La estrategia del narco para mantener su impunidad y privilegios ha sido siempre el uso de políticos que, en cargos de poder, culpan, debilitan y restan legitimidad a las autoridades que enfrentan a estos criminales.
Esa fue una práctica común del Cártel de Medellín. En sus primeros discursos al incursionar en política el narcotraficante colombiano Pablo Escobar acusaba a las autoridades de ineficientes, corruptas y ligadas al crimen organizado. Contaba ya con el respaldo de una gran parte de la población que no había sido atendida por el clientelismo político que dotaba a los más marginados de vivienda, trabajo y servicios; también de medios de comunicación que habían sido excluidos del presupuesto público y de políticos de oficio que habían recibido dinero del narco para financiar sus campañas y llegar a puestos de elección.
El objetivo de Escobar era incidir directamente en la política de Colombia para evitar estrategias o leyes, como la de extradición a Estados Unidos. Empezó por señalar como culpables a las autoridades en lugar de condenar a los grupos criminales que después arreciarían la guerra contra el Estado (debilitado ya ante la sociedad) cometiendo los crímenes más atroces para imponerse sembrando el terror con desapariciones y cuerpos mutilados que tenían como efecto hacer que la misma población se sintiera completamente desprotegida y a merced del narco.
La historia es clara. Los pactos de políticos y sus voceros con criminales terminan por ponerlos al servicio del narco para debilitar a las autoridades, fortalecer a los delincuentes, convertir a los ciudadanos en rehenes y controlar bajo el terror a gobiernos y en general, a toda la sociedad.