En Yucatán, como en la historia universal de Macondo, hubo una guerra que duró 54 años, lapso de tiempo en el que cabrían más de mil guerras de mil días. Caudillos cuyo único motivo era hacer la guerra a Mérida y tomar el poder (los golpes de estado, los motines, las asonadas y rebeliones militares fueron la peste en Yucatán y en todo México durante casi tres cuartos del siglo XIX) habían llegado en el otoño de su vida al poder con la única consigna de terminar esa “guerra de mil días” ocasionada, entre otros motivos, por las ansias de poder de los militarotes yucatecos.

Casi niño, el General Francisco Cantón Rosado, señalado por Joseph y Wells como una especie de Aureliano Buendía de la Península, fue arrancado del hogar para batirse en los muros de Valladolid para defender su ciudad de las amenazas del “bárbaro”, “distinguiéndose en diversas acciones por su valor y denuedo nunca desmentidos”; y ya en el poder a partir de 1898, endrogaría las arcas de Yucatán para mandar a sus guardias nacionales –tomados por la leva en los pueblos- para secundar a otro general, Ignacio Bravo, también en el otoño de su vida-, para la pacificación final de todos sus afanes a lo largo de su vida: la Guerra de Castas de Yucatán.

Cantón, lo han señalado sus detractores, fue defensor y representante del Segundo Imperio Mexicano, y en las guerras que Maximiliano llevaría a cabo para la pacificación de los de Santa Cruz, participó activamente en la campaña oriental. De las batallas contra los cruzoob en 1866, se recuerda su derrota estrepitosa en las trincheras de Majas a manos de las huestes rebeldes, y esta derrota fue significativa pues aislaría a las tropas que otro vallisoletano y también futuro gobernador de Yucatán, Daniel Traconis, había dispuesto en Tihosuco: sin la ayuda en vituallas, parque y hombres de Cantón a Traconis, el sitio de Tihosuco tendría como consecuencias la pérdida de esa atalaya militar cercana al territorio cruzoob, que sería presa del dominio de la selva por más de sesenta años.

No obstante ser un militar que tuvo más victorias en el campo político que en el de batalla (a Cantón lo llamaban “el héroe de mil batallas perdidas”), una poetisa de la Casta Divina de aquella época decimonónica, le dedicó el poema “A los héroes de Chichimilá” (aparecido en un número de La Siempreviva, una revista quincenal de principios de la década de 1870) por batirse en contra de los mayas rebeldes que en esa década candente en varias ocasiones asaltaron la frontera del sur y del oriente (partidos de Peto, Sotuta y Valladolid) de Yucatán. Cantón, hay que recalcar, pertenecía a una ciudad, Valladolid, que hacía gala de sus orígenes patricios; una ciudad que a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX se convertiría en un “Partido de Guerra” (bautizado así por el gran guerracastólogo, Terry Rugeley). De Valladolid saldrían para la gubernatura de Yucatán esclavistas como Agustín Acereto; así como generales imperialistas como don Pancho Cantón, Felipe Navarrete y Daniel Traconis.

Una vez caído el Segundo Imperio, este militar conservador entró en una especie de limbo, no obstante que, siendo uno de los más entusiastas del Segundo Imperio, intentaría una última batalla para la defensa de su causa. Todos saben que, a finales de la primavera del año de 1867, el coronel Manuel Cepeda Peraza, se convirtió en el libertador de Yucatán de las fuerzas oscurantistas de la clase retrógrada, católica e imperialista, entrando a Mérida y enarbolando la bandera republicana. Como dijimos, el para ese entonces coronel Cantón, a finales del año, en noviembre, junto con Marcelino Villafaña, coroneles que se hallaban exiliados en La Habana, presionaron para que el timón del Estado pasara temporalmente al mando de la reacción imperialista, pero en enero de 1868 el poder volvió a los liberales de la República restaurada. Orosa Díaz, en su libro sobre la historia de Yucatán, dice que derrotado el coronelazo en febrero de 1868 en Izamal, fue a guarecerse a las selvas orientales de la Península, perdiéndose de sus enemigos liberales, que le seguían los pasos.

