En la tierra de los mayas hay algunas piedras que tienen vida. Pero podemos empezar este breve relato de las kuxaan tuunich, diciendo que, en el origen de todo el ajetreado sendero del hombre por la tierra, desde su cuna polvosa en las cavernas, éste labró las piedras para hacer rudimentarias herramientas de caza y significar su universo cotidiano. Las piedras fueron sustraídas del mundo de las cosas inertes y se resignificaron al entrar con las primeras bandas de humanos.

La piedra sirvió, desde el paleolítico, como representación de diosas de la fertilidad (la Gea Venus de Willendorf), y milenios más tarde, algunos clómlechs, como los famosos megalitos de Stonenge y de Nabta Playa, fungieron como observatorios astronómicos para que los primeros hombres de ciencia, los astrónomos chamánicos, miraran a la bóveda celeste, resplandeciente de estrellas, esas estrellas que asemejan a piedras de luz.

Ha habido innumerables piedras de los sacrificios, calendarios de piedra, estelas y libros de piedra. Está el famoso caso del pueblo de San Miguel Coatlinchán, al cual un funesto 16 de abril de 1964, el estado mexicano le expropió a su diosa Chalchiuhtlicue: tuvieron que venir batallones de soldados para contener los ánimos caldeados de los coatlichaneses, y es que este pueblo del centro de México, cercano a la gran Tenochtitlan, no quería que se llevaran a su diosa, a la piedra de los Tecomates. Esa piedra está ahora a la entrada del Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México, y ha cambiado de sexo: es Tláloc, el dios de la lluvia.

Está, desde luego, la piedra negra de los musulmanes en La Meca, una de las pocas piedras del paraíso edénico que queda en la tierra baldía de los hombres, según las creencias de los descendientes de Ismael.

No necesito decir, que el mundo de las piedras es un intrincado universo vedado a mi vista por ser ajeno a la ciencia de la geología. Cuanto más, puedo citar esa profunda relación que el pueblo maya guarda con las innumerables piedras de la Península. Puedo hacer la exégesis del célebre pasaje del cronista que hizo la primera relación geológica nuestra: la de Yucatán es “una tierra la de menos tierra porque toda ella es una viva laja, y tiene a maravilla poca tierra”. En su visita a Yucatán, el poeta Octavio Paz dejó una honda evocación de la realidad geográfica de la península, en su poema “Entre la piedra y la flor”:

Una región que existe

antes que sobre el mundo alzara el aire

su bandera de fuego y el agua sus cristales;

una región de piedra

nacida antes del nacimiento mismo de la muerte,

una región, un párpado de fiebre,

unos labios sin sueño

que recorre sin término la sed,

como el mar a las lajas en las costas desiertas.

Yucatán, no necesito decir, es un mundo de piedras más que de agua, tierra o aire. Abundan por todos lados esa costra calcárea: lajas requemadas por el sol y por la quema de las milpas para abril, “sacbeobs” comidos por la selva, albarradas que delimitan los solares, “ruinas” preñadas de voces y chiflidos antiguos al escampar las lluvias, aruxes construidos con barro o piedra, cantos rodados de pueblos y trincheras de la antigua guerra de castas.

En la Península de Yucatán hay algunas piedras que guardan, desde luego, vida. Ahí tienes tú el relato de las piedras del Dr. Franco. Una vez, Franco caminaba por un “sendero interpretativo” de su centro de trabajo cuando oyó detrás de él unos pasos “como de tigre”: se voltea y ve cómo una piedra “en forma de cerebro” se detiene en medio de una pendiente. No le dio importancia y siguió su camino. La piedra volvió a rodar, Franco se volteó y la piedra se detuvo nuevamente. La piedra, que es mujer, lo seguía. Decidió llevarla a su casa. Esa piedra, dice, se mueve por las noches: la pone en un lugar y amanece al día siguiente, en otro. Una vez vinieron a buscarla otras piedras: en una madrugada clareada por la luna, a través de la ventana, Franco vio cómo cinco piedras, de regular tamaño, se encontraban escoraditas, como queriendo entrar. Franco pensó que eran las amigas de su piedra, o que querían llevársela, no les dio acceso.

Pero esta piedra no es la única. En un día, como por arte de encantamiento, una piedra, con forma de corazón, se le apareció en su auto. Ahí sigue, Franco piensa que por algo apareció en su auto. El Dr., le preguntó a los que saben de las tradiciones mayas, si existe una explicación. Le dijeron que es un regalo que la selva le hace. Yo me acordé de los relatos que varios abuelos del sur de Yucatán me habían referido: hay piedras que tienen vida, hay piedras que son “asientos” de seres, de espíritus de vientos: los vientos pueden ser buenos o malos.

Grata fue mi sorpresa cuando leí, en El cosmos maya, ese memorable libro de Freidel, Schele y Parker, sobre las “piedras parlantes”, los “k’an che’”, o mejor dicho, “asientos de seres sobrenaturales”: resulta que todo está interconectado con todo, y que algunos lugares, algunas cosas o animales, pueden ser el lugar donde se asientan seres sobrenaturales: una piedra, una aguada, un cenote o una cueva. Sé que esto no entra en la racionalización descarteana de nuestro canon interpretativo del mundo; que, desencantados de él, nos resistimos al mito y a lo fantástico que recubren las mentalidades de los hombres y mujeres de la península. Sin embargo, dejo constancia para memoria futura.

 

1 Piedras vivientes en maya yucateco.

2 En Wikipedia existe una magnífica entrada de los megalitos en la historia de la humanidad. Cfr. https://es.wikipedia.org/wiki/Megalito

3 Entrevista con el Dr. Franco Monsreal.

4 David Freidel et al. El Cosmos maya. Tres mil años por la senda de los chamanes. México. FCE, p. 176.

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