Hace unos días obtuve por enésima vez mi credencial de lector y usuario de una biblioteca pública, en este caso, de la biblioteca pública de un pueblo congestionado de polvo del Quintana Roo profundo. No me habían ni firmado la credencial de usuario, cuando ya tenía en mis manos unas joyas del pensamiento humano que voy leyendo despacio, deleitándome con la urdimbre lingüística, piezas de orfebrería del ingenio de los hombres que nos reconcilian con la parte civilizada de la humanidad.
Mientras me encontraba tirado en mi chinchorro, bebiendo breves sorbos de un ron cubano al mismo tiempo que leía la poesía completa de Lezama Lima y me entretenía en la narrativa erudita de Los 1001 años de la lengua española de don Antonio Alatorre y asaltaba la prosa clarividente de Borges y rumiaba un tratado de León-Portilla (mis lecturas siempre han sido dispersas y caóticas), me di cuenta de una triste realidad que acaece en este trópico manchado de sol, de selva y de gangrena corrupta de una clase política ignara y vulgar. Y es que es muy triste ver que las magníficas bibliotecas municipales de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas apenas son sub-utilizadas por un público no lector que se embute y embrutece de reguetón, de arrolladoras bandas limón, de literatura barata y de sentina cacofónica, de sub-ideas, o intentos de ideas para comprender el mundo triste, aburrido y soñoliento del que no tiene por oficio el leer, el hábito, la necesidad fisiológica de leer hasta los papeles viejos de las calles. La consigna de que a los malos gobiernos les encanta que la gente sea bruta para detestar la cultura, tal parece que es la política pública oficial de estos lares tropicales.
Umberto Eco decía que la lectura es una necesidad biológica de la especie, y a esa especie de lectores, bibliómanos, bibliófagos y bibliófilos, uno ha intentado pertenecer. Tal vez esta suerte de desprecio intelectual que siento por los no lectores, se presenta porque igual no me puedo deshacer de la impresión que ha causado, en mi fuero interno, la lectura del magnífico libro de entrevistas de Juan Domingo Argüelles, ese chetumaleño universal y hombre de letras cabal. En Historias de lecturas y lectores, Argüelles pone a psicoanalizar los caminos de la lectura que transcurrieron algunos de los mejores escritores, intelectuales y científicos de México. Y en este sentido, es más triste que personas que en teoría tienen la profesión de leer textos -el campo académico-, de enriquecer sus miradas con libros y hasta con los “papeles viejos” de los archivos, de consultar repositorios y practicar la lectura, no lo hacen o lo hacen reduciendo el acto de leer a su muy vulgar y estupidizante “tema de estudio”. En la entrevista que Domingo Argüelles le hizo al sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo, este último tal parece que pinta a la perfección el gremio de los “académicos” de Quintana Roo. A la pregunta de la falta de lectura entre la sociedad mexicana, Escalante Gonzalbo dio un ejemplo de esto que yo he denominado como barbarie intelectual entre el gremio académico:
El caso que más me preocupa y alarma es el de académicos, profesores universitarios que se dedican a dar clases y que habitualmente, no leen. Me parece una cosa sorprendente, desconcertante, no alcanzo a explicármelo. Supongo que tiene que ver con la tendencia a la profesionalización y a la estandarización del conocimiento: la mayor parte de los académicos se atienen a una definición disciplinaria de su oficio, se dedican a una disciplina; para mantenerse al día en su materia lo único que tienen que hacer es leer, revisar por encima los cuatro o cinco artículos de revistas académicas que se ocupan de su tema. Y no tienen, esto es lo alarmante, ninguna curiosidad por saber nada más. Es algo que se asociaba al estereotipo despectivo del académico estadounidense, que era el modelo del especialista según lo definía Ortega: aquel que sabe cada vez más acerca de cada vez menos hasta que lo sabe casi todo acerca de casi nada. Lo que pasa es que este modelo se ha extendido en todo el mundo. Es grave, es preocupante, porque ninguna disciplina del saber, ninguna en absoluto, ni de las ciencias ni de las humanidades, puede prescindir de ese conocimiento general.[1]
