I.- Breve historia de Cayo Culebras 

Hace algunos años, diversos medios locales hicieron famosa a una zona cercana a los cayos e islotes que se encuentra bajo la jurisdicción de la reserva de la biosfera de Sian Ka’an: un “lugar de fantasía”, Punta Pájaros, la isla privada del magnate ex dueño de Banamex, Roberto Hernández. 

Resulta que los periodistas de la región se percataron de cruces y aterrizajes de sospechosas avionetas a esa isla. De vez en vez, tabiques o ladrillos de coca eran localizados por la marina en las costas de esas isletas. No es infrecuente que, como en casi todas las costas del Caribe Mexicano, las playas de esos islotes y cayos cercanos a Punta Allen amanezcan sembradas con tabiques de cocaína; y hay que recordar que, al magnate de marras, un famoso periódico yucateco lo señaló como narcotraficante. Lo cierto es que, a Punta Pájaros han acudido ahí de vacaciones presidentes de la República en tiempos del neoliberalismo, como Zedillo y Vicente Fox. 

Es característico de las islas e islotes del Caribe mexicano, que algunas de ellas tengan dueño, como la de Punta Pájaros; otras lo han perdido, como la isla Tizipal, que hace una década, la SCJN le quitó los derechos de propiedad sobre ella a otro magnate de la radio en el azul turquesa caribeño, Gastón Alegre. A nadie le pasa de largo la forma cómo describían a un “tatich” de Cozumel, que vigilaba “su isla” saboreando su café y sin la necesidad de comprarla, pues le bastó con su prole monopolizar a la política del estado.

Hay tantas historias de las islas, islotes, cayos, puntas, bajos y demás pedazos de tierra rodeados de mar que sirven como “cordilleras” marinas a la Península de Yucatán. En 1886, el obispo Crescencio Carrillo y Ancona escribió unos apuntes sobre las islas de la Península. Transcribo:

“Las dichas Islas pueden llegar á cuarenta o más, aunque determinándose comúnmente las más considerables, sólo se enumeran como unas veinte y ocho…se ve que la Península está verdaderamente circunvalada en toda la vasta extensión de tres de sus costados, de una cordillera de islas y de islotes, añadiendo el interés geográfico de ellas, el de la historia y la arqueología, por las ruinas de la antigüedad americana que en las mismas, lo propio que en el continente de la Península, se descubre casi paso a paso”.

Una de esas islas del encanto al sur de Quintana Roo, es Cayo Culebra, que se encuentra en la reserva de la biosfera de Sian Ka’an. El 22 de noviembre de 2008, Noticaribe subió a su plataforma digital una descripción pormenorizada de dicho cayo, es decir, de su geografía, cambiada a lo largo del siglo XX: tal vez al principio de ese siglo Cayo Culebras era un “islote” (más grande que un cayo) de más de 4 kilómetros donde podía vivir una sociedad de pescadores, y que por efectos de la naturaleza y del hombre, fue modificado. Cayo Culebra, antes de la llegada de los repobladores una vez amainado la Guerra de Castas, estaba tupido de árboles nativos como el chechén y los manglares. Tiempo después, tal vez en la década de 1940, una familia de copreros de apellido Moguel arrasó con los árboles nativos para sembrar a Cayo Culebras con cocales para la copra. Como consecuencia, los huracanes como el Janet, en 1955, y otros más acabaron con los árboles invasores, dividieron el islote en tres partes (Cayo Culebra, Cayo Centro y Cayo Valencia), hicieron que las aguas marinas ganasen terreno, y, actualmente, es imposible que los humanos habiten ese lejano paraje: el agua, la superficie pantanosa y los manglares, lo hacen inhabitable más que para cormoranes, pelícanos, pájaros bobos y fragatas. 

En la descripción más reciente de Cayo Culebras, se lee que la zona núcleo presenta “afluencia turística elevada, tránsito intenso de lanchas, y uso intensivo por parte de los pescadores de langosta”. Desde 1963, es una isla “virgen” (si obviamos su pasado coprero) que anda en busca de comprador: lo han valuado en la friolera cantidad de 55 millones de dólares. Uno de sus últimos dueños, un tal Domingo, fue un español con una imaginación macondiana: quería convertir a Cayo Culebras en un centro turístico antes que existiera el turismo en Quintana Roo, quería levantar bungalows en la mar, construir pistas de aterrizaje, comprarse un hidroavión y habitar con mesalinas de todos los continentes a Cayo Culebras, para convertirla en “un prostíbulo exclusivo para ricos”, una pequeña Cuba antes del triunfo de la Revolución. Nada se hizo.

