Un tekaxeño, Jorge Emilio Toch Kaac, en la página de Facebook de la Asociación Cultural de Tekax, ha manifestado su extrañamiento porque en su ciudad no se rememore el 14 de septiembre como día de luto para esa ciudad de las estribaciones de la sierra.
El 14 de septiembre, pero de 1857, tropas de Santa Cruz camuflajeadas por campechanas, comandadas por Crescencio Poot y al grito de ¡Vivan Campeche e Irigoyen!, ¡mueran Mérida y Barrera!, bajaron de la sierra, viniendo por el camino de Xul, y se presentaron a Tekax para cometer una de las acciones más terribles de la Guerra de Castas: la matanza y saqueo de Tekax (un millar de tekaxeños murieron aquella vez, sin distinción de sexo y edad), que en 28 horas que duró, casi borra del mapa yucateco a esa bella ciudad que floreció en tiempos del azúcar, en las décadas primeras del siglo XIX. Toch Kaac apuntó que lo de Tekax fue “una matanza cruel y sangrienta, sin duda alguna que los cruzoob rezumaban tanto odio, me pregunto por qué está en el olvido este hecho, en el calendario cívico Tekaxeño debería de conmemorarse una fecha en honor de tanta víctima inocente, y en cuanto a Onofre Bacelis, los tekaxeños poco o quizás nada saben de él, si fue un grande debería de saberse, hay que difundir más, para que la cultura local permee nuestra memoria colectiva”.
El tekaxeño no sólo apunta un desconocimiento que la mayoría de los yucatecos ostentan de la historia regional, sino que, además, su extrañamiento toca directo a una visión actualmente hegemónica entre el pequeño mundillo de los “letrados” yucatecos. En esa visión hegemónica, es “normal” que no se celebre esa matanza, y es normal que a Onofre Bacelis, que hizo poco para enfrentar a las tropas de Poot, pocos lo recuerden. De hecho, la historiografía “oficial”, o los trabajos indigenistas de la Guerra de Castas,[1] no recuerdan este lamentable y triste hecho en que Tekax pudo haber desaparecido del mapa pues es impolíticamente correcto decir que los “cruzoob”, o los de Chan Santa Cruz, actuaron como bestias sedientas de sangre y fueron contra la población no solo blanca de Tekax, sino hasta mestiza e indígena.
Sin embargo, antes de la vena indigenista en el que transcurre buena parte de las visiones literarias y políticas del Yucatán actual, los yucatecos sí celebraban ese tiempo como de pérdida y situación caótica para los pueblos yucatecos cercanos a la frontera. Apuntemos dos anécdotas para reforzar nuestro dicho: después de la matanza y saqueo de Tekax, los sobrevivientes, tal vez como una especie de mantra, celebraron “una misa conmemorando la captura y ejecución de Canek, presumidamente una expresión del deseo de regresar a tiempos más felices”, donde el orden colonial actuaba rápido y sin dilación alguna. Todavía entrado buena parte del siglo XX, muchos pueblos yucatecos, Tekax, Peto y Valladolid sobre todo, celebraban con gran pompa y ceremonia, el 30 de julio como día de duelo estatal. Los yucatecos celebraban esta fecha desde 1887. En un decreto de ese año, se decía que “para conmemorar y honrar la memoria de las víctimas de la civilización contra la barbarie, se declara día de duelo en el Estado, el 30 de Julio, fecha en la que en 1847 estalló la rebelión indígena en el pueblo de Tepich, al Oriente de la Península”. Aun con la distancia de más de un siglo, un hijo de Tekax se refirió de esta manera a lo que sucedió en esa ciudad sureña en septiembre de 1857, cuando “se desataron los demonios de la barbarie y el salvajismo”; cuando “los indios andaban por las calles rojas de la sangre de sus víctimas”.[2]
Sin embargo, en estos tiempos de sobrado indigenismo y pensamiento políticamente correcto, uno no puede escribir, so pena de ser condenado y excluido por ser parte de las tendencias revisionistas de la Guerra de Castas, como escribió Reed (y Reed no forma parte, precisamente, del revisionismo), que Crescencio Poot “había ido a matar dzulob” en Tekax, y que hacía “pocas diferencias de edad ni sexo; de los niños salían luego soldados o madres de soldados”. Uno no puede escribir, con Reed el clásico, que al momento de saber de la salida de Onofre Bacelis con 80 soldados, cediendo Bacelis la plaza de Tekax a estos “campechanos” para que no corriera la sangre, Crescencio Poot, el Tata Chikiuc (jefe militar) de Chan Santa Cruz, ordenó que comenzara la matanza:
