Ignoraba que murió hace poco, en marzo pasado. Se fue con 95 años encima, nada mal. Como buen veracruzano, seguro los pasó más bien que mal. A ese escritor, alguna vez mi maestro en un seminario de narrativa hace mil años en la FFyL, primero lo leí por sugerencia de Max Gonsen. Y si me quedé en su clase fue por la Paty… oh la Paty.

Confieso haber leído sólo tres o cuatro títulos de López Páez; vi en cine la versión de su cuento Doña Herlinda y su hijo; y caí a su taller unas quince o veinte sesiones –con aquella o solo. Fue hace mucho, ‘83, ’84… Hubo ocasiones singulares, como cuando nos invitaba a su departamento en la Zona Rosa, viandas y tragos incluidos; él oficiaba a manera de gentil anfitrión por supuesto, pero más como el hombre de letras. López Páez era un Creador discreto, más rulfiano que “conocido”, no por ello un artista menor.

Al final de una comida dialogábamos sobre poemas incendiarios o apagados. ¿Y cuál es su poeta preferido? –me soltó a bocajarro. Nunca me lo habían preguntado así, ni yo. Y como cambiaba de autores a diario, se me ocurrió decir dos: José Carlos Becerra y Alejandro Aura. ¿Aura?, ah, interesante, ¿y por qué oiga? –preguntó con sinceridad huatusqueña.

Por éste que acabo de leerle hoy en el trole, mire… Y le mostré un librito tamaño postal, rojo, con cuatro poetas mexicanos entonces vivos y quizá de las últimas vanguardias antes del desastre postmoderno. López Páez le echó una ojeada, luego miró al plafón y ahí dejó la mirada unos segundos; bebió del caballito; finalmente dijo que sonaba, y bien, aquel verso tenía lo suyo.

En ese instante me creí del séquito cercano al narrador, y me sentí aprobado en la materia Complicidad entre tipos que beben y la poesía. Cuando llegamos a J. C. Becerra me dediqué a escuchar –más o menos porque también quise leerlo. Me caía bien la flexibilidad de López Páez para temas que otras y otros debían volver solemnes, necesariamente abigarrados, laberínticos hasta el aburrimiento. Un poema no explica nada, renombra.

Una mañana de cruda salía yo de la facultad y no vi que él entraba. Y ahí, en las puertas con cientos pasando alguien gritó con voz engolada: Adiós Tarzán… Como varios hicieron también volteé a ver quién decía eso; quedé estupidizado, era a mí a quien López Páez saludaba, sonriente movía su mano en el aire, señalándome para que no quedara duda. Y saludé pero mejor seguí mi rumbo a por café malo, quesadillas no hay de otra.

Cuando se lo conté a la Paty se carcajeó de lo lindo. Acostúmbrate… así se las gasta, así que ya sabes qué onda con él, ja ja, nos vemos “tarzán”. Y como buen ejemplo de juventud, los días se iban rápidos, fáciles, azules de ciudad mojada y con cambios y cambios.

Uno muy notorio fue trabajar en SEP y Bellas Artes, ni más ni menos que dando cursos de creación literaria a maestr@s rurales. Un otoño fui enviado a Guadalajara. El curso duraba una semana; llegué un lunes, uno de difusión cultural fungió como mi guía. Me llevó al hotel “Del Parque”, que me pareció bueno por arquitectura –proyecto y muebles de Luis Barragán–, y por precio, ubicación, bar, etc. La tarde del martes bajé a tomar whisky (2 x 1) en la terraza que daba al jardín del hotel; creo que leía a José Agustín cuando oí llegar otros clientes, volteé y vi a López Páez.

Me levanté a saludar. Venía con un hombre mayor que él, emprendedor tapatío que se lamentaba de andar mal de una pierna, algo así; me invitaron a su mesa y yo acepté con gusto, acordándome más del buen conversador, del bebedor con clase, que del catedrático. A las siete y media me retiré: una reunión importantísima… y fue a pesar mío pues estaba pasándomela bien con los rucos, las puntadas del autor de “El solitario Atlántico”.

Volvimos a vernos el jueves. Esa vez me acompañaba “ella”, que no cayó muy bien que digamos a los señores. Y ella correspondió sonriéndoles, sus inmensos ojos café claro bien abiertos. Fui torpe para una situación que implicaba más tacto que Inteligencia Superior; quise echarme otro trago más. Hasta que noté la seriedad de ella, y más aún la de López Páez, sólo entonces me supo mal su incomodidad.

Al menos la despedida no fue tan tensa, aunque diferente al genuino afecto de siempre. Quedamos en vernos; “sí, claro, pronto, que les vaya bien…” Y nos fuimos. A ella ya no volví a verla. A López Páez lo veía en los pasillos de la fac, de pasada, sin poder platicar. Empezaba ’88, un tiempo que trastornó mi vida y dejé todo atrás.

No obstante, a ese funesto tiempo se debe que haya vivido en el Caribe por 27 años. Hoy estoy en otra parte del mundo, y sigo sin saber si la vida está en otra parte. De un tiempo a estos días fríos, lo único que sé con seguridad es que escribo –¡una narración imposible! Y al pensar en trucos de lenguaje me acordé del gran viejo Jorge López Páez.

Al leerlo vinieron a mi mente ciertos días, brillaban instantes como esas chisteras de donde el mago saca un conejo de tres narices, como una irónica nota al calce, como las pinceladas de ingenio que compartía en su seminario. Lo mejor fueron versos de El otoño recorre las islas leídos en Dúo-Stereo allegro/moderato, música de otro siglo, con la que un vagabundo del dharma brindaba con gusto con un maestro-cómplice.

La Guadalupe SMA

diciembre 2017 – enero 2018          

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