A nadie le pasa por alto la noticia de que el oriente de la Península, en tiempos del Porfiriato tardío y del Huertismo (1901-1914), se había convertido en la “Siberia tropical” donde cumplieron su sentencia, como “operarios”, los enemigos del régimen porfirista y de la dictadura de don Victoriano Huerta, “el Chacal”.[1] John K. Turner (1878-1948), el gran periodista estadounidense nacido en Portland, Oregon, en su famoso reportaje sobre el México bárbaro porfirista, se refirió de la siguiente manera de la región selvática y pantanosa del actual estado de Quintana Roo:
[…] El territorio de Quintana Roo se ha caracterizado como una de las Siberias de México, porque allí se ha llevado, en calidad de soldados-presos, a millares de sospechosos políticos y agitadores obreros. Aunque ostensiblemente se les envía a pelear contra los indios mayas, son tan duramente tratados que es posible que ni el 1% de ellos regrese a su hogar. No me fue posible conocer Quintana Roo; pero escuché tantas noticias de fuentes auténticas, que no tengo duda alguna de que mi opinión es correcta […][2]
Otra cosa comenta Turner sobre el general Ignacio Bravo, que se convirtió en el “Torquemada de Quintana Roo” en sus largos ocho años de terrible gobierno de déspota solitario en la selva palúdica: “Quintana Roo es la parte más insalubre de México; pero los soldados mueren en cantidad de cinco a diez veces mayor de lo que sería lógico debido a las exacciones de que los hace víctimas su jefe, el Gral. Bravo…Por cada soldado muerto por los mayas, no menos de 100 mueren por hambre y enfermedad”, robándose Bravo el dinero destinado a los aprovisionamientos de la soldadesca. Una colonia penal donde después de la “pacificación” de los mayas no habían venido obreros y campesinos a trabajar aquellas tierras feraces y exuberantes, sino una casta militar que esparció “la muerte y el exterminio por doquiera”.[3] El paludismo y la mordedura de víboras, escolopendras y fauna nociva, así como el rebenque o la carabina de fieros capataces en los hatos chicleros explotados bajo las órdenes de Bravo, se ensañaban contra exiliados y desafectos del régimen porfiriano: diputados críticos, sacerdotes que hablaban más allá del púlpito, políticos inquietos, periodistas mordaces, comerciantes molestos y, posteriormente, familias enteras de zapatistas irían a parar con sus huesos en aquella lejana tierra del exilio. A muchos los destinaban, junto con negros alquilados de Belice, a abrir caminos entre matorrales calcinados, y ahí una bala de los budbitzones, o el machete de los cruzoob, los hacía pasto de las fieras del monte.[4] En el ferrocarril que el gobierno construyó de Vigía Chico a Santa Cruz, los 70 kilómetros de vías decauville fueron conocidas como “El Callejón de la muerte”, pues cada durmiente que se sembró, se llevó con él a 5 hombres. Reos de la prisión militar de San Juan de Ulúa, la más temida de ese tiempo en el México porfiriano por sus famosas tinajas, llegaron a Quintana Roo para los trabajos del tren de Vigía Chico, con la promesa de que se le reduzca su condena a la mitad: pocas semanas después de estar bajo la fiereza de Bravo, pedían su regreso a Ulúa.[5]
A esta región de selva húmeda y tropical, con calores insoportables, difíciles de domeñar para gente de la meseta central, llegó, al despuntar el siglo, en 1902, un coronel del ejército mexicano originario de la etnia cora, jalisciense nacido en Colotlán, y salido del Colegio militar en 1876 con el grado de teniente: Victoriano Huerta (1845-1916). Al humilde muchacho, la carrera de las armas le llegó porque había ido a cursos de párvulos con el cura de su pueblo, aprendiendo a leer y a escribir, cosa rara en aquellos villorrios rurales decimonónicos; y porque cuando tenía 15 años había acampado un general en su pueblo de nombre Donato Guerra, en su lucha contra los franceses. Donato solicitaba un asistente para redactar oficios: el joven Huerta se ofreció y terminó becado en el Colegio militar donde sobresalió por su portentosa inteligencia y su sagacidad en matemáticas. En una visita para entregar reconocimiento a los cadetes destacados, el presidente Benito Juárez le dedicó estas palabras: “De los indios que se educan, como usted, la patria espera mucho”. Años después de este vaticinio de Juárez, con Huerta ya usurpando la silla, el energúmeno poeta veracruzano Salvador Díaz Mirón, reaccionario hasta las heces, le dedicaría estos vulgares epítetos elogiosos: “hombre extraordinario”, “noble, genial y bravo”, “héroe que lleva la enseña de la esperanza, el pabellón de la autoridad, el estandarte del honor”.[6] Pero para los revolucionarios que se levantaron en armas para vengar a Madero, Huerta era simplemente una cucaracha que:
“ya no puede caminar,
porque no tiene, porque le falta,
mariguana que fumar”.
