La independencia de Yucatán en la década de 1840, ya se encontraba en el aire desde tiempos antes: alejados y cocidos aparte durante los trescientos años de la Colonia, la Península fue vista o imaginada más como isla en las primeras cartografías y descripciones de esta tierra extraña, rodeada de mar en tres francos, cercana a la cuenca caribeña y a sus influjos culturales, y con una constitución social propia derivada del contexto indígena, muchos años después, José Castillo Torre, la bautizará como el país que no se parece a otro. Vaya, que hasta había un lenguaje castellano propio, el uayeísmo que fue estudiado por Amaro Gamboa hace tiempo y Miguel Güemez Pineda ahora; y por una cultura letrada, bullente y preocupada por la historia a principios del siglo XIX, como la del grupo que comandó, en la década de 1840, Justo Sierra O’Reilly con su Museo y Registro Yucateco,[1] y un nivel de ciencia respetable, como se puede ver en la toral Estadística de Yucatán, prueba indubitable del avance en áreas de la geografía, la historia y el registro completo de las riquezas de la península, siendo considerada “la primera investigación de su tipo sobre la península” que había tenido alcance nacional. Sin duda, no existe comparación alguna entre las otras obras estadísticas de la primera mitad del siglo XIX, con lo que la Estadística de Regil y Peón auguraban para el futuro del conocimiento geográfico de la Península de Yucatán.[2]
Por el otro lado de la cerca étnica, la sociedad maya yucateca ya había dado pruebas de que también deseaba entrar a la construcción de una nación menos injusta e igualitaria, desde la senda que abriera en 1812 la Constitución gaditana y la creación de ayuntamientos donde varios caciques y principales indígenas de los pueblos participaron en la administración municipal de sus pueblos; y por si esto no bastara, al golpe centralista de 1834 del general Francisco de Paula y Toro apoyando al “seductor de la patria”, su cuñado Antonio López de Santa Anna, fue respondido desde el 29 de mayo de 1839 con la revolución federalista encabezada por el coronel tizimileño, coronel Santiago Imán. Al principio, el nivel de fuerza de Imán era mucho menor a la del gobierno constituido, pero Imán, refugiado en los montes de Chemax, resolvió llamar en su auxilio a los “hijos de Tutul Xiu y Cocom”, ofreciéndoles que no volverían a pagar obvenciones eclesiásticas y se repartirían las tierras. De inmediato, la Revolución comenzó a salir de su senda perdedora, aumentando sus tropas de forma prodigiosa. Los hijos de Tutul Xiu, los hijos de Cocom, participando en las pugnas políticas entre las élites yucatecas, tal vez buscaban una forma de nación incluyente de la diversidad étnica de la Península, y distinta a la idea de Estado Nación exclusiva –y excluyente- que al final fraguarían las élites políticas yucatecas cuya representación más conspicua fue la idea que de Yucatán tenía Justo Sierra O’Reilly. Esto, en menos de una década, posibilitaría el inicio de esa larga guerra iniciada en 1847. Los criollos y mestizos yucatecos, no estuvieron a la altura de las circunstancias, no lograron interpretar los sentimientos de esa nación secularmente excluida.
Al triunfo del movimiento federalista de Imán, se dio un ejemplo del aquilatamiento de la tradición jurídica yucateca, representada por la constitución federalista yucateca de 1841, esto representó un avance obtenido por los yucatecos en ese rublo. Esta constitución, presidida por el espíritu del padre del amparo en México, Manuel Crescencio Rejón, aquilataba su senda liberal al establecer, en su código político, la libertad de creencias religiosas, la abolición de toda clase de fueros y privilegios para el clero, la elección directa de los cargos correspondientes a los poderes Ejecutivo y Legislativo. Sin embargo, el renombre de esta constitución que fue icónica para el constitucionalismo mexicano, se debió a la figura de la defensa de las garantías individuales.
