A fines del siglo XIX, hombres, sobre todo hombres jóvenes del oriente cercano, de esa tierra conocida como la Gran Siria –el Líbano y Siria misma- comenzaron a llegar a las costas de América. En una larga travesía que duraba el mes, en su trayectoria marítima iniciada en el puerto de Beirut, hacían escalas en Italia, Francia, España, Estados Unidos y La Habana. Venían huyendo de las difíciles condiciones económicas, políticas y militares, de su región de origen (Beirut, Hasballa, Damasco), dominada por la férula turco-otomana.
Casi todos eran cristianos maronitas, y en la Península serían devotos católicos. En su documentación migratoria tenían esa ciudadanía “turca”, pero no eran tales. Francisco Montejano Baqueiro, en el tomo XII de la Enciclopedia Yucatanense, apunta que los sirio-libaneses “Recibieron el gentilicio de turco con suma indiferencia y con manifiesta conformidad”. Luego, el lenguaje popular, tan equívoco, y la fuerza de las costumbres, harían que los siguieran designando como tales. En el libro Evolución histórica del Líbano, del doctor en derecho y culto escritor libanés, D. Nagib Dahdáh, se lee que la penuria económica que se desencadenó en esa histórica región para la cultura occidental –ahí se originó el judaísmo y el cristianismo-, fue la causa de la emigración libanesa a partir de 1880, hacia América, Oceanía y África. Al establecerse los hombres, mandaban en busca de sus parientes.[1]
Como sus antepasados fenicios, que mercadeaban con sus bajeles a lo largo de todo el Mediterráneo y se atrevieron traspasar las Columnas de Hércules poniendo quilla en el horizonte del mare incognitum; o como la expansión de sus abuelos árabes por el mundo conocido, en el año de la Hégira; los sirio-libaneses arribaron a la Península en el último tercio del siglo XIX. Esos hombres que llegaron casi sin nada, con una mano por delante y otra detrás, desconociendo la nueva geografía de su arribo y desconociendo hasta las dos lenguas de estas tierras, el maya y el español, traían consigo la tenacidad del trabajo y una “cultura empresarial” que, entrado el siglo XX y reforzado a partir de su segunda mitad con la declinación de la industria henequenera, los pondría en el pináculo de la élite empresarial en la región, hasta el punto de dominar y conquistar la península.[2]
Pero al principio de su historia de encumbramiento empresarial, esta “Casta Beduina”[3] tendría que sortear los escollos cotidianos que se les presentaban en la Mérida gobernada por un general de apellido Palomino. Con el correr del tiempo, estos “turcos” que se asentaron primeramente por los arcos de Mejorada de la capital yucateca –calle 50 entre 61 y 65-, poniendo pequeños establecimientos de lencería y bisuterías, se desparramarían por todos los pueblos yucatecos, llevando sus mercancías a cuestas, dando fiado y vendiendo por abonos. Buhoneros que, algunos, se convertirían en los amos y señores del comercio y casaríanse con yucatecas de prosapia; dando unos el caudal y, otras, el abolengo.
A fines del siglo XIX, estaba en activo un plan maestro del dictador Díaz para “pacificar” a los mayas rebeldes del oriente de la Península. El pujante espíritu empresarial yucateco, aupado por las riquezas prodigadas por el henequén, había visto a esa región que se convertiría en el Territorio de Quintana Roo, como un bolsón de riqueza para sus empresas agroforestales en ciernes, como el chicle y la extracción de maderas preciosas. Fue así que Díaz mandó a sus ejércitos para exterminar a las pocas huestes de Chan Santa Cruz que quedaban, los últimos combatientes tenaces que le hicieron frente a la más sofisticada tecnología militar mexicana. Durante esta “pacificación”, realizada a caballo entre dos siglos, en el camino que abría la soldadesca y los operarios yucatecos –de la región de Peto, sobre todo- hacia Chan Santa Cruz, los “turcos” literalmente seguían al ejército vendiendo bastimentos y vituallas.
Ni un mes había pasado de la toma de Santa Cruz (1901), cuando uno de estos “turcos” ya había armado su tienda en el antiguo santuario rebelde. Y tal vez este hombre intrépido y valiente que puso la primera tienda comercial en aquel girón inhóspito de la Península –recordemos que hasta bien entrado el siglo XX, el Quintana Roo de tierras adentro era zona de correrías de los mayas insumisos- fue un tal Pedro Joaquín. Cuando los soldados federales, siguiendo órdenes de Salvador Alvarado de abandonar el antiguo santuario rebelde en 1915 para devolvérselo a los mayas, Pedro Joaquín se asentaría con su mujer, Rosa Ibarra, y sus tres críos, en la isla de las Golondrinas, Cozumel, y se dedicaría nuevamente al comercio bajo la firma Casa Joaquín S. A, constando este almacén de tienda de abarrotes, un salón billar, una fábrica de hielo instalada en 1926, y una refresquería, atendido personalmente por él y sus hijos, a los cuales les legó su fuerte cultura empresarial.[4]
En Santa Cruz habían nacido tres de ellos, y en Cozumel nacerían los otros tres, uno de ellos, Nassim Joaquín Ibarra (1916-2016), que con el correr del tiempo sería uno de los pilares del Quintana Roo moderno. De manos de otro de los personajes clave y poco conocido del Quintana Roo del siglo XX, Margarito Ramírez,[5] don Nassim recibió la concesión del Hotel Playa. Sería igual dueño de los búngalos de Playa Azul, y de otros giros comerciales. Fue socio de la TAMSA, aquella empresa fundada por el héroe de la aviación en México, Francisco Sarabia; concesionario de Mexicana de Aviación, y fundador propietario de Aero Cozumel.
