Leo las memorias de Juan de la Cabada contadas a Cristina Pacheco y puestas en papel por Gustavo Fierros (Memorial del aventurero. Vida contada de Juan de la Cabada, 2001). Por años, el hombre que nació entre la selva y el mar campechano, el cuentista genial y conversador desaforado que recreaba con sus gestos y onomatopeyas sus experiencias en la selva, en las prisiones, en los congales y en los cafés literarios, tenía el proyecto de hacer la novela total sobre el chicle, pero no al estilo de Eustaquio Rivera, que en La Vorágine narró la fiebre del caucho de una forma estilizada, deshumanizada casi por la voz omnisciente del narrador.
De la Cabada, un hombre que le daba importancia suma a la oralidad, era de la idea de que narrar la vida de los chicleros era ahondar en la condición humana misma: su estado de orfandad en medio de una selva hostil, sus violencias y sus respuestas a esa selva calcificante del sureste mexicano. El chiclero tenía que contar su historia, y Juan de la Cabada sería el medio escritural. En sus memorias, de la Cabada, con más de 70 años, todavía decía de una historia que vino a conocer desde la infancia, lo siguiente: “La del chicle es la historia de una explotación dura y larga que algún día escribiré en una novela”.
La novela tan deseada, tan anhelada, nunca fue realizada (ignoro por qué), pero en varios relatos posibles de hallar en sus Obras Completas (la Universidad de Sinaloa las editó), como el cuento
Aquella noche, de la Cabada nos dejó trazos de ese mundo atractivo de la selva, de los ruidos de ese enorme lagarto viviente que fue la selva peninsular, y de sus hombres, los indios mayas descendientes de los rebeldes del siglo XIX, los buhoneros que iban de pueblo en pueblo vendiendo sus cacharros, y esos “personajes legendarios”, esos “hombres extraños” que fueron los chicleros.
En octubre de 1936, Juan de la Cabada llega a Mérida en busca del material para su libro sobre el chicle. Consiguió un empleo como inspector de bibliotecas públicas, y con eso tuvo la posibilidad de reunir la información –es decir, hablar con los chicleros, con las cocineras de los hatos chicleros, recorrer los pueblos que eran centrales chicleras, internarse en la selva. De la Cabada cuenta que:
“De Mérida haría el primer viaje a la región de Los Lirios. Debía entrar al monte por un lugar que se llama Peto, luego conseguir un viaje en avión a Sucacab, donde hay una plataforma y un ingenio azucarero en Catmís”.
Con el tiempo, en sus frecuentes viajes, de la Cabada tendría varios contactos, varios conocidos que le facilitaron sus traslados a la selva. El cuentista de la Cabada, como hemos dicho, nunca escribió esa novela que hoy sería material de consulta indispensable para los estudiosos del periodo chiclero, pero nos dejó una síntesis de lo que el chicle significó. La del chicle, que atraía en pueblos grandes como Peto, Tzucacab, Valladolid, Chetumal y Felipe Carrillo Puerto, a hombres de todas partes como “japoneses, coreanos, holandeses, gringos”, era “una industria que no sirve para otra cosa que para mascar y para que lo mascado se pegue a la suela de los zapatos”. Así mero.