Examinando algunas viejas fotografías con el sello de la Casa Palma, de aquellos tiempos en que la capital de la entidad quintanarroense se llamaba Payo Obispo, me reencontré con una, un tanto borrosa, que en los lejanos días de mi niñez presidía la sala de madera de la casa de mis abuelos solo de gran tamaño. Los recuerdos se agolparon en mi cerebro.
Estaba colocada en la parte superior del arco de estilo jónico que dividía a la sala del comedor.
Era la foto de un joven bien parecido de pupilas nostálgicas y pelo ondulado, que parecía recorrer con la mirada el acogedor recinto, como si quisiera registrar cada acto que se suscitara en el cómodo espacio circundado con muebles de caoba que descansaban sobre un linóleo claro, que se extendía hasta el comedor de la casa de estirpe victoriana.
Nos llamaba la atención a mi hermano Ramón (un año menor que yo) el tamaño del retrato y la mirada lánguida de aquel joven apuesto que parecía perseguirnos en cualquier espacio en donde nos encontráramos.
Estábamos tan acostumbrado a su presencia que siempre lo observábamos con pueril familiaridad, sin preguntar a mis abuelos o a mis padres quien era el señor de la corbata de mariposa blanca y traje oscuro, cuya mirada parecía envolverlo todo.
En algunas ocasiones observé a mi abuela Mercedes contemplándolo mientras musitaba una oración, en tanto que gruesas lágrimas resbalaban por su rostro que enjugaba con su mandil.
El abuelo a veces llegaba con paso quedito y miraba el retrato largamente como si conversara telepáticamente con el joven que parecía responder de la misma manera. Hasta me pareció, en cierta ocasión, que entreabría los labios para contestarle al viejo que permanecía de pie con el rostro sereno.
Lo mismo hacía mi padre aunque de manera fugaz, como si recordara las vivencias que compartió con aquel joven caballero y que algo muy fuerte lo sacudiera.
Como se le observaba con cariño sin decir su nombre, en cierta ocasión tomé la iniciativa inquiriendo a mi abuela una tarde que cumplía con su abnegada obligación de mirar el retrato, sollozar en silencio y musitar una plegaria.
“¿Quién es abuelita?” La anciana me miró con dulzura con sus ojos grandes arrasados por las lágrimas. Me acarició el nido de pájaros que era mi cabello, mientras de sus labios se desprendió una respuesta entrecortada:
“Es tu tío, tu tío Primo, quien falleció a la edad de veinte y dos años víctima de una disentería amebiana. ¡El joven más bueno del mundo!”. No había terminado de exclamar la última palabra, cuando el llanto se le desbordó inundando sus mejillas.
Mi padre y mi madre acudieron solícitos al escuchar sus sollozos y fue cuando ella les dijo con voz muy queda: “no es nada hijos, solamente le dije al niño el nombre de mi querido hijo aunque creo que no se lo mencioné completo.
Volvió la mirada hacia mi rostro y de nueva me mesó el cabello mientras exclamaba: “se llamaba como tu abuelo y como tú…Primitivo…Primitivo Alonso Marín.
Dicho lo anterior, se alejó sollozando mientras mi padre me increpaba con severidad: ¡no vuelvas a molestar a tu abuelita, puedes mirar el retrato pero sin preguntar nada! Me salvé del consabido coscorrón cuando la vieja me llamó a su cuarto en donde se levantaba en una esquina un gigantesco altar con todos los santos de su devoción.
Después supe que en esa misma estancia y cerca del altar, había expirado su querido hijo después de un largo sufrimiento y fue mi padre quien le cerró los ojos.
“Fue bravo hasta para morir”– decía mi progenitor después que pasaron décadas de un auto impuesto silencio.
Pero volviendo a mi abuela, en su voz escuché la historia primigenia de aquel joven idealista, profesor egresado de la Escuela Normal de Hecelchakán, Campeche, de la primera generación, de su empeño en separarse del magisterio y convertirse en guarda forestal para servir de cerca a los caoberos y chicleros en la formación de las cooperativas que tuvieron un gran auge durante el gobierno del general Melgar.
Supe de su verbo flamígero y de su rivalidad amistosa con el legendario Pedro Pérez Garrido.
Más tarde mi abuelo me hablaría de su participación como orador y en tareas organizativas importantes en El Comité Pro Territorio cerca de su tutor político el Dr. Enrique Barocio Barrios, hasta el triunfo de la causa.
De su permanente rebeldía con todo aquello que consideraba injusto, llegando a increpar públicamente a los funcionarios federales vinculados con el campo por algún abuso deshonesto o por no ordenar que se le imprimiera celeridad a la formación de las cooperativas atendiendo a la petición de los concesionarios, exhibiéndolos ante el gobernador.
