Marcelo Salinas | @msalinas21
Conozco de cerca las historias aterradoras de la dictadura pinochetista. Soy familiar, vecino y amigo de quienes la padecieron en carne propia. Hoy 18, día del aniversario de la Independencia de Chile, y a una semana de haber conmemorado el siempre fatídico 11 de septiembre, es propicia una reflexión: ¡cuán difícil les resulta a ellos, hombres y mujeres, celebrar con esa carga!
Hace 10 años fundamos la asociación civil “Araucaria Chile”, que pretendió aglutinar a los compatriotas residentes en la Península de Yucatán. La sede estuvo en Cancún. Con el apoyo del Consulado honorario, durante años se organizaron muestras gastronómicas, exhibiciones pictóricas, exposiciones de fotografía, ciclos de cine e intentos por hermanar ciudades quintanarroenses con algunas de esa nación sudamericana.
Todo un éxito en términos de imagen, pero no se consiguió el propósito mayor: unir, y en muchos casos, reconciliar. La agrupación colapsó también por esa diferencia ideológica casi imperceptible, y lógicamente ajena para quienes no conocen la carga referida. Porque no todos los chilenos son hijos del exilio ni todos respetan el legado de Pinochet, por más que al mundo le parezca “milagroso” en fórmulas económicas. Pero ese es otro cuento.
Últimamente he escuchado con atención los testimonios de aquellos expulsados. Los exiliados llegados a México en los 70 y 80, donde encontraron la seguridad que su tierra les negó. Hoy tienen 60, 70 o más años. Algunos volvieron a su país cuando retornó la democracia (a principios de los 90), aunque otros “no se hallaron” y decidieron continuar su vida aquí. Más de uno ya falleció.
Me ha provocado sentimientos encontrados el relato de quien vio truncada su vida a los 20 años de edad. Era universitario cuando se consumó el golpe de estado. Anduvo meses huyendo del soldado asesino, del agente espía y del vecino traidor. Finalmente llegó a México, sin nada. Era una época de rebeldías e intervenciones militares en toda Latinoamérica. La adrenalina, un gen más.
Se le prohibió pisar suelo chileno por 18 años, cuando no existían YouTube, Facebook, WhatsApp ni otras plataformas que permiten ahora la comunicación instantánea. Las cartas por correo tradicional eran decomisadas y los rumores sobre ejecuciones sumarias a posibles compañeros o parientes se multiplicaban con su inevitable desazón.
Más aún: con la esperanza de volver en algún momento, no concluyeron sus estudios, no formaron familia, no hicieron patrimonio ni tampoco echaron raíces. Pero cuando pudieron regresar, les incomodó el pacto de silencio, el falso perdón, el aparente olvido y el polémico arreglo político que favoreció esa “transición ejemplar” para el resto del mundo.
Como él, son cientos, posiblemente miles. No estuvieron aquí ni allá, como se dice coloquialmente. En el limbo más de dos décadas, y hoy, a más de 40 años, ven cómo la vida se acaba. Los mataron en vida o cometieron una especie de “suicidio colectivo” que les cuesta reconocer.
Pocos ven cumplir sus sueños, como el voto en el exterior, no obstante con pendientes para esa democracia altamente cuestionada, por ellos mismos, debido a la pensión insuficiente, la seguridad social inexistente o el no reconocimiento de títulos profesionales, por citar los más demandados.
Hoy me acuerdo de todos ellos, los que lucharon por un sueño válido (vigente, para la mayoría) y celebran con más de un nudo en la garganta.
¿Cómo desatarlos? No sólo haciendo patria. He ahí el dilema.