El cuatro de octubre pasado, con bombo y platillo, la secretaria de cultura Federal, Alejandra Fraustro, otorgó en el pueblo de Tihosuco el documento con el que el gobierno federal declara Zona de Monumentos a Tihosuco. A ese pueblo se dieron cita autoridades de los tres niveles de gobierno, así como algunos personajes pintorescos de la profesionalidad “maya” Xcaret-izada. Se erigieron discursos al cielo límpido y azulino de Tihosuco, plagados, por supuesto, de lugares comunes e inexactitudes históricas forzadas por una muy personal manera de ver a su pueblo como “centro del mundo”, como “nueva esperanza turística” en ascenso; hubo mucho entusiasmo por parte hasta de los mismos habitantes. Una mujer de la comunidad, entrevistada para un periódico local, dijo que “para mí está bien que vengan más turistas, que haya más trabajo para la gente, porque aquí todos son pobres. Hoy nos entregan el papel para que este pueblo sea más grande y tenga más trabajo para toda la gente”. Es decir, por un papel, por una declaración oficial, repleta esa aserción de pensamiento mágico más que de deducción razonada, Tihosuco pasará al “desarrollo económico, religioso y cultural”, como dijera un exdiputado local de ese pueblo, apenas en marzo pasado.
Sin duda, la declaración de Tihosuco como Zona de Monumentos, es entendida tanto por las clases populares, como por las élites económicas y políticas de este estado (al rato, sin duda, vendrá Xcaret a plantarse por estos andurriales para ponerle una X conquistadora a don Jacinto, como lo ha estado haciendo en la cercana Valladolid), como un elemento indispensable para reforzar el turismo en la zona centro de Quintana Roo, donde la cultura, la historia de la Guerra de Castas inventada y teatralizada desde el “enfoque turístico” (existe hasta una “Ruta de la Guerra de Castas” en Chunhuhub, Dzulá, Tepich, Tihosuco, Sabán y Sacalaca que no genera aún gran movilidad de turistas), así como las costumbres gastronómicas de las “experiencias mayas”, sirva como atractivo para las avideces culturales de un turista hastiado del azul turquesa del Caribe Mexicano con olor a pólvora. La declaración, a ojos de estas élites regionales, “representa un nuevo producto turístico para que más visitantes conozcan las tradiciones que nos dan identidad y orgullo quintanarroenses y, además, genere más empleos para la gente de Tihosuco”.
Preservar los monumentos arquitectónicos de la sociedad criolla yucateca en el oriente de la Península
Pero si analizamos bien el Decreto de Creación, resulta que lo que se busca con esto es preservar, en un rango de 0.331 km2, los monumentos arquitectónicos creados, en tiempos de la Colonia y de la primera mitad del siglo XIX, por una sociedad criolla colonial y neocolonial; es decir, no se trata precisamente, de monumentos de origen maya o realizados por una sociedad maya que para ese entonces se encontraban, como ahora, en una subordinación como producto de las divisiones étnicas y de clase de la sociedad regional; entendiendo que Tihosuco fue durante un tiempo cabecera de partido y una sociedad altamente competitiva durante la primera mitad del siglo XIX, con élites criollas como el poeta romántico Wenceslao Alpuche y Gorocica, y hasta el muy amestizado Jacinto Pat; el Tihosuco de antes de 1847, fue una sociedad mestiza, sin duda alguna. Estos monumentos (como la iglesia derruida en 1866 por las huestes de Crescencio Poot, como la magnífica construcción donde se encuentra el Museo de la Guerra de Castas), son “un elocuente testimonio de su excepcional valor para la historia social, política y artística de México”. Y dice más de lo que revela el Decreto: “Que es de utilidad pública la investigación, protección, conservación y recuperación de los monumentos y zonas de monumentos históricos que integran el patrimonio cultural de la nación, por lo que se debe preservar el legado que existe en la zona conocida como Tihosuco”.