Experto en mapas, al graduarse en 1876 laboró en el Colegio de ingenieros y durante muchos años del Porfiriato estuvo asignado al Estado Mayor presidencial. En la década de 1890, el Porfiriato arremetió contra los dos bastiones de resistencia indígena más importantes en aquel momento: los yaquis de Sonora y los mayas del oriente de la Península de Yucatán. Dicen que para que la cuña apriete, tiene que ser del mismo palo, y Huerta comenzó el camino de las armas combatiendo estas y otras rebeliones indígenas del país. En 1902, la rebelión maya aún no estaba apagada del todo, y aquí se presentó el coronel de Colotlán, un hombre ya hecho y derecho, formado en la dura faena de las armas combatiendo a los fieros yaquis de Sonora, bebedor empedernido de coñac Heneesy y consumidor de mariguana, como cuenta Paco Ignacio Taibo II. Venía a cumplir el encargo de su padrino, el general Bernardo Reyes. Venía a aniquilar de una buena vez por todas, la rebelión indígena más longeva del país. A Huerta, ingeniero versado en topografía, le correspondió abrir gran parte de “El Callejón de la muerte”, que une a Santa Cruz con el puerto de Vigía Chico: “a cañonazo limpio –cuenta el periodista Gabriel Menéndez-, ametrallando sin piedad a los indígenas que, en esfuerzo desesperado, pretendían evitar que las fuerzas ‘colonizadoras’ del general Bravo continuaran invadiendo sus dominios”,[7] Huerta supo hacer gala de la terrible fiereza que años después experimentarían los zapatistas de Morelos.
Otros que estuvieron en tierras de Quintana Roo combatiendo a los últimos defensores de Santa Cruz, y que tendría participación directa en lo que se conoce como la Decena trágica que marcó el fin del gobierno democrático de Madero, en febrero de 1913,[8] fue Aureliano Blanquet (1849-1918), quien estaban en tierras peninsulares desde 1896. Blanquet era capitán primero a fines del XIX, nativo de Michoacán, había servido en los campamentos de Peto y de Tekax y se le tachaba de “conducta dudosa” en términos militares.[9] José Emilio Pacheco cuenta que en la campaña de Quintana Roo, Blanquet “desollaba a los rebeldes mayas y los abandonaba en la tierra quemada por el sol, además de otras atrocidades”.[10] Blanquet llegaría a conocerse como “el cancerbero de Huerta”, fue el que aprehendió a Madero y Pino Suárez en 1913, y tal vez sea el responsable directo de sus muertes, a iniciativa de Huerta. En la dictadura del Usurpador obtuvo la cartera del Ministerio de Guerra y Marina entre 1913 y 1914. Años antes, en 1867, formó parte del pelotón que fusiló al emperador Maximiliano y a Miramón y a Mejía, dándole el tiro de gracia al austriaco.