Pero antes de ser un cayo comido por los pantanos y los manglares, antes de ser un rancho coprero perdido en el Caribe mexican, Cayo Culebras fue, a principios del siglo XX, el último lugar de confinamiento de algunos zapatistas del estado de Morelos que combatían a la dictadura Huertista.

 

II Los exilios que no se cuentan

El 30 de agosto pasado, el diario digital La Crónica, nos hizo saber de un importante hallazgo efectuado por una investigadora meridana, Ana E. Cervera Molina: un contrato del año de 1900 entre el ministro de Fomento y Colonización del gobierno de Porfirio Díaz y Manuel Arrigunaga y Gutiérrez, representante legal de María y Joaquín Peón, miembros de la Casta Divina. Era un contrato para traer yaquis a los henequenales de la Península. Cervera Molina había encontrado una prueba documental de la esclavitud que vio John Kenneth Turner, Arnold y Frost y tantos otros viajeros que conocieron la crudeza de la explotación a los mayas, yaquis y coreanos en las haciendas de Yucatán. Apunto la nota: “El lenguaje que utiliza el documento, aunque matizado en un tinte de reforma laboral, deja ver claramente un contrato de esclavitud: ninguno de los enlistados decide viajar voluntariamente, se menciona que son prisioneros de guerra, y aunque se habla de una serie de prestaciones adquiribles por su trabajo en el henequén, las edades en que viajan y son considerados adultos es devastadora emocionalmente”. Niños, mujeres, hombres y ancianos, eran enviados al exilio después de las guerras de exterminio que Díaz había librado contra los yaquis en el norte del país, y que desde fines del siglo XIX comenzó a librar al oriente de la Península con los mayas.

Todos hemos sabido por medio de trabajos de la historia de la revolución y el Porfiriato en Yucatán, de las condiciones infrahumanas que tenían los peones -mayas, coreanos, yaquis, huastecos y tantos otros- en las haciendas henequeneras; pero no habíamos contado con un documento donde se compruebe con fehaciencia la esclavitud y el sistema racista donde se encaramaba la riqueza de los reyezuelos del henequén. Hay una gruesa recopilación de historia oral que habla de “los tiempos de la esclavitud”. Hemos sabido, además, por el gran Kenneth Turner (tan despreciado por los “revisionistas” de derecha), la forma en que cómo vivían los mayas en las haciendas henequeneras. Pero comparados con aquellos, los yaquis, cuya historia de destierro, sobrevivencia y resistencia en Yucatán lo ha escrito con maestría Raquel Padilla Ramos en Los irredentos parias (recientemente, en el 2013 Paco Ignacio Taibo II dio también a la estampa un ameno libro sobre la historia de los yaquis), tal vez eran los que sufrían las peores condiciones por su condición de desterrados de su patria, de su río y de su geografía. Turner fue exacto en esto:

 

“Entre los esclavos de Yucatán hay diez mayas por cada yaqui; pero la historia de los yaquis es la que más me llamó la atención. Los mayas mueren en su propia tierra, entre su propio pueblo, pero los yaquis son desterrados; estos mueren en tierra extraña y mueren más aprisa y solos, lejos de sus familiares, puesto que todas las familias yaquis enviadas a Yucatán son desintegradas en el camino: los maridos son separados de las mujeres y los niños arrancados de los pechos de las madres”.

Morir en tierra extraña tal vez sea lo peor que le pueda suceder a un grupo socio étnico arraigado a sus horizontes, a sus paisajes y a la tierra, el valle del Yaqui, donde descansan sus ancestros.

La historia de despojo y destierro no era reciente: los mayas de Yucatán, en la medianía del siglo XIX, fueron desterrados a Cuba por el estado regional que buscaba detener la rebelión indígena iniciada en 1847 y que sólo culminaría hasta bien entrado el siglo XX. Y Díaz, el dictador, no sólo desterró a yaquis a Yucatán, también envió a mayas y mestizos descontentos con las políticas de deslinde de tierras, a combatir a los mismos yaquis.

Pero hay otra historia de destierro y de muerte en tierra extraña, pocas veces contada, esa es la historia de los zapatistas que se levantaron con el grito de Ayala para defender sus tierras, y que, como consecuencia, muchos fueron deportados a una tierra extraña, a una selva enajenante donde sirvieron de “operarios” tanto con Díaz como con Huerta. Esa tierra era el Territorio de Quintana Roo.