Un legado, habría que decir, de barbarie, toda vez que mucho del primer acorde capitalista en la zona sur y oriente de la Península (la expansión de la caña de azúcar a costa de las milpas de los mayas), ocurrido a fines del XVIII y mediados del XIX, significó el blanqueamiento de zonas antes indígenas (región que va de Tekax, pasando por Peto y hasta Tihosuco), y, por supuesto, la construcción de casonas señoriales de respetables barones del azúcar, como lo que representa el legado de monumentos que ahora, por disposición oficial, se preserva en Tihosuco. Walter Benjamin, el profeta de la historia, era de la idea de que no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo un documento de barbarie.
Se preserva, para memoria futura, las casonas de los barones del azúcar oriental, pues todos sabemos que no podemos dejar en la incuria de los nativos y su cotidianidad, la prueba material de que hasta aquí triunfó la sociedad colonial, domeñando a la salvaje geografía tropical y a los mayas. A los nuevos mayas actuales, el INAH tendrá que “enseñarles”, como dice el artículo 4 de la Declaratoria, “programas educativos y de divulgación” que estimule a la población la importancia del significado de estos monumentos. Se preserva el pasado colonial y que a ojos de los descendientes de los mayas que en la década de 1930 repoblaron el Tihosuco extraviado dentro de la selva feraz desde que don Crescencio sitiara al pueblo para acabar con la memoria de los descendientes de conquistadores; significa “un orgullo” porque con el papelito que se dio el día 4 de octubre, ese pueblo será “más grande”. Para las élites políticas regionales, la zona de monumentos históricos, legado de los descendientes de conquistadores, permite tener “pueblos mayas vivientes, dignatarios y sacerdotes que nos dan identidad, que nos dan fortaleza cultural y tradición”. Una “fortaleza cultural” y “tradición”, hay que decir, inventada, recreada y promovida para el turista conquistador. Es decir, todo esto tiene que ver también con la galopante Xcaret-ización tropical, que modifica la historia a su antojo: ¿cómo unos monumentos de barbarie significarán la fortaleza de los “pueblos mayas vivientes”?
Pero somos muy pocos los que nos preguntamos, y después de la Declaratoria de Zona de Monumentos, ¿qué sigue? Hay algunos que ven en esa mezcla de inexactitudes históricas (la idea errada de creer que Tihosuco fue “cuna de la Guerra de Castas” es una ideología de ignorantes xcaretizados de la historia regional), en esa complacencia de algunos “nativos” ante los decretos externos, como la historia de unos “mayas ts’ules de Ho’tzuk cómplices con los blancos Colonialistas” (Gregorio Vázquez Canché dixit). La pregunta no es ingenua: Y después de la declaratoria de Zona de Monumentos a Tihosuco, ¿qué sigue?, ¿y después de los discursos “poderosos” del 4 de octubre donde se habló de la sabiduría de un pueblo postrado por el capital turístico y las imposiciones estatales, qué sigue?, ¿qué es lo que sigue?, ¿siguen, migajas de por medio a la población nativa, la construcción museística de un pueblo para el consumo turístico, o la puesta en marcha de políticas públicas urgentes para cerrar brechas económicas, sociales, políticas y educativas no sólo de Tihosuco sino de toda la “Zona maya”?, ¿qué es lo que diablos sigue?
Yo respondo de dos formas siguientes: primero, con la frase lapidaria que se encuentra en un mural de la Casa de Cultura de Felipe Carrillo Puerto: “La zona maya no es un museo etnográfico, es un pueblo en marcha”. Segundo, refiero una anécdota recogida en Tihosuco: cuando llegaron los primeros repobladores a principios de 1930, muchos de estos hombres y mujeres, mayas de los alrededores de Dzitnup y de otros pueblos del oriente yucateco, no quisieron vivir en las casonas de los antiguos amos, consideraban que estaban llenas de mal aire y que, si pernoctaran ahí, iban a poner en peligro sus vidas.