Hace falta que uno se ponga a pensar en la importancia de la cultura y la lectura, en una sociedad presa de caciquismos cerriles, repleta de imbéciles que consideran que las instituciones son su patrimonio personal; hace falta que no sólo desde la Federación con su necesaria baratura en el precio de los libros y la puesta en marcha de una revolución editorial desde las entrañas mismas del monstruo cultural oficial del FCE y sus distintos avatares; sino también desde los estados y los municipios se fomente, se enriquezca, se ponga como asunto prioritario de gobierno a las bibliotecas y a los lectores y a la lectura por encima de todo, a la lectura como respuesta a la violencia sistémica del narco en las zonas turísticas, de la estupidez política y la chabacanería ciudadana. Se ha hablado recientemente de la importancia de apuntalar con presupuesto óptimo la red nacional de bibliotecas públicas, de dejar de verlas como simples escaparates de resguardo de libros que nadie lee, como instituciones que viven de la donación de libros, o como lugar donde los niños y algunos adolescentes extraviados van a hacer la tarea: “las bibliotecas son organismos vivos y, si la gente sale de trabajar a las seis, éstas no pueden cerrar a las seis; es decir, la biblioteca tiene que dar servicio a los trabajadores para que cuando salgan (de trabajar) acudan a ella, o la biblioteca no está cumpliendo su función”. Estas son las palabras de Carlos Anaya Rosique, presidente de la Cámara de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), quien recientemente ha anunciado un foro de políticas públicas sobre la red del libro, a llevarse a cabo el 27 de febrero.[2]
El desastre de las bibliotecas municipales del estado de Quintana Roo es evidente. El otro día, por ejemplo, mientras esperaba que me entregaran mi credencial de lector, apenas me pude concentrar leyendo los títulos de los libros que ansiaba sacar en préstamo porque a menos de 5 metros de los estantes de libros, pasando un ínfimo jardín desértico, de unos puestos de fritangas salía una hiriente cacofonía cagatonera. Ese solo ejemplo dice mucho, y dice bastante, de que, hasta ahora, los supuestos gobiernos del supuesto cambio ocurrido en estas tierras palustres tropicales, aún no hayan devuelto a los chetumaleños su biblioteca central. Es la barbarie cultural que se destila al ritmo de los estridentes ruidos de la desidia y el filisteismo gubernamental.
Y a este estado de barbarie cultural, desde luego que deben contribuir, para su erradicación, los maestros. Los profesores de primarias, secundarias, bachilleratos y universidades, deben tener presente la importancia que está en sus manos para contribuir a fomentar un país de espíritus científicos, para construir un país de lectores (y de ahí la idea de ir contra la despiadada reforma educativa neoliberal que mermó mucho al profesorado). ¿Pero qué podemos esperar de ello si los mismos mentores apenas pueden leer o no cuentan con el hábito arraigado de la lectura? Felipe Garrido nos ha recordado innumerables veces sobre la importancia de la lectura y la trabazón del acto de leer con el acto de escribir y producir conocimiento, así como de obtener una ciudadanía más crítica, preparada y con conciencia social: “Jamás conseguiremos una población lectora mientras no logremos hacer lectores a los maestros y convertirlos en los más importantes promotores de la lectura y la escritura”. Para Garrido, desde luego que existe el derecho de no ser lector, que no todos están obligados a ser lectores autónomos, de acuerdo, “pero si alguien decide ser un promotor de la lectura y de la escritura, un profesor universitario [y de cualquier nivel educativo, acoto], entonces sí tiene la obligación de ser un buen lector y de escribir con frecuencia.”[3]