Era un visionario del turismo, cuando el turismo era una utopía lejana en un Quintana Roo casi despoblado, sin vías de comunicación terrestre que lo conectara con el resto del país, y recorrida sus selvas vírgenes por chicleros y madereros solamente; un adelantado a su tiempo que desde 1949, desde que rentó por cinco pesos diarios, tres recamaras con cocinera a los primeros turistas norteamericanos en Cozumel, supo que el destino de las hermosas playas blancas del Caribe mexicano, con su mar turquesa, sus corales y su cielo esplendente, se encontraba en el turismo, esa “industria sin chimeneas” que, como antes con el palo de tinte, y más cercano, con la industria de la resina y la explotación agroforestal, era el porvenir deseado no solo por don Nassim sino hasta por el gobierno del centro del país. En 1958, el turismo era una actividad económica promisoria que solo se circunscribía a Cozumel. En el continente, Cancún ni existía. Un informe de labores del gobernador Rufo Figueroa, de marzo de 1967, daba cuenta de esta ansiada necesidad del turismo para expandirse hacia la zona continental de Quintana Roo, y la nula cobertura carretera que lo imposibilitaba:
“El Gobierno del Territorio está empeñado en la terminación de las vías de comunicación fundamentales entre Chetumal-Peto y Chetumal-Escárcega, así como Valladolid-Carrillo Puerto, no sólo como base para su desarrollo económico, complementado con otros caminos entre ellos el ya aprobado de Playa del Carmen a Tulum que permitirá una afluencia turística importante en esa zona del Caribe”.[6]
Fue a partir de la década de 1970 en que Quintana Roo comenzaría a crecer con el turismo a partir del Proyecto Cancún,[7] y se daría la cobertura total del oriente peninsular con la terminación de las carreteras troncales apuntadas en el informe de Figueroa.
Don Nassim Joaquín, no está de más decirlo, además de ser uno de los primeros empresarios de la actividad turística en el estado y hombre de negocios que diversificó sus inversiones para capear todos los huracanes –financieros y naturales-, fue El Tatich de Cozumel, y uno de los hombres que más ha sido determinante en el rumbo de la política en Quintana Roo. Tal vez es una historia que no tiene parangón en todo México, pero don Nassim fue el padre de dos gobernadores. Verdayes lo caracterizó de esta forma: “un hombre sencillo que siempre ha estado en el poder”, “ha sido anfitrión de reyes y presidentes, de artistas y de intelectuales, pero siempre está ahí, tomando café y charlando con los parroquianos -en su negocio del centro de la ciudad-, al alcance de cualquier cozumeleño que le busque. Digamos que Nassim despacha desde esa ‘mesa mágica’ que le da una visión periférica de todo cuanto ocurre en la isla, de lo político y hasta de lo que no es”.[8]
Políticos de todos los niveles, incluidos alcaldes, gobernadores y hasta presidentes de la república, le consultaban en materia de política y negocios. Esa sencillez que vio Verdayes en el inolvidable Tatich de Cozumel que impulsó el desarrollo económico en Quintana Roo, seguramente es la misma que la ciudadanía vio en su hijo que el 5 de junio pasado, hizo historia al escorar a Quintana Roo a un nuevo tiempo, inaugurando la democracia.
[1] Francisco Montejano Baqueiro. “La colonia sirio-libanesa en Mérida”, en Enciclopedia Yucatanense. Tomo XII. Mérida Yucatán, México. Edición Oficial del Gobierno de Yucatán, pp. 463-516.
[2] Cfr. Luis Alfonso Ramírez Carrillo. De cómo los libaneses conquistaron la península de Yucatán. Migración, identidad étnica y cultura empresarial. UNAM-Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales. Mérida, 2012.
[3] Esta es una designación no sé si perfecta pero muy ocurrente, para señalar a la élite empresarial –y, como sucede en Quintana Roo, élite política- que sustituyó a la antigua “Casta Divina” al declinar el henequén a partir de la década de 1930. Conocí esta frase por primera vez, leyendo el libro de viajes a Yucatán de Juan Villoro, Palmeras de la brisa rápida.
[4] Martín Ramos Díaz. Cozumel, vida porteña, 1920. México. Universidad de Quintana Roo- H. Ayuntamiento de Cozumel, 1999, pp. 55-56.
[5] Gobernador del Territorio de Quintana Roo durante 15 años, la figura de Margarito Ramírez ha sido escamoteada por la historia oficial quintanarroense. El Ramirismo, sin embargo, ha sido trabajado de forma pionera por Juan Castro Palacios. Cfr. Los años del exilio. Quintana Roo 1944-1959. Chetumal, Gobierno del Estado de Quintana Roo, Conaculta, 1997.
[6] Archivo del Estado de Quintana Roo. Fondo Territorio Federal de Quintana Roo. Sección Despacho del Ejecutivo. Serie Informes, c. 26, exp. 561. 1967. Informe de Labores del Gobernador Rufo Figueroa.
[7] Una historia rápida para entender la marca turística Cancún, se puede consultar en el libro coordinado por Carlos Macías Richard y Raúl Pérez Aguilar: Cancún: los avatares de una marca turística. México. Conacyt-UQROO-Bonilla Artigas Editores, 2009.
[8] “Nassim Joaquín Ibarra, el Tatich de Cozumel”, por Francisco Verdayes Ortiz. Texto en línea visto el 17 de junio de 2016: http://www.revistapioneros.com/nassim-joaquin-ibarra-el-tatich-de-cozumel/