La mayoría de los historiadores que han tocado el tema de la “independencia” de Yucatán del orbe español, señalan dos características principales del proceso iniciado en 1808, con la crisis de legitimidad en la corona española, la captura de Fernando VII por parte de los franceses, y la entrega de Napoleón del trono hispano a su hermano José Bonaparte. En Yucatán no hubo hecatombes civiles ni guerras populares como la que iniciaron en el bajío Hidalgo, o como la que secundara en Michoacán y en el sur del país, Morelos. Lo que sí hubo fue, como sostiene Manuel Ferrer Muñoz, una movilización política y social a raíz de la entrada en vigor de la Constitución de Cádiz, en 1812; esta movilización se enmarcó en los trabajos y los días de un grupo de filósofos sociales, de curas liberales, e intelectuales políticos meridanos, conocidos como los Sanjuanistas, en lucha frontal contra las telarañas ultramontanas.
A principios del siglo XIX, la Península de Yucatán era una capitanía general de Nueva España, más ligada al ámbito caribeño (La Habana), que al lejano centro del altiplano central. Para los años cercanos a 1810, contaba con medio millón de habitantes, ¾ de los cuales eran mayas, 10% negros y mulatos, y 15 % “blancos. Al constituirse la independencia en 1821, la vida política, social y mercantil de la Península no se encontraba centralizada en la capital sino en pueblos del interior como producto del libre mercado y de la competencia agraria: “el contrabando” era lo que movía a pueblos de Campeche, a Ichmul, Tihosuco, a la solitaria Bacalar o a Peto. Esto igual dio paso a una migración de capitalistas meridanos en busca de nuevas tierras para nuevos cultivos, como la revolucionaria caña de azúcar, que competiría por el espacio agrario con la milpa maya, desembocando en eso que se conoce como Guerra de Castas, en 1847.
Solitaria en su lejanía, en la Península no hubo guerras populares, pero sí guerras de ideas: en la ermita de San Juan, al sur de la plaza de armas de Mérida, construida en el año de 1552 y dada a resguardo a San Juan Bautista para combatir la langosta, un grupo de vecinos comenzó a reunirse para hablar de fe y de cosas diversas. Su fundador y artífice fue el capellán de la ermita, Vicente María Velázquez, un hombre entrado en años, calvo y de una estatura considerable, que contrastaba con el cuasi enanismo de los yucatecos de ese entonces (y de ahora). Era tío de otro de los grandes federalistas y alma de los sanjuanistas, Lorenzo de Zavala. Además, a las reuniones asistían Manuel Jiménez Solís (el padre Justis), Pedro Almeida (catedrático del seminario de Mérida), José Francisco Bates (escribano real e introductor de la imprenta en Yucatán, en 1813), y José María Quintana, padre de don Andrés Quintana Roo, el prócer de la independencia mexicana. José María Quintana, en palabras de la historiadora Laura Machuca, era un “escritor público” que se aprovechó de la crítica de las costumbres para expresar sus opiniones y formar la de sus lectores.
De la discusión de asuntos de la fe, los sanjuanistas pasaron a discutir asuntos cotidianos y políticos, en un momento de la administración del capitán general Benito Pérez Valdelamar (1801-1811). Pronto, a ojos de los defensores del antiguo régimen, los rutineros, curas ignorantes y demás chusma monárquica, los sanjuanistas serían nombrados como gavilla peligrosa, luciferina. Otros historiadores los considerarían como “una escuela especulativa y filosófica más que sociedad práctica y de acción”.
¿Quiénes fueron los motores intelectuales de los sanjuanistas? Pablo Moreno, el filósofo vallisoletano nacido en 1773, ese “pequeño Voltaire”, fue maestro de varios sanjuanistas, como Lorenzo de Zavala, el Padre Justis y el prócer Andrés Quintana Roo. Enseñaba en el seminario de Mérida, era seglar, en sus cursos de filosofía que daba se burlaba de los peripatéticos, y entronizó a la duda como principio razonador de todo. Atacado por los rutineros y los ensotanados del dogma, dejó la cátedra y se hizo “papelista” o procurador de pleitos. Otro maestro de los sanjuanistas, fue un fraile franciscano oriundo de Guatemala, Juan José González, que había arribado a Mérida vía Campeche. Enciclopedista, introdujo a Descartes en la península, enseñó sobre el sistema copernicano, e hizo las demostraciones de Newton y Galileo.
Los Sanjuanistas, de los cuales ninguno pertenecía a “la raza conquistada”, darían cabida, en sus combates de ideas, a la Constitución Gaditana de 1812, la concreción constitucional de las reformas borbónicas del siglo XVIII. A falta de Rey, secuestrado por los galos, las cortes españolas mandaron a buscar a diputados de todas las ciudades, incluido de la América Española. En la isla de León, el 24 de septiembre de 1810, frente a los diputados a cortes de ambos lados del océano, comenzó a sucumbir el edificio del imperio español, martillado por las ideas liberales. Cádiz, su constitución, significó la transformación de la estructura municipal en Yucatán, y con ella se dio la “alborada de ayuntamientos” donde entraron mestizos, indios y blancos, igual significó el cese de los servicios personales, el fin de los tributos, los repartimientos, la legislación de desamortización de bienes, la extinción de la carga de protección de los naturales y el tema de las obvenciones, y se decretó la igualdad de los hombres ante la ley: los mayas fueron, en términos legales gaditanos, españoles con todas las de la ley. El fin de los repartimientos significó la falta de gente para el corte del palo de tinte, la cosecha de la sal, y se dejó de explotar la caña. Hasta el maíz para los blancos comenzó a escasear. Los Sanjuanistas, principalmente el padre Vicente María Velázquez, siguiendo ese principio de igualdad, se pusieron de parte de los mayas. Lector de la Brevísima destrucción de las indias de su ancestro espiritual Las Casas, el padre Velázquez era de la idea de devolver la tierra a los mayas. Sin embargo, la situación de los indios, en 1812 y casi todo el siglo XIX, subsistiría en forma cuasi colonial: sin variación alguna.
