Un partido extraordinario, solo posible para elegidos, devolvió al Madrid a su paraíso sin fin y dejó al Atlético otra vez sonado, roto por tanta maldición. La celebridad del Madrid, con su undécimo trono, contrastó con el mal fario de su vecino, que no pierde las finales de cualquier manera. En el 74 cayó en un partido de repetición, en 2014 sucumbió en la prórroga y en Milán se le vino el mundo encima en los penaltis, con el acierto final de Cristiano y el error anterior de Juanfran. No hay formas más crueles de perder. Su gafe no tiene remedio por ahora, pero nada debe reprocharse. Y mucho menos en un torneo en el que se ha batido hasta el último parpadeo con cuatro adversarios —PSV, Barça, Bayern y Madrid— que suman 22 Copas de Europa. En San Siro mereció tanta estima como el Madrid, al que padeció de entrada y luego superó en el segundo acto. Al Real, muy superior al inicio, también le tocó apretar la mandíbula. Uno y otro, con la gente por los suelos, llegaron extenuados al cierre. De nuevo bingo para este Madrid celestial que tiene la pócima mágica del gran torneo. Su mística trasciende. Es su fetiche, lo lleva en la sangre desde hace 61 años, de Di Stéfano al novato Zidane. Su dicha es infinita, como así parece la desgracia del Atlético.

Madrugó el Madrid con la convicción que le faltó al Atlético, tan rudo de inicio como poco fluido. Como si el tiempo se hubiera detenido el minuto 93 de Lisboa: sobrecogidos los rojiblancos, expansivos los blancos. Diez Copas de Europa son un sostén tan demoledor. El Madrid se maneja en este torneo como en la sala de estar, es su testamento, tan único e inigualable por ahora. En la otra orilla, el Atlético, con las calamidades a cuestas de sus dos finales precedentes. Atornillados los de Simeone, el Madrid impuso su autoridad sin miramientos, con un Bale titánico, con Casemiro como bisagra madridista, con todos en general en alza. Un equipo con la naturalidad impropia de quien se está jugando la Copa de Europa. Claro que si para alguien es un hábito es para el Madrid, protagonista ya de 14 finales, y sin abdicar en ellas desde 1981.

En el primer oleaje del Real, con Bale en todas, el galés recibió una falta de Gabi, la ejecutó él mismo y Casemiro remató en los morros de Oblak, que despejó con las piernas. No había migas de ese Atlético auténtico, machote y macizo, de ese equipo de bucaneros. Mientras se sacudía las angustias de Lisboa, Kroos lanzó una falta lateral, Bale, siempre con focos, peinó la pelota y Sergio Ramos se anticipó a Oblak y arañó el balón. El capitán estaba en fuera de juego y agarrado por Savic. Nada vieron el árbitro y el pelotón de asistentes que ahora desfilan. Ramos, otra vez Ramos, fantástico toda la noche, como Casemiro, que parece tener gemelos por toda la pradera. Cuando el destino hace guiños… Y no solo el tanto del andaluz. En Milán se bajó la persiana del mismo modo que en la capital lusa, con un penalti de CR. Todo digno de un cónclave de ciencias ocultas o algo parecido.

Con el gol de Ramos, el primer central que marca en dos finales, el Madrid puso el partido donde le hubiera gustado al Atlético. No solo por la ventaja, sino porque el tanto le permitía tirar del formato que más le gusta, camuflarse y volar con el horizonte despejado. Tras la cornada de Ramos, a los colchoneros les tocaba remar como más les desagrada, en ataque estático. Le costó lo suyo sacudirse su aspecto chato, lo que tardó Griezmann en ubicarse a espaldas de Fernando Torres y formar sociedades con unos y otros. Poco a poco, todos se animaron en torno al francés. Era el momento de ver el chasis ofensivo del Atlético, cuestión donde cobran especial relevancia los jugadores. Por buenos delanteros que tenga Simeone, los esgrimistas del Madrid están por encima. Y en Milán, nadie como Bale hasta que irrumpió Carrasco, su modelo de Bale.

Del intermedio partió un Atlético más liberado, más decidido. Carrasco relevó a Augusto, mejor veta atacante para los colchoneros. Los afanosos muchachos de Simeone requerían mayor dosis de creatividad, más desequilibrio. Hace tiempo que el fútbol, por el empeño ajedrecista de muchos entrenadores miedicas, exterminó a los extremos, a los regateadores, a aquellos que hacían chistes con las piernas Queda algún disidente. Carrasco, por ejemplo, agua bendita para el Atlético. El chico le dio optimismo a los suyos, les hizo creer hasta cuando Griezmann reventó el larguero en un penalti decretado por falta de Pepe a Fernando Torres, cuyos pies se cruzaron. Ni así capituló el grupo rojiblanco. Su condición de jabato es mundial, pero cuando el partido demandó fútbol también lo tuvo, con Gabi —vaya partidazo— con el compás, Koke con la escuadra y Saúl con el cartabón. El Madrid, equipo tan ambulante en un mismo encuentro, perdió el cometa, se quedó en tierra de nadie y se hizo más borroso. Ni rastro de aquel Madrid con el do de pecho del primer capítulo.

Extasis de Cristiano

Con Carrasco al descorche, el Madrid perdió al mejor alguacil posible, Carvajal, lesionado. A Danilo le correspondió arrestar al belga. Pero en este brasileño no hay nada del hueso defensivo de Carvajal. Atado a Carrasco, el Atlético tuvo el empate tras un barullo en el que a Savic se le fue el gol por unos palmos. Gobernaba el Atlético y el Madrid, sin un CR en plenitud física, solo encontraba ventilación en Bale, hasta que reventó en la prórroga, tieso por tanto fragor. Con él británico a la corneta, a Benzema le frustró Oblak en un mano a mano. En otro portentoso despliegue de Bale, tal que fuera él solo un regimiento, el galés asistió a Cristiano, ante el que de nuevo se interpuso Oblak, portero donde los haya. La jugada la cerró el propio futbolista británico con el meta esloveno fuera de casa, pero su zaga rebañó el balón bajo palos. Respiró el Atlético y la compensación fue aún mayor. De inmediato, Juanfran aceleró por la derecha y a su centro llegó como un tiro Carrasco. Un empate más que merecido, por el papel de resistente del Atlético y posterior repunte superados los crónicos fatalismos.

El Madrid recuperó un segundo aire en la prórroga. Más que aire una ligera bocanada, con la gente fundida, con el césped regado de acalambrados. Si algo no tuvo el choque fue garrafón. La gente se consumió hasta lo inimaginable, hasta más allá de los límites. El Atlético aceptó los penaltis y al Madrid no le llegó con su última y agónica escala. Algún embrujo tiene Italia, porque en su suelo cuatro de las últimas cinco finales llegaron a los penaltis. Cara o cruz. Víctimas y verdugos. La desdicha de Juanfran y el éxtasis de Cristiano. Gloria a todos, unos y otros, por una final estupenda. Undécima para unos y pena máxima para otros. (Fuente: El País)

Comentarios en Facebook