La suerte le cambió a Cantón años después, pues apoyando a la Revolución Tuxtepecana (1876) con el que el general oaxaqueño, Porfirio Díaz, llegó al poder, comenzaría un ascenso político que nunca logró consolidar en los campos de batalla. Varias veces el dictador Díaz lo hizo diputado y Cantón se convirtió en un empresario de polendas bajo la sombra de la larga dictadura porfiriana. Este derecho de picaporte que tenía con el gobierno federal, le hizo conseguir en 1880 la autorización para la construcción de la vía férrea Mérida-Valladolid, que solo se inauguraría hasta 1906, y su ramal, Tizimín, en 1913. La vía férrea Mérida-Valladolid, podría decirse que fue el primer proyecto de vida del general vallisoletano, un proyecto que fue anfractuoso para el general en el último tramo de su terminación.

Su proyecto más importante, y por el que juró vencer desde que era niño de teta, fue el fin del levantamiento indígena, la Guerra de Castas por la cual había tenido muchos descalabros y trajines el general. En una parte de un trabajo mío, apunté lo siguiente:

Además, en 1898 llegaría al poder en Yucatán un general de más de 60 años, nativo de la ciudad oriental de Valladolid, que había formado parte, como casi todas las élites yucatecas, de los adictos al Segundo Imperio pero que, por azares del destino, secundó casi al final la Revolución de Tuxtepec con que Díaz llegó al poder: el general Francisco Cantón. El motivo principal de la administración del carismático “Pancho” Cantón lo expuso claramente en los siguientes términos, cuando aceptó el nombramiento como candidato del Gran Club Liberal, en agosto de 1897. Cantón tenía el deseo de “cooperar con todas mis fuerzas a los nobles propósitos del Sr. Presidente de la República de terminar para siempre la luctuosa guerra de castas que hace ya cincuenta años embarga la prosperidad del Estado en las ricas regiones del Sur y del Oriente”; un anhelo que Pancho Cantón había consagrado toda su juventud (Gilberto Avilez, Paisajes rurales de los hombres de las fronteras Tesis Doctoral, 2015).

Cantón no escatimaría esfuerzos para favorecer la victoria de esta empresa de vida de las élites yucatecas. Endrogando las arcas estatales, no se contuvo con eso y enviaría, al lado de los batallones porfirianos entrenados para la guerra al “indio rebelde”, a las guardias nacionales yucatecas (hombres, mozalbetes y hasta viejos agarrados de leva en los pueblos), que, si bien se aprestaban para la guerra, tenían funciones específicas, y una de estas fue la apertura de un camino de Peto hasta Santa Cruz de Bravo donde cruzarían los batallones porfirianos.

Una vez que el general Bravo le informó a Cantón el 4 de mayo de 1901, vía los cables telegráficos que había sembrado en el camino que desde Peto se abrió hacia Santa Cruz, que “Hoy a las siete am., he ocupado esta histórica plaza, capital de los rebeldes”; el gobernador Francisco Cantón decretó el 6 de mayo que se levante, “en el lugar más adecuado del nuevo paseo ‘Montejo’ de esta capital, una estatua del C. General Porfirio Díaz, actual presidente de la República” (que nunca se erigió), y le otorgó a Bravo la ciudadanía yucateca.

