Este constante estado nauseabundo me susurra que esto no es Roma.

Primera vez: medio rostro. Una mitad que me resultó suficiente para intrigarme. Hice un par de preguntas intentando que volteara completamente, pero no lo logré. Debí detenerme en ese momento, pero la incógnita de aquellas facciones se aferraron a mi mente y no la solté hasta más tarde, cuando comenzó a

a r d e r

y a chispear.

No era Roma, pero éramos compañeros de clases, de esos que sólo se hablan cuando suena una campana o se oye la voz que indica que podemos retirarnos y ser libres para comenzar los siguientes encuentros, ya a miradas completas, coincidencias perversamente planeadas para reunirnos en aquella calle céntrica y caminar juntos hasta que uno decía

-Yo me quedo aquí-

mientras veía al otro hacerse chiquito a cada paso que daba.

Nuestra conversación era torpe, muy torpe: él tenía el cabello largo, una actitud traviesa y una mente indomable. Yo, el cabello negro, una mirada melancólica y la mente insaciable. No estábamos de acuerdo en nada y eso nos producía una tensa y sensible curiosidad, como si se tratara de dos especies diferentes hablando distintos lenguajes que incitaban a largas carcajadas.

Cada día nuestra compañía aumentaba una calle más, hasta que, por fin, entre la inocencia y la provocación, lo invité a mi casa, específicamente a mi cuarto.

Nos miramos,

nerviosos y primerizos,

y nos abrazamos.

En ese momento él proclamó el inicio de una gran amistad.

Amistad que insólita acepté, al mismo tiempo que aceptaba los cigarrillos para calmar la ansiedad, el café que me hacía preguntarme cada noche -por qué- y las náuseas que sentí cuando supe que estaba enamorado de alguien más.

Los días pasaban y las calles que caminábamos juntos se hacían más cortas.

Menos una.

Menos dos.

Menos tres.

Menos ninguna.

Hoy no voy, hay sol y quiero tomar transporte- le dije.

Él insistía en acompañarme y yo sin nada más que amabilidad, cariño y el corazón un poco quejumbroso, no me quedaba otra opción más que agradecerle y negarme.

Como amigos nos diluimos. Algunas veces nos buscábamos, pero casi siempre nos manteníamos escondidos y dispersos.

Alguna vez, después de cuatro años, nos volvimos a mirar.

Nos regalamos una mirada que duró poco menos de diez minutos sin pronunciar ningún argumento en voz alta, aunque yo por dentro le decía todo una y otra vez.

Estoy segura que de alguna forma él supo escucharme, lo vi en sus ojos cuando se llenaron de lágrimas, al igual que los míos. Procedí a decirle una última palabra, la única que llegó a mi cabeza en ese instante:

nunca.

Y él, como era de esperarse, me respondió a nuestra manera:

siempre.

No supe cuál era la pregunta que habitaba en cada uno cuando dijimos ese conjunto ambiguo de letras, pero preferí dejar la ventana abierta a las eternas interpretaciones.

Un palpitar me susurra que eso no era Roma, pero estuvimos cerca. Quizás nos faltó un mapa, una decisión o un tiempo paralelo, pero sonrío ahora que entiendo que en los caminos y en el amor existen una cantidad infinita de posibilidades que no germinan pero que tampoco las exime de su existencia.

 

 


Anna Díaz

1996. Originaria de Campeche, comenzó su formación actoral en el centro cultural El Claustro siendo parte de la generación 2014- 2016, posteriormente ingresó a la licenciatura en teatro de la Escuela Superior de Artes de Yucatán 2016-2020. Se ha involucrado en diversos talleres de voz, actuación, performance, dirección, dramaturgia, mimo, teatro-danza y artes circenses; con maestros como Tania González Jordán, Aladino R. Blanca, Guillermo Heras, Gregorio Amicuzi, Viviana Bovino, Katnira Bello, Alejandra Serrano, Mauricio Pimentel, Marissa Chibas, entre otros.

Asistió al XII Encuentro Internacional de Escuelas Superiores de Teatro realizado en la Ciudad de México en el 2018, representando a la ESAY con la obra “En la furia del viento” dirigida por Miguel Ángel Canto con dramaturgia de Conchi León. En el 2019 participó en el largometraje “Del manantial del corazón” de Conchi León, dirigido por René Vargas. En la actualidad colabora artísticamente en las obras “Los perros” y “Ecuación matemática” bajo la dirección de David Hurtado y “La maldición del anillo” a cargo de Raquel Araujo.

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