La gente de la ciudad había echado las contraventanas y atrancado las puertas, temerosa de que se produjera una escaramuza en las calles y le alcanzaran algunas balas perdidas. Pero ahora les abrieron las puertas a golpes de ariete, les treparon por las redes, les penetraron por las ventanas. Los machetes eran más útiles de cerca que los rifles contra los inermes, y los amos de casa que tenían pistola o espada sólo podían diferir lo inevitable: los gemidos de los niños de pecho se interrumpían de repente; en las habitaciones traseras, donde intentaban esconderse, se oían ahogados gritos y maldiciones de hombres y mujeres; los mismos gritos y maldiciones resonaban fuertemente en los patios o las calles. Algunos, comprendiendo a tiempo el clamor, habían ganado el campo; otros se ocultaron en bodegas, en la pestilencia de las cloacas inmóviles entre los muertos, sufriendo en silencio inquisitivas patadas, culatazos o machetazos, mientras las moscas revoloteaban y se posaban en la sangre que se secaba. Más de un millar murieron.[3]
Cinco días les llevó a los sobrevivientes enterrar a sus muertos. Después de aquella “noche de San Bartolomé”, el pánico corrió como pólvora seca por todos los pueblos de la Sierra. En el pueblo de Tixmehuac, cercano a Chacsinkín y de la jurisdicción de Tekax, los “sucesos de Tekax” forzaron a los notables de dicho lugar a escribir al gobernador, el 29 de octubre de ese año, una carta de preocupación no exenta de la retórica de la época. Esta parte de la Península, que antes de la guerra fue poblada y productiva, decían los de Tixmehuac, actualmente se hallaba casi en “ruinas y escombros”, con gente o muerta o migrada, y con pocos brazos que tuvieron que cambiar el azadón por el fusil. Los notables de Tixmehuac estaban convencidos de que, al no actuar para acabar con la Guerra de Castas, “llegará entonces la hora fatal en que no encontrando los bárbaros resistencia se desbordarán de los bosques y montañas, como las aguas, que inundan los llanos; y nuestra patria nublada, entre el humo y las llamas, que inundarán la retirada de los que puedan salvar sus vidas, quedará borrada del catálogo de los pueblos cultos”.[4]
Los intelectuales orgánicos con corte indigenista en sus interpretaciones, tanto de Yucatán como de Quintana Roo (y el caso paradigmático de esta interpretación fundamentalista, ahistórica y con barniz marxista, es el trabajo del cronista de Felipe Carrillo Puerto, Carlos Chablé Mendoza, aunque no es el único),[5] sin qué decir de la romántica ringlera de gringos de paso por la Península, y algunos trabajos historiográficos de corte neoindigenista,[6] dicen poco de esta brutal arremetida de las tropas de Crescencio Poot contra una ciudad indefensa como Tekax, y descreo que estos intelectuales indigenistas verían como “héroe” a don Onofre Bacelis. Recientemente, el trabajo de Francisco José Paoli Bolio,[7] no toca para nada ni la matanza de Tekax de 1857, y aunque se trate de una historia gráfica de la guerra de castas, omite de sus páginas el grabado de 1879 de la Guerra de Castas que engalana este artículo.[8]
De hecho, es tanto el desconocimiento o la “ideologización” de la Guerra de Castas de la mayoría de la historiografía del siglo XX, que pensamos que las víctimas históricas fueron los de Santa Cruz, y los victimarios, los yucatecos en su conjunto. Esta interpretación es muy distinta a la que presentaron los trabajos clásicos de Serapio Baqueiro y la mayoría de los intelectuales meridanos de la segunda mitad del siglo XIX, que concebían distintas subregiones en conflicto y distintos actores sociales (no sólo “cruzoob” y yucatecos), hablaban de la región “fronteriza” y cercana al campo defendido por Santa Cruz, y no desdeñaban de narrar matanzas brutales como la de Tekax de 1857, de Tunkás en 1861, o de Bacalar en 1858.