El duelo verbal que sostuvo con don Aurelio Manrique, el diputado que interrumpiera al general Álvaro Obregón en su informe de gobierno llamándolo farsante, contaban viejos “camaradas” que fue de antología. El ilustre visitante dictaba una conferencia en el cine teatro Juventino Rosas y el joven le pagó con la misma moneda sin caer en los improperios.
Su naturaleza progresista encontraba buen cauce en el gobierno del general Melgar, quien fuera un apóstol de la justicia social y un ferviente seguidor del Nacionalismo Revolucionario.
Pero su pleito permanente lo sostuvo con los concesionarios del chicle y la madera establecidos en la demarcación territorial bajo su responsabilidad, a quienes no convenía la implementación oficial de las cooperativas puesto que les restaban poder y dinero.
Me comentaban algunas voces apagadas por el soplo del tiempo, que en varias ocasiones se lío a golpes con sus testaferros y llegó a sacar la pistola para defender los intereses de los trabajadores del campo quintanarroense.
Eran los tiempos del México bronco con matices románticos; de los hombres valientes que se jugaban la vida por un ideal o por una mujer hermosa. Contrajo nupcias con la señorita Amalia Jiménez, la mujer más bella de Payo Obispo y sus alrededores, como decía don Gastón Pérez Rosado, de quien se cuenta que toda vez que enviudó y se corría la voz que viajaba a Mérida en el bimotor de ruta, se atestaba el campo de aterrizaje Francisco Sarabia, de jóvenes lugareños y alguno que otro viejecillo, que acudían a contemplar su belleza como si fuera una artista del celuloide. Verídico.
El joven matrimonio procreó a unas gemelitas que no sobrevivieron; una murió en el proceso de parto y la otra poco después del fallecimiento de su padre.
La mala fortuna siguió a la dicha inicial de la pareja como una nube negra: el aguerrido profesor bebió agua contaminada depositada en las huellas que dejaban los cascos de las mulas, aprisionado por una terrible sed después de andar horas y horas cabalgando por el territorio de su circunscripción y contrajo disentería amebiana, infección que lo llevó a la tumba a la temprana edad de veintidós años.
Los esfuerzos de su mentor político el doctor Barocio por salvarlo fueron infructuosos al no conocerse en esos tiempos la penicilina u otro antibiótico que sirviera para contrarrestar a la terrible enfermedad bacteriana que asolaba tanto a los caoberos como a los chicleros.
En su sepelio se congregó casi toda la población de Payo Obispo que resistieron los embates del mal tiempo para dar su último adiós al valiente orador y estratega del Comité Pro Territorio fallecido en la flor de la juventud, truncados sus sueños por la guadaña de la muerte.
Por sus méritos como luchador social y sobre todo por su denodada participación en la gesta cívica sostenida por el pueblo quintanarroense para defender su integridad territorial ultrajada, su nombre está escrito en letras de bronce en la rotonda que pueblo y gobierno levantaron a la memoria de los Forjadores de Quintana Roo, como uno de los representantes de la juventud quintanarroense limpia, combativa y arropada por el espíritu socialista, que pugnaban por la construcción de una sociedad más justa e igualitaria en aquel tiempo heroico de amplias solidaridades que marcaba el despunte de nuestro perfil idiosincrásico.
Por mi parte, narro parte sustancial de su vida hasta su fallecimiento el 20 de junio de 1937, en mi novela intitulada La tierra disputada, donde aparece con el nombre de Rosendo Álvarez el protagonista principal, apelativo sugerido por mi hermano, que en paz descanse, Ramón Alonso Alcocer.
Su viuda pareció marchitarse por un tiempo aunque después recobró su singular belleza. Doña Mercedes lo lloraría hasta la hora de su muerte y la lápida que se desprendió, años después, al exhumarse los restos mortales del joven idealista, pidió que la empotraran en un nicho de cemento atrás de la casa, cerca de unos rosales, considerando el tiempo que había resguardado el cadáver de su vástago.
Cuando tuve conocimiento de la voluntad de mi abuela, supe comprender el silencio aquel que se extendía por el hogar de mis abuelos alrededor de aquel retrato, en donde, para no perturbar a la afligida mamá que sollozaba con desesperación al escuchar el nombre de su hijo, solo estaba permitido observar la fotografía del joven apuesto de mirada soñadora, que, con su desaparición física había dejado un hueco muy grande en aquel grupo de briosos jóvenes que se incorporaron junto con sus mayores en la lucha por su terruño, pero sobre todo aquel hoyo profundo estaba en el corazón de su inconsolable madre.