Frente a las añagazas de un centro seducido por el centralismo del caudillo Santa Anna, y frente al entusiasmo producido por la constitución yucateca, resurgió la idea de la independencia política del centro de México.[3] Surgió entonces, entre los solones de Mérida, un Acta de independencia de la Península de Yucatán, dado a conocer el 1 de octubre de 1841. En esa acta se decía que en la República de Yucatán daba asilo a los perseguidos por sus ideas y opiniones políticas, y se facultaba para entrar en relaciones directas con gobiernos soberanos. Al saber esto, Santa Anna envió a su ministro, Andrés Quintana Roo, a tratar el problema de la separación yucateca. Los pactos a que se llegaron con don Andrés para que Yucatán siguiera en el seno mexicano, era de plena autonomía interna, expedir sus leyes, la organización de sus milicias, el no reclutamiento forzado de yucatecos –indígenas y no indígenas- rumbo a otras partes del país, el derecho a establecer sus aranceles aduanales y de administrar sus productos. En una palabra, Yucatán pugnaba por un federalismo radical, frente a las intenciones centralizadoras del mandón veracruzano. Nuevos tratados resultaron infructuosos, pues Santa Anna decidió someter por la fuerza a Yucatán en 1842. Los yucatecos todos, como un solo pueblo soberano, fueron al frente de guerra para la defensa de Campeche, en julio de 1842. El gobierno yucateco, en manos de Miguel Barbachano, expidió decretos tras decretos, llamando a las armas a los yucatecos. El 28 de agosto de 1842, uno de estos decretos ofrecía un cuarto de legua de terrenos baldíos. Un mes después, 2,500 mexicanos, se presentaron en aguas de Ciudad del Carmen. La invasión, y la posterior ocupación del Carmen el 30 de agosto, conmovió en sus cimientos a Yucatán. Un sentimiento patriótico cruzó ciudades, pueblos y villas. En su Ensayo Histórico sobre las Revoluciones de Yucatán, el historiador Serapio Baqueiro apuntaba: “Eran entonces los yucatecos como un solo hombre en la defensa de su suelo y de sus derechos naturales, y calificaban de traidores no sólo a los que se oponían abiertamente, sino también a los neutrales. Era su levantamiento contra las fuerzas invasoras como una de aquellas cruzadas de la edad media contra los infieles”.
Guardias nacionales en todos los pueblos de la península se levantaron en armas, dispuestos a ir al frente de batalla contra el invasor mexicano. Vito Pacheco, Pastor Gamboa y Vicente Revilla, eran hombres que comandaban tropas de muy abigarrado cuño: mestizos, blancos, negros. Indígenas que serían generales en jefe de la Guerra de Castas, como Cecilio Chi y Jacinto Pat, se presentaron para defender la tierra de sus ancestros. Más tropas llegarían del centro de México, y las “tablas” se prolongaron durante dos meses. Sin embargo, la derrota mexicana llegó a su punto el 24 de abril de 1843, y el 26 de mayo los últimos expedicionarios mexicanos partirían de la península, por Chicxulub. Mientras tanto, en Mérida, salvas de artillería, repique de campanas y música por las calles, acunaba la independencia de la República de Yucatán.[4]
Si bien las visiones geográficas, la prueba de que había un fuerte sedimento regional en la península, era cosa corriente, las pugnas entre dos ciudades, o entre dos banderías políticas desde esa lejana década de 1840, fueron motivo para que Yucatán, ese Gran Yucatán que pudo haber corrido como una nación más independiente, comenzara su desintegración, que se ahondaría con la separación de Campeche en 1857, y la erección del Territorio de Quintana Roo al inicio del siglo XX. La Guerra de Castas, iniciada una década antes, hizo que los sueños separatistas de Yucatán, terminaran de una vez por todas. Yucatán independiente significó una defensa del federalismo radical.
[1] John Chuchiak y Arturo Taracena han estudiado los afanes del grupo de Sierra O’Reily.
[2] Sin embargo, puede cotejarse la Memoria Instructiva sobre el Comercio General de la Provincia de Yucatán y Particular del Puerto de Campeche (1811), escrito por Pedro Manuel de Regil; así como las Apuntaciones para la Estadística de Yucatán referida.
[3] Los críticos de la independencia de Yucatán, dirán que esta independencia solo le beneficiaría a una “casta esclavista” como las élites yucatecas. Nada más falso. ¿Acaso México como un todo era un ejemplo prístino de una sociedad igualitaria, justa, no racista y que no haría otras guerras de exterminio en Sierra Gorda, en la región de Lozada, acaso no deportaría a los yaquis a Yucatán, acaso no comería las tierras de las poblaciones indígenas, acaso don Porfirio y sus científicos no construyeron un Estado nación bajo la consigna de eliminar motines y descontentos de “indios bárbaros”?
[4] En este párrafo y el anterior, sigo algunos pasajes que Jaime Orosa Díaz, escribiera en su Historia de Yucatán. Mérida, UADY, 1996.