Y no es que Francisco sea menos popular que el polaco Karol Wojtyla, es porque el contexto social es muy distinto a la última visita que Juan Pablo II hiciera a México en el 2002: entre ese año y este macabro 2016, los ríos profundos de la violencia han hecho su parte para el ubicuo descontento.
[1] “Fallece Schulenburg Prado, quien siendo abad de la basílica negó la existencia de Juan Diego”, La Jornada, 20 de julio de 2009.
[2] Vale la pena volver a leer el libro de Anabel Hernández, Los señores del narco, publicado en el 2010. Y también, su duro análisis que hiciera al sexenio de Felipe Calderón: México en llamas: el legado de Calderón, 2012.