Lo dije y lo sostengo: no puede haber “cultura quintanarroense” si seguimos prendiendo copal a los “poetas oficiales” que escribieron las letras de la identidad y de la simulación oficial, a los “pintores oficiales” y su paleta costumbrista, a los “académicos oficiales” y sus estudios oficiales, al mismo tiempo que no damos la importancia debida a las bibliotecas municipales, estatales y universitarias (¿alguien conoce la pírrica biblioteca de una universidad quintanarroense de tierras adentro?). Si apenas podemos digerir a los merolicos y a los gacetilleros de librea oficiales, ¿cómo podemos digerir a tantos humos divinos, mercenarios de la pluma, escribanos y poetastros oficiales? Si seguimos dándole poca importancia a las bibliotecas públicas, si creemos que una antropóloga sabrá bastante de cultura por el simple hecho de haber llevado en sus años de estudiante teoría cultural, irremediablemente estaremos perdidos en el ámbito cultural. En fin, son tantas las circunstancias que corren por la selva de nuestra desventura tropical, como la falta de libertad creadora (premios mediatizados por clubes de Toby chetumalenses y bacalarenses incluido), como la falta de responsabilidad de las universidades en esta señera obligación de crear hombres y mujeres multidimensionales, como la nostalgia -que nadie reclama ni la extraña más que yo- por la biblioteca central de Chetumal: la Rojo Gómez es una herida lancinante en mi memoria. Hace más de 3 años, al hacer el epitafio de aquella biblioteca chetumaleña, hice algunas preguntas que hoy siguen sin respuesta:
La duda que a uno le atrapa de todo esto, es saber hasta cuándo la rehabilitación comenzará, y cuál es el plazo para terminarlo: ¿un sexenio, o primero se rehabilitará el adefesio anti ecológico que infecta la bahía de Chetumal, obra criminal del criminal Sebastián? Como lector, bibliómano y bibliófilo, si estuviera viviendo en Chetumal, desde luego que el cierre temporal, no definitivo, etcétera, de la biblioteca, me afectaría, me jodería los días, me desbarataría las rutinas. Una voz autorizada de Chetumal, preguntándole su parecer sobre la grave crisis que ocurre a nivel nacional con las bibliotecas públicas, me señaló que no sólo se debería restringir a “rehabilitar” el edificio, sino que se debe modernizar y de acuerdo con los nuevos estándares de la ciencia bibliotecológica, así como contratar gente especializada que atienda a los usuarios, y pagar lo justo a los bibliotecarios: “una biblioteca pública bien estructurada –me comentaba- es lo menos que merece una población”. Y esto, cuando en el área de Chetumal, sólo existen tres bibliotecas públicas (sin contar las del Instituto Tecnológico de Chetumal y la de la UQROO) para una población de alrededor de 158,000 habitantes que cuenta Chetumal y Calderitas: una por cada 52,666 habitantes. La Red de Bibliotecas Públicas de Quintana Roo, desde luego, es muy pequeña y pobre, y no se compara con otras redes estatales como las del bajío, incluso con las de Yucatán.[4]
Creo que hay que ir más allá de la antigua Biblioteca Javier Rojo Gómez y crear una biblioteca general donde se conjunte toda la información hasta ahora producida a nivel glocal. Desde luego, tendrían cabida los intereses generales de cultura de los quintanarroenses: alta y baja literatura, historia, economía, antropología, derecho, todas las ciencias humanas estarían ahí, en esa biblioteca finita (no infinita) que definiría el futuro de la cultura de los quintanarroenses.
Los pocos nostálgicos de la Rojo Gómez queremos biblioteca estatal en Chetumal, pero no una biblioteca cualquiera. ¡Una gran biblioteca hace falta en este estado!, con fondo Quintana Roo, hemeroteca, archivos, audiotecas de futuros archivos de la palabra. Del mismo modo, en esta futura biblioteca estarían los archivos y bibliotecas privadas que escritores, autores y demás lectores quintanarroenses (no exclusivamente), decidan donar. Pienso en el acervo que dejó el historiador de Chetumal, don Francisco Bautista Pérez, como ejemplo.[5] Ahí está el magnífico ejemplo de la Biblioteca Yucatanense: en ese repositorio meridano se guarda toda la producción escrita sobre las cosas de Yucatán. Hace falta un Fondo Quintanarroense donde se conjunte, almacene, digitalice, y se dé a conocer al gran público lo hasta ahora escrito sobre las cosas de Quintana Roo, en más de 100 años de Territorio a Estado. Existen bibliografías ya elaboradas (las de Luz del Carmen Vallarta Vélez y Lorena Careaga), falta que le demos un tiempo y reactualicemos el acervo.
