Cuando el 1o. de enero de 1994 amanecimos con la noticia de que un grupo armado había irrumpido en el palacio municipal de San Cristóbal de las Casas, una vez sobrepuesto de la incredulidad, anidó en mí la desconfianza. No era sólo que para entonces yo ya no creyera que la vía armada podía tener éxito en cambiar la vida social del país, sino que me parecía un despropósito enfrentar a balazos a un triste destacamento de policías municipales, por un lado, y, por el otro, mandar al matadero a un grupo de campesinos con un puñado de metralletas y algunos fusiles de palo, al hacerlo combatir al ejército mexicano. Tampoco me hacía gracia que los sublevados actuaran con los rostros embozados, una práctica ajena a las guerrillas latinoamericanas, pero usual entre los grupos terroristas europeos. Con el paso de los meses y los años critiqué, como hasta ahora, que el levantamiento no hubiera enarbolado en principio demandas indígenas (la Primera Declaración de la Selva Lacandona fue una expresión de la estrategia guerrillera de Guerra Popular Prolongada, terciada con nacionalismo y campesinismo) sino que se hubiera tropezando con ellas por el camino, sin hacerlas suyas hasta un año después, con la Tercera Declaración. Nunca simpaticé con el movimiento y, desde luego, nunca hice el zapatuor a la selva, a la cacería de una foto, ahora sería una selfie, con Marcos. Junto con mi grupo parlamentario, el del PRD, presioné, sí, para doblar a panistas y priístas, y lograr que permitieran hablar a uno de los zapatistas al pleno la Cámara de Diputados, en 2001. No lo hice por simpatía con ellos, sino como debido reconocimiento a su para entonces ya auténtica representatividad del movimiento indio. Poco después recriminé el que no hubieran llenado las plazas para evitar la reforma simulada en materia indígena, que PAN y PRI aprobaron, como sí lo hicieron para lograr aquella intervención cameral, y que dejaran a la izquierda partidista sola para enfrentar a esos partidos neoliberales.
Con el paso de los años, sin embargo, no tuve más remedio que reconocer que, inicialmente improvisadas y todo, las demandas del movimiento habían permeado en el país y dado centralidad política al debate de los derechos de los que entonces todavía llamábamos pueblos indios (o mucho peor, indígenas). En su lucha, habían involucrando, es verdad, a un sinnúmero de oportunistas ansiosos de notoriedad, pero también hicieron que los movimientos auténticos adquirieran una presencia pública y peso político antes imposibles.
Este sábado, Andrés Manuel López Obrador abrió su primer mitin como presidente constitucional, realizado en el zócalo capitalino, siendo el centro de una ceremonia realizada en nombre de los pueblos originarios de esto que hoy llamamos México. En ella, que fue dedicada a Tonantzin, se le hizo una limpia, se le entregaron una cruz y un bastón, y se le puso después de rodillas, como parte del rito. El proceso en su conjunto exhibió una evidente carencia de autenticidad.
Los organizadores eran un grupo de personas que no forman realmente parte de los distintos movimientos de los pueblos originarios, que en estos cinco lustros se han organizado y crecido en el país, sino principalmente individuos que, habiéndose montado en la ola de opinión generada por el zapatismo, han venido buscando notoriedad y espacios públicos variables. Como regla general, los participantes no son conocidos por los pueblos cuyas representación ostentan, que evidentemente nos los tienen ni por voceros ni por dirigentes. En algunos casos, incluso, han sido expresamente rechazados por aquéllos en cuyo nombre actúan.
En cuanto a la ceremonia misma, algunos de los participantes se presentaron con vestimentas que no guardan ninguna relación con las actual o históricamente usadas por las comunidades involucradas, incluyendo penachos de plumas artificiales y otros ornamentos ajenos a los pueblos americanos. El bastón que en calidad de símbolo de mando entregaron tampoco tiene ninguna base real y por tanto carece de significado entre dichos pueblos. La pretensión de una adoración general a Tonantzin es por si misma una falsificación desmedida, pues cualquier estudiante de secundaria sabe que la expansión náhuatl no alcanzó ni con mucho a la totalidad del actual territorio mexicano, siendo del todo ajena a las naciones asentadas fuera de su dominio. Incluso en los lugares efectivamente conquistados por el imperio azteca, ese culto distó de lograr su implantación general. El rito fue un evento folclórico, sin base popular, comunitaria, étnica o histórica, y que en su propia ejecución acusó la improvisación. Nada de lo anterior significa que haya sido irrelevante.
Tras la elección de López Obrador como presidente, el EZLN, nuevamente en voz de Rafael Guillén, ha negado el apoyo a su gobierno, negando que éste se trate un proyecto progresista. Específicamente han señalando que sus principales proyectos, como la reforestación o el tren transítsmico, significarán la destrucción de los territorios de los pueblos originarios.
Objetivamente, la actual agenda zapatista, que ha evolucionado desde 1994, tiene pocos puntos de encuentro con la del nuevo presidente de México. Si la primera ha desarrollado principalmente amplias demandas de los pueblos originales, estos contenidos son secundarios en la del nuevo gobierno federal. En su discurso de toma de posesión, en el Congreso, el tabasqueño hizo una sola referencia a los pueblos indígenas, y exclusivamente al decir el nombre del nuevo instituto que dedicará a su atención. Si bien es verdad en su alocución en el zócalo -en la que ya se refirió a ellos como pueblos originarios y no indígenas, tal como distintos movimientos han venido reclamando- se comprometió darles atención preferente en todos los programas sociales, el marco general en que el ofrecimiento se ubicó es exactamente el mismo que ha prevalecido en el gobierno por décadas, incluyendo los del régimen neoliberal. En él, el trato que se da a estas naciones es simplemente el de población a rescatar de la marginación y la pobreza. El planteamiento del presidente no asumió el principal reclamo político de los pueblos originarios, el territorial, ni hizo referencia a sus exigencias culturales, como asumir la diversidad lingüística del país. Tampoco abordó ni directa ni indirectamente la cuestión de la plurinacionalidad de México, fundamento general básico del reclamo contemporáneo de los pueblos en cuestión. Tampoco puede dejar de notarse que en ninguna de sus intervenciones el presidente hizo referencia a los acuerdos de San Andrés Larráinzar, no digamos para ofrecer su cumplimiento, que objetivamente resulta ya extemporáneo, sino su revisión, pues con todo y sus limitaciones es hasta hoy el mayor acuerdo alcanzado entre el Estado mexicano y una representación auténtica de los movimientos de los pueblos originarios.
En este contexto, la impostada ceremonia revela dos datos críticos. Por un lado, se trata de aparentar un acuerdo general con los pueblos originarios que, en consecuencia, priva de toda representatividad al zapatismo; por otro, intenta revertir la representatividad de los movimientos de los pueblos originarios, haciéndola derivar, una vez más, de la validación que éstos obtengan del Estado.
Sigo sin ser partidario del zapatismo, pero me parece que sus críticas al gobierno no pueden ser desechadas con un espectáculo folclórico, ni la autenticidad de su representatividad negada por el naciente gobierno. En todo caso, creo que el EZLN tiene mucho más que decir sobre las demandas más profundas de los pueblos originarios que el grupo de improvisados de los que el presidente se hizo acompañar el sábado pasado.