A los leyentes:

El texto a continuación no es de mi autoría. Quedo a disposición de autoridades e inquisidores.

Al trasponer el umbral de la vejez, en un acto quizá perverso me he creído capaz de hacer una adaptación de “El espejo y la máscara”, narración del bibliotecario J. L. Borges incluida en “El libro de arena”. Si la he profanado fue por imaginar y hacer una versión personal. En el colmo de la vanidad lo creí: ‘mi lenguaje, mi propósito, podría semejarse al don del gran ciego’.

Un atenuante de mi bellaquería: desde la primera lectura me gustó, no sé si por estar joven (¿21, 22?), o como un texto que sin ser poema me pudo tanto como el contenido. Lo confieso: he robado con descaro la forma, estructura y elementos borgianos, y he sustituido sus escenarios y personajes originales por los de un mundo mesoamericano; he usurpado su trama como un ladrón mediocre, apenas capaz de copiar, y en partes mal, la genialidad de otro.

Otro justificante del plagio: no trocé huesos ni arterias, creo no haber desangrado su espíritu artístico; respeté el sólido esqueleto rítmico del autor, su tono, su breve contundencia. Sin embargo, en mi imprudencia mancillé ciertos adverbios, algún adjetivo; alteré incluso la sintaxis de ciertas líneas, a cambio mantuve párrafos íntegros del autor. Y en ningún instante fui Pierre Menard.

Si he cometido este pecado, este crimen y estafa, ha sido por amor a una mujer voluptuosa, una mitología histórica magnífica, inspirativa, fantástica… apartadita del canon-judeo-cristiano-occidental-digitalizado para macro pantalla. En caso de querer apedrearme, sacarme el corazón, los ojos, la lengua, sólo se solicita formarse en la fila.

Por amor uno es capaz de todo, hasta de barbaridades más allá de copiar o imitar, mejor robarse con desvergüenza una pieza narrativa y en la selva poseerla, hacerla de uno. Última causa/efecto de la profanación: de Eso se trata en el arte Stravinski dixit. O las meninas de Picasso, la mona lisa según Marcel Duchamp. Los Omeros de Derek Walcott.

Tanto tiempo más tarde de su descubrimiento, tanto mar y bajío de por medio, esta es mi versión de “El espejo y la máscara”. Pido al tiempo se le refiera acaso como un cuestionable tributo de aprendiz (cincuentón), a un hombre de su casa que recreaba mundos y seres fantásticos al modo clásico: breve ergo excelso.

rdls

El espejo y la máscara

Original de Jorge Luis Borges

versión (plagio) de rdls

        

“Ganada la batalla de Chacchoben, en la que fue humillado el xicalanga, el Alto Rey llamó al poeta y le dijo: 

–Las gestas más elevadas pierden su lustre si no se les acuña en palabras. Deseo que cantes mi victoria y mi alabanza. Yo seré el primer Kukulkán, tú serás mi Chilam Balam. ¿Te crees capaz de llevar a cabo esa empresa, que ha de inmortalizarnos a los dos? 

–Sí, Rey –dijo el poeta–. Yo soy el Ah T’sib. A lo largo de trece Tunes he cursado las disciplinas de la métrica y el cero. De memoria sé las trescientas treinta y tres fábulas que son la pirámide de la verdadera poesía. Los ciclos de Hunab Kú y Xbalamqué están en mi pelota y caracol. Diosas, leyes y enanos, me autorizan a prodigar las voces mayas más arcaicas y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del manoseo vulgar. Puedo celebrar los amores, los hurtos furtivos, las épicas migraciones del Itzá, las guerras de la 2ª Edad Solar. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Calakmul y el Petén. Poseo las virtudes de las hierbas, de la astrología astronómica del Cero y más números, de cada decreto sacerdotal de todo eclipse. He derrotado en todo certamen a mis adversarios. Me he adiestrado en la sátira, que causa la sarna sobre la piel, incluso la lepra. Sé manejar el arco y la lanza, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me brindas. 

El Rey, a quien fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, dijo aliviado:

–Bien al tanto estoy de esas cosas. Acaban de decirme que el faisán ya cantó en Calakmul. Cuando pasen las lluvias y las inundaciones, cuando regrese el venado de las Tierras Altas, recitarás tu loa ante la corte y ante el consejo de escribas. Te doy un Tun entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias.

–Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro –dijo el poeta, que era también un cortesano. Hizo sus reverencias y se fue, ya vislumbrando algún verso.

Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el códice. Lo declamó con lenta seguridad, sin apoyarse en el libro. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, incluso los que agolpados en las puertas no descifraban ni una palabra. Al fin, el Rey habló.

–Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción, a cada nombre y sustantivo el apelativo que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los ancestros. La guerra es el hermoso tejido hecho de hombres y el agua de la piedra filosa es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si los códices de los mayas junto al mar al Oriente se perdieran –que nuestra madre X’Chel no lo quiera–, podrían reconstruirse sin pérdida con tu épica gesta. Treinta escribas y pintores la van a copiar tres veces.

Hubo un silencio y prosiguió.    

–Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más aprisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a putunes y pipiles. Dentro del término de un Tun aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación toma este espejo, que es de jade.

–Doy gracias y comprendo –dijo el poeta.

Las estrellas del cielo retomaron su claro derrotero. Otra vez cantó el quetzal en las selvas del Petén y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitió ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo, como si no quisiera profanarlos. Eran páginas extrañas, no era una descripción de la batalla: era la batalla. En su desbarajuste bélico se agitaban el dios dragón que vuela y repta, las estelas incógnitas de Izapa, y los que guerrearían en el siguiente katún, al fin de la quinta Edad Solar. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las pautas acordadas. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran sumamente arbitrarias, o así parecían. 

El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:

–De tu primera loa pude afirmar que es un feliz resumen de cuanto se ha cantado en las Tierras Bajas y el Petén. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerá la multitud, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de caoba y jade será la custodia de éste, su único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.

Agregó con una sonrisa: –Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.

El poeta se atrevió a murmurar: –Los tres secretos del hechicero Chi, tres como las partes que condescienden del sagrado Nueve, como las tres edades de nuestra señora X’Chel.

El Rey prosiguió: –Como prenda de nuestra aprobación toma esta máscara de oro.

–Doy gracias y he entendido –dijo el poeta.

El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un códice. Con algo de estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo que no era el tiempo había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haberse quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron el recinto.

–¿No has ejecutado la saga? –preguntó el Rey.

–Sí –dijo tristemente el poeta–. Ojala y Yum Ahau Cha’ak me lo hubiera prohibido.

–¿Puedes repetirla?

–No me atrevo

–Yo te doy el valor que te hace falta –declaró el Rey.

El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.

–En los años de mi juventud –dijo el Rey– navegué hacia el amanecer. En una isla vi tigrillos de esmeralda que daban muerte a dorados pecaríes de chocolate. En otra nos alimentamos con la fragancia de vainillas y tabaco prodigiosos. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas, un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban mantarrayas y enormes cayucos. Estas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?

–En el alba –dijo el poeta– me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.

–El que ahora compartimos los dos –el Rey musitó–. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo ideal y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.

Le puso en la diestra una daga de obsidiana. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un indigente que recorre bahías, veredas y canales de Sian’ Ka’an, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.”  

 

Playa Xamán Há, 1997

Noh Cah Santa Cruz FCP, 2004

Casa del árbol SMA, 2019

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