Durante el Porfiriato tardío (1900-1911), el Territorio de Quintana Roo, recién ocupado militarmente en 1901 con la entrada de Ignacio Bravo al viejo santuario rebelde de Santa Cruz, se caracterizó, escribía Turner, “como una de las Siberias de México”, “porque allí se ha llevado, en calidad de soldados presos, a millares de sospechosos políticos y agitadores obreros”. “Soldados presos” que tenían que hacerle frente  no sólo a los “cortadillos” (balas hechas con cables telegráficos) de los mayas, sino a las peores condiciones ambientales, insalubres, de un Territorio donde no existían caminos, donde la economía era solo movida por unos cuantos buhoneros “otomanos”, donde la malaria y otras enfermedades tropicales hacían estragos en unos soldados-presos a los cuales Bravo les racionalizaba la comida.

En agosto de 1911, La Revista de Mérida contaba del “grave problema nacional que afecta directamente a Yucatán”, y ese problema era la situación precaria del Territorio de Quintana Roo donde la guerra de castas aún no había finalizado: constantemente los mayas rebeldes daban muerte a esos soldados-presos, a esos operarios, “en las soledades de la selva” en medio de angostas veredas, en esos “bosques espesos que en la época de las aguas forman un impenetrable velo verde á través del cual no se ve lo que pasa ni á media vara de distancia”. Sin vías de comunicación más que la marítima (y la vía marítima era “larga, costosa y difícil”), sólo despunta a duras penas Payo Obispo en el sur, y Santa Cruz de Bravo era un cuartel militar a lo mucho. En esas difíciles condiciones, y en esos distantes parajes selváticos, muchos disidentes del régimen porfirista fueron a dar con sus huesos: Quintana Roo se convirtió en la tumba de tantos.

La primera ocasión que supe de los desterrados zapatistas a tierras quintanarroenses, fue leyendo el libro clásico de John Womack: Zapata y la Revolución mexicana. En su voluminoso estudio sobre la Revolución mexicana, Alan Knight, que hizo una pormenorizada pesquisa bibliográfica estado por estado, refiere en siete ocasiones los desplazamientos forzados de yaquis y zapatistas a la Península de Yucatán y el Territorio de Quintana Roo. Actualmente, los estudios zapatistas, no tocan a profundidad el exilio a que fueron condenados los zapatistas durante la Revolución (ni Francisco Pineda Gómez y su magnífica tetralogía, ni los estudiosos del zapatismo que están representados en el Tomo VII de la Historia de Morelos, tocan a profundidad el exilio zapatista, lo que me refrenda de que la historia del zapatismo está demasiado acotada por los márgenes estatales). No hay descripción del camino del exilio a que fueron condenados los zapatistas, como sí la hay la de los yaquis, comentado por Turner y pormenorizado por Raquel Padilla Ramos en Los irredentos parias.  Por su parte, los estudios regionales en Quintana Roo, tocan como un caso curioso los tiempos en que el Territorio era una colonia penal de la dictadura porfirista. Años después, revisando documentos de la época, di con una serie de documentos hemerográficos que refrendaban lo dicho por Gabriel Menéndez en 1936: el hecho de que Quintana Roo, durante el Porfiriato tardío, se había vuelto en una colonia penal, una tierra del exilio a lo que muy pocos desafectos del régimen porfiriano regresaron. El Cuerpo de Operarios, a cargo del “pacificador de los mayas”, Bravo, no era más que un:

“[…] Instituto de Relegación, fue engrosado año tras año con diputados, sacerdotes, políticos, periodistas, comerciantes y, posteriormente, con familias enteras de zapatistas, todos desafectos al régimen del general Díaz, enviados al ‘destierro’ o, con desalmados criminales perfectamente clasificados en otros presidios del país, a quienes era necesario imponer más fuerte y eficaz ‘correctivo’”.

¿Cómo vivieron en las lejanas tierras del trópico quintanarroense, cuáles fueron sus condiciones de vida de aquellos zapatistas del estado de Morelos? Tenemos una dispersión de fuentes que apenas estamos trabajando en los registros hemerográficos meridanos. Creo que es oportuno revisar también los registros castrenses y hasta los archivos de Díaz que se encuentran en la Universidad Iberoamericana, para engrosar los datos.  En un próximo artículo responderé a estas últimas preguntas formuladas, ¿cómo vivían los zapatistas en estas tierras extrañas de Quintana Roo?

 

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