Por Gustavo Ferrari Wolfenson

 

John Ashbery decía que después de vivir en París uno queda incapacitado para vivir en otro sitio, incluido París. Y es que existen lugares que a lo largo del tiempo han adquirido una poderosa singularidad que va más allá de la mera geografía, el clima o la demografía. Se ha constituido alrededor de ellos un entorno conceptual que acaba afectando más a la vida de las personas que el entorno físico o incluso el político-económico. De estos lugares se recuerda, más que su aspecto concreto, el ambiente y las vivencias allí experimentadas, y tienen la virtud de ponernos en situaciones de enorme riqueza vital que potencian y aceleran nuestro crecimiento personal a todos los niveles. Habita en ellos un dios, un “genius loci” capaz de generar grandes dosis de entusiasmo, una hermosa palabra que, recordemos, deriva de “entheos” -literalmente “un dios interior”. Existe pues, como decía el psicólogo ruso A. R. Luria, una relación muy estrecha entre lugar y mente. Nuestra individualidad acaba siendo moldeada en gran parte por las particularidades de los lugares en los que vivimos intensamente, lugares de promisión a los que siempre acabamos volviendo, al menos mentalmente.

Toda una generación de políticos de este estado de los últimos 20 años partió de Cozumel. Las aguas claras de sus costas y su cielo estrellado instrumentado por el sonoro cantar de las golondrinas, se convirtieron en la ansiada meta de un grupo de jóvenes de especial talento que decidieron “ir por todo” en busca del poder , de su enriquecimiento y de solucionar su situación económica por el resto de tres generaciones como mínimo.

Al igual que la generación de intelectuales americanos que invadió Paris en los años 30 y 40 y que fue bautizada por Gertrude Stein, la primera escritora americana expatriada en Francia, como “la generación perdida“, esta generación de cozumeleños se fueron de la isla “muy pobres y muy felices” y se instalaron en toda la geografía del estado para vivir años muy fructíferos, tanto en lo personal como en lo económico. Ellos y sus familias adoptaron una vida en donde de repente todo fue muy sencillo, hasta el propio hecho de dejar de ser pobres.

Y fueron adquiriendo la disciplina del político molero. Sus guayaberas dejaron de ser las del mercado para encargarlas a las fabricas más selectas de la península, Los pantalones otrora de tiendas departamentales, pasaron a importantes marcas de la moda. Cambiaron el Cedral por Las Vegas, y se adiestraron en no secar nunca el pozo creativo que les permitía seguir mamando de la ubre de la vaca, dejando siempre algo en el fondo para que por la noche “lo volvieran a llenar las fuentes que lo nutrían”.

Aprendieron a decir frases vacías que pretendían justificar el origen de su poderío. En nombre de la política, invadieron y llenaron las páginas de cuanto medio de comunicación daba vuelta por el estado a partir de frases verídicas, productoras de un tono general verdadero, desechando el consejo de no escribir nada que no fuera “accrochable”. como se dice en el lenguaje del Moliere. El papá dinero y la soberbia todo lo podía. Como excelentes actores de su tiempo pronto descubrieron que en un texto la parte omitida comunica más fuerza al relato y le da al lector la sensación de que hay más de lo que se ha dicho.

Entendieron rápidamente también, que el ciudadano en primera persona podía imitar algo que ellos les estaban enseñando, que era la impunidad. Y aprendieron, aprendieron muchísimo, sobre todo gracias a la generosidad de su líder. Todo cambió a partir del 5 de junio de 2016. La “Fiesta” de los cozumeleños se convirtió en una desbandada feroz. Comienza entonces una nueva etapa como aventureros y hombres que huyen tratando de salvaguardar la poca pobreza que supieron cosechar en tantos años donde cambiaron su estilo de vida, muchos de ellos de mujer y abandonaron la isla.

Hoy se encuentran en algún lugar del país o en el exterior. Lejanos han quedado sus días de Cozumel., lejanos ya están quedando sus días de poder repartido a través de toda la geografía del estado. Podrán en algún tiempo rememorar en sus anécdotas cuando “Cozumel y el poder era una fiesta”. Aquellos portentosos años en los que se fueron jóvenes, pobres, felices e invulnerables.

De alguna manera, para ellos la fiesta no acabaría nunca. Quisieron continuar eso que Hemingway decía, “si tienes la suerte de haber vivido en la opulencia cuando joven, luego ella te acompañará donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que la vida es una fiesta que nos sigue”.

Hoy esas voces parecen haber callado y están sentenciadas a callarse. Son las voces de aquellos destinados el efecto catártico de los últimos 20 años trasladada en un par de generaciones. Cozumel vivió aquellos años de movida y credo epicúreo desde una óptica descubridora: un aprendizaje en la cultura del placer, la búsqueda más allá de lo permitido, la ruptura real de esquemas impuestos por las tradiciones y costumbres insulares. Naturalmente, el exceso jugó un papel en ese proceso, como ocurre con todo y aquellos años quedarán en la memoria de todos los supervivientes, que ahora peinarán canas o lucurán calvas con el orgullo de haber disfrutado al máximo del poder y del saqueo del estado.

 

 

 

Comentarios en Facebook