Pero de esa victoria pírrica y de esa “pacificación rebelde”, algo que no previó el viejo General vallisoletano que, contrario a los “científicos” yucatecos (el clan de Olegario Molina Solís, los hijos de Sierra O’Relly, Justo y Manuel Sierra Méndez) que estaban interesados en la riqueza forestal del oriente peninsular, fue que Díaz ya tenía en planes seccionar la parte oriental de la Península, no dejando el nuevo territorio recién conquistado, bajo jurisdicción de los yucatecos. El 4 de noviembre de 1901, el ministro de Gobernación porfiriano, D. Manuel González Cosío, presentó a la Cámara de Diputados la iniciativa de erección del Territorio de Quintana Roo, “formado con la extensa y boscosa región oriental de Yucatán”. El disgusto de los yucatecos, del pueblo llano y de intelectuales cercanos a Cantón no se hicieron esperar. ¿Cómo tomó el general la erección eminente de un Territorio bajo dominio de la federación el oriente peninsular? Dos autores estudiosos de ese periodo, apuntan lo siguiente:

El asunto de Quintana Roo debió ser una sorpresa muy poco grata para Cantón. Tras medio siglo de derramamiento de sangre yucateca, en un momento en que el estado por fin tenía la oportunidad de desarrollarse internamente, la selva debía ser convertida en una reserva federal. El General se había pasado casi 20 años de su vida construyendo una línea de ferrocarriles entre Mérida y Valladolid, esperando devolver a su región natal la prosperidad de otros días. El éxito de esta empresa –dirigida y administrada por sus familiares, por supuesto- dependía en gran medida de la explotación de la selva (Allen Wells y Gilbert M. Joseph. Verano del descontento, épocas de trastorno. Élites políticas e insurgencia rural en Yucatán, 1876-1915. 2011. Mérida. Ediciones de la Universidad de Yucatán, p. 96).

Cantón se sintió traicionado con la creación del nuevo Territorio de Quintana Roo, aunque se limitó a sugerir al presidente una nueva frontera para el nuevo territorio, que arrancaría haciendo intersección en el vértice del ángulo lindero entre Campeche y Yucatán, para dirigirse a Tulum y así salvar algo de terreno fértil y tropical del norte de Quintana Roo para Yucatán, pues había la existencia, en el norte, de empresas forestales con capital yucateco. Con un ruego a la esfinge tuxtepecana, Cantón deseó que el dictador entrara en razones: “Reconozco que Yucatán no puede por sí solo, como no ha podido en más de medio siglo, recuperar, pacificar y conservar, ni menos colonizar y fomentar la comarca sudoriental…Creo firmemente que sólo la Nación está en condiciones de obtener esos beneficios… Se impone la conveniencia de erigirla en Territorio federal” (Enciclopedia yucatanense, p. 346).

Los últimos años de vida del general vallisoletano, una vez terminado su gobierno en 1902, fue el de terminar su majestuosa residencia en el Paseo de Montejo. Cantón es el reflejo de la prosperidad de las élites henequeneras, obsesionadas en construir una ciudad de palacios con el toque francés a costa de la explotación de los mayas (y yaquis, coreanos y hasta presos políticos porfiristas) y la guerra a los que eran presa los cruzoob. En 1904 había iniciado los trabajos de su palacio, que sería conocido desde entonces como el Palacio Cantón. Este palacio, ha señalado uno de sus biógrafos recientes, “constituyó durante los últimos años de su vida su proyecto personal más importante, vendió en millón y medio de pesos su empresa ferrocarrilera a la Sociedad formada por Carlos Peón, José Palomeque y Pedro Peón Contreras y destinó dicho fondo a la conclusión del palacio”. (Carlo Pérez y Pérez. “General Francisco Cantón Rosado: ¿héroe o villano?”. Por Esto!, 2 de mayo de 2019).

Al inicio de la Revolución mexicana, y como consecuencia de “la primera chispa de la revolución en Yucatán” dado en Valladolid meses antes del 20 de noviembre de 1910, Porfirio Díaz mandó a llamar a su viejo general y Cantón y su familia radicarían dos años en la capital, donde serían testigos del comienzo de la caída del Antiguo Régimen. El general regresaría a Mérida a vivir sus últimos años contemplando desde un balcón de su palacio los años tan vertiginosos de la Revolución en Yucatán: la llegada de Alvarado y los barruntos de un despertar político de las masas campesinas a cuyos abuelos Cantón había hecho la guerra. Moriría en 1917 a la edad de 84 años.

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