Sin embargo, a partir de los trabajos de Nelson Reed, el soberbio narrador gringo que se puso del lado de los cruzoob desde el principio, del colmexiano Moisés González Navarro y hasta del mismo Dumond y su monumental trabajo historiográfico El machete y la Cruz…, la visión del paisaje peninsular de la segunda mitad del XIX resulta dividida entre dos campos diametralmente opuestos: Mérida y Santa Cruz, desconociendo la realidad que fermentaba en las regiones fronterizas, luchando y sobreviviendo entre dos fuegos que llegaban desde las dos regiones apuntadas. A partir de los trabajos de Paul Sullivan, de Martha Herminia Villalobos González, pero sobre todo, de Terry Rugeley y mis propias interpretaciones para la lejana Villa de Peto, estas visiones “bipolares” de la guerra de castas han sido modificadas.[9]
Hay que decir, desde ahora (véase mi propuesta reinterpretativa de la Guerra de Castas con las fronteras interiores y los pueblos fronterizos yucatecos como Peto y Tekax), que los de Chan Santa Cruz fueron tanto víctimas como victimarios en esta larga, cruenta, desolada y bárbara guerra, que fue la Guerra de castas: fueron victimarios en la matanza de Tekax de septiembre de 1857, en la caída estrepitosa y sangrienta de Bacalar en 1858,en las considerables arremetidas contra Peto en tantos años de guerra en las fronteras, y matanza y “paseo” brutal de Crescencio Poot por Tunkás en 1861. Fueron tantos los golpes y las matanzas que los cruzoob hicieron a estos pueblos de frontera yucatecos (que va de Tekax, llega a Peto y se dirige a Valladolid), que llamar únicamente víctimas a los de Santa Cruz es desconocer plenamente el conflicto. La brutalidad, es cierto, comenzó con la arremetida meridana años previos de la guerra de castas, es cierto que lo de la venta de mayas a Cuba es un baldón del Yucatán racista del XIX, es cierto que el henequén fue una gigantesca mazmorra, es cierto que los de Santa Cruz crearon una “región de emancipación” en sus bosques orientales, pero también es cierto que la brutalidad también vino de Santa Cruz, convertidos en victimarios, contra estos “pueblos fronterizos” a lo largo de más de 50 años de “terror en las fronteras” yucatecas.
[1] Desde luego que no me refiero a la obra de Terry Rugeley, Nelson Reed, Lorena Careaga o Don E. Dumond, sino a la historia romantizada e imaginada, que cuentan muchos que hablan de la “mal llamada Guerra de Castas” (con esta frase los detectamos), sobre todo, los neoindigenistas discurridores a ultranza de la “gesta” autonómica de Chan Santa Cruz.
[2] “Recuerdos del tiempo viejo. 14 de septiembre de 1857”, por Andrés Ayuso Cachón. La Voz del Sur, periódico de Tekax, 15 de abril de 1959.
[3] Nelson Reed, La Guerra de Castas de Yucatán, México, Editorial Era, 2014, p. 168.
[4] AGEY, Poder Ejecutivo, sección Gobierno del estado de Yucatán, serie Gobernación, acta celebrada en los pueblos de Tiholop, Tixbaká y Tixmehuac en adhesión al gobernador del Estado para contribuir a poner fin a la guerra debido a los sucesos ocurridos en Tekax, c. 125, vol. 75, exp. 45 (1857). Las cursivas son mías.
[5] Véase algunos artículos del cronista con el tópico Guerra de Castas, en http://elcronistafcp.blogspot.mx/
[6] Véase el libro de Pedro Bracamonte y Sosa, La memoria enclaustrada, historia indígena de Yucatán 1750-1915, México, CIESAS-INI coeditores, pp. 109-160.
[7] Francisco José Paoli Bolio, La Guerra de Castas en Yucatán. Historia Gráfica, Mérida, Dante, 2015.
[8] Véase la reproducción de este grabado en el número 2 de la Revista Saastun. Revista de Cultura maya, Mérida, agosto de 1997, pp. 58-59.
[9] De Ruegeley, véase “Violencia y verdades: cinco mitos sobre la Guerra de Castas en Yucatán”, en La Palabra y el Hombre. Revista de la Universidad Veracruzana. Tercera época, número 21, verano de 2012, pp. 27-32.