Sobre las acciones militares de Victoriano Huerta en las selvas del oriente de la Península, su biógrafo, Michael C. Meyer ha escrito las pocas páginas que podemos rescatar de su terrible estancia. Meyer indica que, en sus campañas militares contra los mayas rebeldes, Huerta utilizaría estrategias similares a las que utilizó contra los zapatistas de Morelos. Estas acciones militares estribaban en “registrar, ocupar y defender”. En octubre de 1902, el plan de Huerta había surtido efecto, pues había logrado replegar a los últimos combatientes rebeldes. De aquel más de un año de estar en campaña militar en el tórrido trópico peninsular, databa los problemas de cataratas de Huerta, que lo forzaron, durante el resto de sus días, a ponerse las clásicas gafas con el que sale retratado en casi todas sus fotos de campaña militar.[11]
En mis trabajos de archivo en busca del pasado de Yucatán y Quintana Roo, de vez en vez me topo con textos curiosos, algunos estrambóticos, otros memorables, algunos más, dignos de rescatar y dar a conocer para dilucidar el presente, apelando al pasado. La siguiente transcripción, tiene que ver con la estancia del coronel Victoriano Huerta en Quintana Roo, donde, según el autor, su “generalato” lo obtuvo gracias a las mentiras y a la “usurpación” de funciones. Tengo que escribir, aquí, que el que glosa el texto del testigo presencial, fue Juan Sánchez Azcona y Díaz Covarrubia (1876-1938), un periodista opositor al régimen porfiriano y que fuera amigo y secretario personal del presidente Madero. Desde luego, Huerta no fue santo de la devoción de Sánchez Azcona, y este documento tendremos que leerlo teniendo presente esta información. Por lo demás, los datos que presentan son interesantes para entender los últimos momentos de la resistencia indígena cruzoob. Transcribo el documento para los lectores de Noticaribe.
Diario de Yucatán, México, domingo 13 de julio de 1930. Los últimos veinte años. Cómo obtuvo el generalato Victoriano Huerta
Relato de un testigo presencial. Desde muy atrás Huerta había exhibido su desbordada ambición personal y su absoluta falta de escrúpulos. Se apoderó del mérito de otros. Siendo coronel dio parte de una acción guerrera en que no tomó parte, pero que le sirvió para ascender.
Relato de don José R. Portillo, glosado por Juan Sánchez Azcona
En mi sentir, la causa verdadera de los constantes sacudimientos que ha sufrido el país en los últimos diez años, después de que el movimiento maderista había abierto con su triunfo una nueva era de evolución, de justicia, de renovación y de esperanza, fueron la acción y la actitud condenadas ya en definitiva por la historia, de un hombre: Victoriano Huerta.
Esa personalidad ha de proyectarse sombríamente, con inevitable frecuencia, en estas páginas reporteriles; y, en consecuencia, es interesante ir conociendo, lo más que sea posible, las características de dicha personalidad de conciencia pavorosa.
Siempre fue el mismo: ambicioso, ladino y falto de escrúpulos, desde las aulas gloriosas del Colegio de Chapultepec hasta los artesonados salones de su Presidencia sangrienta usurpada, y de la cual fue arrancado venturosamente por la ira popular que ardía en las banderas del constitucionalismo.
Abro hoy un paréntesis en los relatos que voy haciendo de la iniciación del maderismo, que fue la de esta Revolución que todavía no concluye, para transcribir a mis lectores una comunicación interesante, que me ha sido hecho por mi viejo correligionario el señor don José R. Portillo, quien tiene datos copiosos para poder escribir un delicioso libro: “Memorias de un Telegrafista”, y debería dedicarse a hacerlo.
Me comunica el señor Portillo:
“México, D. F., a 13 de junio de 1930.
DE CÓMO OBTUVO EL GENERALATO VICTORIANO HUERTA
Hoy hace 27 años se desarrolló un pequeño hecho de armas en San Antonio Muyil, del ahora Territorio de Quintana Roo, lugar perdido en la espesa jungla maya y donde los indios rebeldes habían establecido la Ciudad Sagrada o Capital de su territorio, después de haberles sido arrebatada por las armas la antigua Chan Santa Cruz, el 5 de mayo de 1901, cuando entró victorioso el general Ignacio A. Bravo.