Otro de los efectos de la Constitución gaditana de 1812, hasta que fue abolida en mayo de 1814, fue la libertad de imprenta. Los Sanjuanistas, peleados con los añorantes rutineros del Antiguo Régimen, querían que las ideas suyas y las de sus maestros, las de Moreno, las de González, las de Zavala y otros librepensadores, llegase a “las masas”, a los indios. Pensaron formar un periódico, y una vez que Bates trajo la primera imprenta en Mérida, crearon, a principios de 1813, El Aristarco, el primer diario de la Península, cuyo redactor en jefe fue el incansable Lorenzo de Zavala. Después vendrían El Misceláneo, El Redactor Meridano y Los Clamores de la fidelidad americana contra la opresión, o fragmentos para la historia futura. Todos estos periódicos, fundados en menos de dos años, tenían como objetivo explicar a las masas indias sus derechos, y excitarlas a tomar participio en la cosa pública.
En 1814, Fernando VII regresó de su cautiverio en Bayona, y decretó como ilegal la constitución de Cádiz, culpables de lesa majestad a todos los que osaron atentar, según el Borbón, contra los derechos y prerrogativas reales, extinguiendo, además, los ayuntamientos constituidos en su nombre. “No había valido la pena de luchar por un Borbón contra Bonaparte”, sentenció Albino Acereto en su memorable estudio. Era cuestión de tiempo para que los sanjuanistas fueran perseguidos: el padre Velázquez fue encarcelado dos años en el convento de San Francisco; la misma suerte de cautiverio corrieron otros sanjuanistas, y Lorenzo de Zavala, José María Quintana y Bates, aprehendidos a altas horas de la noche, fueron remitidos a las tinajas húmedas de San Juan de Ulúa, permaneciendo tres años.
En 1815, las aguas ultramontanas se distendieron. Se creía que el absolutismo de Fernando VII era inquebrantable para la península y sus colonias, y las mazmorras se abrieron para los díscolos sanjuanistas: el padre Velázquez volvió a ver la luz, y Zavala y compañía regresaron a Mérida de su destierro veracruzano. Acereto apunta que tal vez para esas fechas Zavala fue adepto o se inficionó de la masonería. Tanto antiguos sanjuanistas como rutineros, vieron a la masonería como la tabla de salvación de lo que posiblemente ocurriría, si cambiara el régimen imperial y se independizaran las antiguas colonias. El “segundo momento” de los sanjuanistas, fue dirigido ahora por Zavala, mediante la Confederación Patriótica. Los vientos corrieron a su favor: en 1820, un movimiento insurreccional del Teniente Coronel Riego en España, hizo que el rey restableciera la Constitución de Cádiz de 1812.
A principios de 1821, nadie pensaba que el mundo colonial, el creado por los Corteses y Montejos en Mesoamérica (no podemos decir lo mismo para la región sudamericana), llegaría a su fin mediante el pacto de caballeros de los descendientes directos de los españoles. Para esas fechas, el movimiento iniciado por Hidalgo y Morelos, parecía ya irrealizable e inquebrantable las cadenas de la sujeción colonial, pero un nuevo soldado de la independencia, Agustín de Iturbide, había entrado al quite, secundado por otros criollos como Santa Anna. Ángel del Toro, gobernador militar de Tabasco, había informado a Mérida la llegada de una fuerza independentista comandada por Juan Nepomuceno Fernández, en agosto de 1821. Desde Cosamoalapan, Santa Anna había destacado fuerzas por todo el Golfo para llevar la chispa de la revolución a Acayucan, Coatzacoalcos, Huimanguillo, Cunduacán y la misma Villa Hermosa, a donde llegaron el 31 de agosto de 1821 las tropas iturbidistas.
Ante la gravedad de la situación, el recién llegado Juan Manuel de Echeverri, el último gobernante de la madre patria en la Península de Yucatán, convocó el 15 de septiembre de 1821, a una sesión extraordinaria de la Diputación provincial: lo más granado de la sociedad yucateca, blancos todos, el Ayuntamiento, el señor Obispo Estévez, los canónicos, ensotanados y otros linajudos, proclamaron unánimemente todos la Independencia de Yucatán, diciendo falsariamente, en sus considerandos, “que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia política era reclamada por la justicia”, y que era requerida y abonada por el deseo de “todos sus habitantes”. Y sin dejar dudas de su españolismo independentista, reconocían “como hermanos y amigos a todos los americanos y españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos”, con los cuales quisieran conservar la comunicación.
Fue una independencia, como la de México, hecha por descendientes de españoles, pero fue una independencia donde no hubo ni participio activo y social de los indios: la revolución fue solo de ideas, hechas por los sanjuanistas contra los rutineros, pero “los indios de Yucatán” tendrían que esperar un cuarto de siglo más para hacer su propia independencia, intentando liberarse de los cerrojos cuasi coloniales de la “república”. Pues la de 1821, como sentenciaba Joaquín Hübbe, fue la independencia solamente de los hijos de ambas penínsulas, españoles e hispanos yucatecos, que “se pusieron de acuerdo en las medidas pacíficas que dieron como resultado la independencia política” y sin que en este acto, el más solemne para la vida de un pueblo por constituir su fundación, “tomara la menor parte la gran masa de la raza indígena que habitaba en la península yucateca”.