El trabajo ha comenzado en la UQRoo; me cuenta el director de la Santiago Pacheco Cruz, de Chetumal, el bibliotecólogo Daniel Vargas, que existe actualmente, en el Centro de Documentación y Estudios sobre el Caribe (CEDOC), una colección de documentos sobre el estado que han pertenecido a un número de investigadores que decidieron dejar en resguardo sus trabajos (fuentes de archivo, hemerográficos, libros, tesis, videos, revistas) para nuevos derroteros investigativos a futuro. El CEDOC fue un proyecto iniciado por investigadores de la División de Ciencias Políticas y Humanidades de la UQRoo, para ser exactos, iniciado por el Dr. Martín Ramos y un profesor visitante de Aruba, en ese entonces: se ha nutrido de investigaciones realizadas por César Dachary y Arnaiz, Carlos Macías Richard, Luz del Carmen Vallarta Vélez, de una colección de libros donados por Bonfil Batalla, y, recientemente, de la biblioteca del desaparecido historiador Francisco Bautista Pérez. El CEDOC se especializa en temas regionales y peninsulares desde el Caribe, tiene un perfil histórico y antropológico, pero creo que tiene que nutrirse con otros afluentes investigativos que conjunten la geografía, la flora, la fauna y los procesos ambientales del Caribe (huracanes, demografía, geografía histórica, estudios etnográficos recientes, economía, política, medicina, construcción territorial y estatal, urbanismo y turismo). Cuenta Daniel Vargas que al CEDOC “le ha faltado difusión, pero cada día tenemos menos personal, y por otro los investigadores y alumnos cada vez se interesan menos por lo histórico impreso y más por lo digital, tenemos un proyecto de repositorio, pero va muy lento pues hace falta mano de obra que no se pretende contratar”.[6]
Pienso que la idea de un reforzamiento de las bibliotecas municipales, de un nuevo vigor a las bibliotecas universitarias, y de una política permanente de difusión de la lectura y hábitos lectores, así como la creación de una Biblioteca Quintanarroense especializada en lo que hasta ahora ha sido escrito sobre Quintana Roo, es de suma importancia para los temas no solo culturales, sino para la construcción de una ciudadanía más justa, rica y diversa que tanto hace falta en Quintana Roo, como elemento indispensable para tener una clase política más justa, humanística y preocupada por el interés de las mayorías.
[1] Fernando Escalante Gonzalbo, en Juan Domingo Argüelles. Historias de lecturas y lectores, México. 2014, pp. 111-12.
[2] “Piden apuntalar red de bibliotecas. Anuncian foro de políticas públicas sobre la red del libro”. Por Juan Carlos Talavera. Excélsior. 30 de enero de 2019, en https://www.excelsior.com.mx/expresiones/piden-apuntalar-red-de-bibliotecas/1293372?fbclid=IwAR2KNADvqlis5Q9I7WfE6UfH_azVEpBiPv-eHI9SUo3Gyom3AzutfeRjxlo#
[3] Felipe Garrido. “Leer y escribir para ingresar a la educación superior”. Revista de la Educación Superior.Vol. XLIII (4), número 172, octubre-diciembre. 2014, p. 149.
[4] Gilberto Avilez Tax. “Epitafio para una biblioteca chetumaleña”. Desde la península y las inmediaciones de mi hamaca. 4 de diciembre de 2015, en http://gilbertoavileztax.blogspot.com/2015/12/epitafio-para-una-biblioteca-chetumalena.html
[5] Este resguardo de la memoria y de las bibliotecas personales de escritores, académicos y hombres de letras tiene como fin exorcizar posibles autos de fe avivados por el olvido y la desidia. Cfr. mi texto “La biblioteca yucateca de escritores desaparecidos”. Diario Arte y Cultura en Rebeldía/ Resistencia en el Sur. 10 de febrero de 2016, en https://arteyculturaenrebeldia.com/2016/02/10/la-biblioteca-yucateca-de-escritores-desaparecidos-gilberto-avilez-tax/
[6] Conversación personal con Daniel Vargas. 6 de febrero de 2019.