El hecho de armas fue pequeño tomando en cuenta su valor material; pero de alta significación militar y política, pues habiendo caído en nuestro poder casi todos los generales, como Patricio Sun, León Pat, May y otros notables jefes mayas, vino como resultado la pacificación casi automática del Territorio ahorrándose muchas vidas y fuertes gastos.
Fui uno de los pocos oficiales que estudiaron profundamente las costumbres mayas, llegando a dominar casi el bello idioma de Nachí Cocom, y ese conocimiento me hizo concebir el plan que dio al traste con la revolución indígena.
Sabía que el 13 de junio, día de San Antonio, Patrón de la Ciudad Sagrada, se reunían en ella los principales jefes, quienes celebrarían sus ritos entre místicos y profanos y terminarían la comida con fuertes libaciones de Balché, especie de cerveza india obtenida de la fermentación de la corteza del árbol de igual nombre y la cual produce una embriguez desconcertante. También sabía que a sus bomberos (centinelas colocados en todas las entradas, encaramados en los más altos árboles a guisa de atalaya y provistos de bombas de pólvora que hacen detonar al observar la presencia de cualquier peligro), les llevan en las solemnidades una comida especial y abundante Balché, de tal suerte que calculé que al atardecer era seguro que, descuidando su misión, se embriagarían concienzudamente a tenidos a que ese día el Nohoch Yum (el Gran Dios) velaría por ellos.
El que relata, era en esa época Teniente Telegrafista del Campamento de Xcán, lugar cercano a Muyil, y expuesto el plan a los entusiastas oficiales oaxaqueños Ortiz Bolán, Ortiz Lozano y Pérez, lo aprobaron desde luego y se formaron tres pequeñas columnas a las órdenes de cada uno de los citados con unos 30 soldados juchitecos cada columna. Jefe: el Mayo F. Matus.
El éxito fue brillante. Después de un ataque rudo que desconcertó al enemigo, por lo inesperado, cayeron en nuestro poder todos los generales y jefes indios, inclusive el Gran Justicia de Yotzonot, terror de los prisioneros que caían en sus manos.
Se llevaron los presos a Xcan y grandes fueron nuestras cavilaciones después del triunfo al considerar que las falanges rebeldes, fuertes aún en miles de hombres, nos atacarían desde luego para recuperar a sus jefes.
Se llevó a cabo un Consejo de Guerra, opinando algunos oficiales que la salvación sería una fusilada general, excepto un preso que sería libertado para que informara a los suyos de la inutilidad de un contra-ataque. Me opuse a la determinación triunfando al fin mis razonamientos, escapando de la muerte aquellos infelices que posteriormente fueron enviados a varias poblaciones para civilizarlos.
Por las dudas se tomaron toda clase de precauciones en nuestras posesiones. La noche y primeras horas del día siguiente se pasaron sin novedad. Al mediodía, el centinela del camino de Puerto Morelos dio la voz de alarma, averiguándose que se aproximaba numerosa gente. ¡A las armas! Largo y solemne momento en espera del ataque. Avanzaron unos hombres izando bandera blanca. “No se dejen engañar, gritó Matus, son indios disfrazados!” A poco rato sonó claro y preciso un toque de corneta pidiendo parlamento. Dudamos aún que fueran amigos y después de algunos cambios de toques, nos cercioramos que eran fuerzas del Gobierno.
Se iniciaron las pláticas y supimos que era el 3er. Batallón al mando del Coronel Victoriano Huerta, que había desembarcado en Puerto Morelos y cuyo acontecimiento ignorábamos por la interrupción de la línea telegráfica con dicho punto, y que llevaba instrucciones de iniciar sus trabajos de ayuda en la campaña, con la apertura de un camino que uniera Xcan o Chemax con Chan Santa Cruz (ya para entonces Santa Cruz de Bravo).
