De Antonio Baduy (1883-1959), pocos se acuerdan ya, pero en su tiempo, que fue el tiempo en que el zapote manaba sus albos néctares cuando el chiclero lo picaba, Antonio Baduy Badías llegó a poseer casi la mitad de lo que actualmente es el estado de Quintana Roo, en concesión forestal.

Los exiguos cronistas del moderno KM 50, no han dicho que antes que los primeros morelenses que llegaron para el trabajo del chicle pidieran su ejido y crearan su pueblo, el KM 50 (a cordel directo hacia la Villa de Peto) fue un campamento chiclero donde tenían sus bodegas el “turco” Baduy y el tuxpeño Roberto Vidal. Estos cronistas de este pueblo que hoy tal parece que ha olvidado su pasado chiclero (no existe ni un museo del chicle en todo Quintana Roo), y que han escrito parcamente sobre su ciudad con poco trabajo de archivos de la región, recientemente han dicho que “la mayoría de los fundadores del Kilómetro 50 fueron chicleros, no tenían que adentrarse en la montaña, como ellos llamaban al monte donde se encontraban los árboles de zapote para cortar el chicle, la montaña era donde vivían, no tenían por qué alejarse…”

Como hemos referido, Baduy sería uno de los tres o cuatro hombres de negocios dejado por la resina del zapote, que movería la economía de los pueblos del sur de Yucatán y construiría pistas de aterrizaje en varios puntos del Territorio de Quintana Roo, como en Polinkil, cerca del actual Limones, trabajando el chicle en los bosques tropicales del oriente de la Península.

Siendo contratista del chicle, Baduy compraría la hacienda Sisbic (en la comprensión de Peto), cuyas tierras le servirían de forraje (caña y maíz) para las interminables “arrias” de mulas que cada comienzo de temporada del chicle mandaría al Territorio de Quintana Roo en busca de la preciada resina del zapote. Las arrias llegaban a la central de Baduy, llamado Kilómetro 50 por estar a esa distancia de Peto, de ahí las mercancías eran transportadas a los campamentos chicleros, y las marquetas de chicle recolectadas en la central, para ser traídas a Peto con las mismas arrias, o bien en camiones de carga. De Peto se mandaban por tren a Mérida, de ahí a Progreso, y de este puerto hacia Nueva Orleans.

 

El 23 de abril de 2014, en Mérida, tuve la oportunidad de entrevistar al nieto de Antonio Baduy, Guillermo Baduy Moscoso. Transcribo para los lectores interesados en el tema del chicle en Quintana Roo:

Entonces, todo ese proceso, empieza mi abuelo, te vuelvo a repetir, él pone una tienda en Peto, y no me acuerdo cómo se entera de que vinieron representantes de las compañías americanas buscando contratistas que les proveen de chicle. Me cuenta mi abuelo que viniendo de Peto una tarde a Mérida a hablar con estos americanos – “gringos”, como él le decía-, él vestía de filipina, sombrero negro y botines. Entonces, que llega a las oficinas y le dice la secretaria que pasara, y la imagen que recordaría mi abuelo y nunca se le olvidaría, es que el gringo estaba con el pie sobre el escritorio, y él se quita el sombrero y le dice: “Señor, buenas tardes, mi nombre es Antonio Baduy Badías”. Y que le contesta el gringo: “¿Y qué es lo que desea?”. Y él me cuenta esto como una anécdota que jamás se me va a olvidar. Le dice mi abuelo: “Vengo por la solicitud de lo que usted pide”.

El gringo seguía con los pies en el escritorio, y contesta: “¿Y qué es lo que usted requiere?”. Baduy contesta: “Pues necesito 25,000 dólares para iniciar, comprar equipo, darles anticipos a los chicleros, dinero para que se vaya a trabajar la gente y dejarle a sus familias”. Y le dice el gringo: “¿Y con qué me garantiza usted ese dinero?” Y mi abuelo le contesta: “Cuando vine, le dije como me llamo. Con eso le garantizo su dinero, con mi nombre, con mi palabra que vale más de lo que usted me va a dar”. Entonces, al oír esto el gringo, bajó por primera vez sus pies del escritorio. Puso cara de asombro de la respuesta de mi abuelo, e inmediatamente ordenó que le hagan el cheque. Y así inicia mi abuelo, trabajando con esa compañía. Y él trabajo con dos compañías: La Wrigley y la Mexican Explotation. Entonces, allá empieza, empieza, y trabajaban con él gente de Tuxpan, Veracruz, de Tabasco, obviamente que también de aquí de Yucatán; y tenía todo ese equipo de gente para trabajar con él. Un tipo admirable mi abuelo que llegó sin nada y sin hablar español, y por necesidad de comunicarse con sus trabajadores, que no hablaban el español, aprendió el maya. Yo, nacido en Peto y crecido ahí, nunca aprendí el maya, y convivía con gente que hablaba la maya, pero no me dio la cabeza para aprender”.

En abril de 2014, gracias a la generosidad del nieto de Antonio Baduy, conocí también un retrato íntimo de este turco venido de tan lejanos lugares para hacer las Américas. Es el retrato de la familia petuleña que tuvo don Antonio. Su esposa se llamaba Hilaria Ayala, mujer de Peto, ese pueblo que sería de Antonio por nacimiento de sus hijos. Antonio Baduy se quiso arraigar, y se casó con una mujer del pueblo maya, aprendió el maya como si fuera su primera lengua, porque, tal vez, como dicen por ahí, un idioma sólo se aprende en compañía.

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