Nos llenó de alegría el inesperado refuerzo, tanto como el gusto de ver compañeros recién venidos de la metrópoli.
Avanzó el Batallón y salimos a saludar al Coronel Huerta y demás jefes y oficiales. Por mera cortesía militar le dimos parte de nuestra reciente hazaña; nos escuchó con profundo interés, felicitando a todos calurosamente. A partir de ese momento lo vimos muy huraño, sin imaginarnos lo que elaboraba en su cerebro.
Ya en el campamento, nos preguntó Huerta si habíamos rendido los partes respectivos, y como nuestra contestación fue negativa, le mostramos los borradores de ellos que estuve encargado de redactar para transmitir personalmente esa noche. Nos indicó: que, estando en la plaza, a él correspondía tal honor y habría margen para que, salvando nuestra modestia, puntualizara la gran significación militar y política del hecho de armas. Encantado aceptamos el ofrecimiento y el resto de la noche se la pasó con un oficial redactando largos telegramas en clave que yo mismo transmití.
Al día siguiente y con tremenda sorpresa recibí las contestaciones del Ministro de la Guerra, General Reyes, felicitando a Huerta y notificándole que ya pedía su ascenso a General Brigadier; que ya dictaba órdenes para relevar del servicio de campaña a su batallón, tan pronto como terminara el camino o brecha a Santa Criuz; que también se ascendían a los jefes y oficiales que recomendaba y, pasado poco tiempo también recibieron la condecoración respectiva.
Hasta entonces comprendimos la “tanteada”: ¡Se había declarado autor y ejecutor del plan y hecho de armas que dio pronto fin a la tremenda campaña maya!
Huerta nos recogió los prisioneros, llevándolos para Valladolid, y a poco tiempo vimos confirmados los ofrecimientos ministeriales a beneficio del zángano.
Corrimos respetuosas protestas ante el Gral. Bravo y desenmascaramos al hipócrita; pero ya todo estaba consumado.
Para dorar la píldora se nos encendió también al grado inmediato y también se nos otorgó la Cruz de la Campaña contra los mayas; pero, Huerta se exhibió desde entonces ante nuestra conciencia como el futuro chacal que tan justamente anatematizaría la Historia.
[1] Sobre presos políticos durante el régimen huertista, cfr. “Entre los deportados políticos llegados á Q. Roo se encuentran el Presbítero J. Fonseca y doce mujeres”. La Revista de Yucatán, 18 de junio de 1913; “14 estudiantes de los de Xochimilco, rumbo a Quintana Roo. ¿También dos ex diputados de Morelos?”. La Revista de Yucatán, 4 de mayo de 1913. Igualmente, existen referencias de ello en el libro de
[2] John Kenneth Turner. México Bárbaro, México, Editorial Porrúa, 2009, p. 117.
[3] Gabriel Antonio Menéndez. Álbum monográfico de Quintana Roo. Chetumal, Fondo de Fomento Editorial del Gobierno del Estado de Quintana Roo, 1936, p. 27
[4] Álbum monográfico…
[5] Turner, pp. 117-118.
[6] Cito fragmentos del ensayo de José Luis Martínez aparecido en la Historia General de México Versión 2000, del Colegio de México.
[7] Álbum monográfico de Quintana Roo, p. 27.
[8] Sobre la Decena trágica, véase Paco Ignacio Taibo II. Temporada de zopilotes. México, Editorial Planeta, 2009.
[9] Gilberto Avilez Tax. Paisajes rurales de los hombres de las fronteras: Peto (1840-1940). Tesis doctoral. CIESAS, Cuernavaca, p. 341.
[10] Paco Ignacio Taibo II. Temporada de zopilotes. México, Editorial Planeta, 2009, p. 89.
[11] Michael C. Meyer. Huerta: un retrato político. México. Editorial Domés. 1972, pp. 13-17.