A los catorce años, Ramona se escondía en el baño para cortarse. Usaba el flamante filo de un sacapuntas marca “Baco” que había pisoteado encolerizada después de que Patricia, una amiga con la que había quedado para ir al cine un fin de semana, le confesó que aquel día había decidido salir con alguien más. Patricia le pidió perdón y Ramona se lo concedió, pero muy en el fondo se sintió traicionada, desplazada, como una bolsita de chicle arrastrándose en el patio de la escuela sin que nadie se inmutase por ello.

Pero tampoco eran tan banales sus tragedias privadas. Lo que pasa es que papá la había toqueteado con malicia una noche de verano y mamá se había enterado de eso. Pelearon, gritaron y se separaron. Ramona creía que era su culpa y decidió extinguir ese sentimiento ofreciendo su piel como un lienzo, donde cada corte, por más pequeñito que fuese, escribiera la palabra: “Perdónenme”. Se recriminaba en secreto: quizá debió dejar que el dedo de papá hurgara en ella un poco más, antes de abrir los ojos; quizá debió aguantarse el daño, como cuando se inflan los pulmones antes de aventarse al mar; pero no fue así y todo pasó como pasó.

Ramona se había convertido en una experta en el arte de cortar su carne. Aliviaba su dolor, o lo que ella decía que era dolor. Se metía al baño y, como sus muñecas eran de un blanco público, se propinaba unas cortaditas en la entrepierna. Le encantaba ver su sangre, sus problemas rojos deslizándose entre sus delgados vellos, hacia el piso. La punta helada que recorría su piel era un instrumento hipnótico, amigable, sincero.

Lo hacía en todos lados: en el supermercado, en la casa, en el confesionario de la iglesia, en su habitación y sobre todo en la escuela. Ahí, en el baño de niñas, había un cubículo destinado a aquella práctica: las niñas tenían que hacer fila para esperar su turno; disponían de dos minutos y medio para hacerlo. Ninguna se hablaba. Solamente se apoyaban entre sí con la mirada, aferrando entre sus dedos los objetos punzocortantes: bolígrafos secos, navajitas, cortaúñas, vidrios, corcholatas… Era una hermandad invisible. Las más cabronas, hasta organizaban competencias para ver quién se hacía la herida más profunda. Más allá de las narices de padres y maestros, no existía un horizonte en el que esa comunidad existiese. “Mi hija es excelente”, “mi hija no se queja”, “mi hija trajo puro diez a la casa”, “tú no tienes problemas”, “¿qué sabes tú de tristeza?”, decían campantes, con lenguas afiladas y resplandecientes.

Ni Ramona ni las otras niñas sabían que, en este mundo, los cuerpos humanos están vinculados a la vida de los pájaros: cada muslo de mujer tiene adentro el corazón de un ave. Ya sea por el calor, la irrigación de la sangre, la suavidad aérea que las caracteriza o por enigma de los astros. Es en serio, cada parte de nuestra anatomía resguarda ríos, montañas, ciudades, manadas de herbívoros, de carnívoros… Ligados como dos notas en el canto de un cisne, persona y planeta, comparten los mismos miedos y estertores.

El par de animalillos que le correspondía a Ramona estaba ya muy débil. Unos cortes más y les llegaría la muerte. Eran unos hermosos colibríes azules que habían visitado las flores de su patio desde que tenía cinco años y siempre los había observado con ternura: estuvieron ahí cuando aprendió a andar en bicicleta, cuando jugaba a girar hasta marearse o lavaba ropa, con mala cara.

Los había visto cada vez menos vigorosos, cada vez menos brillantes. No sabía por qué y no era algo que le importara, particularmente. Pensaba que envejecían, como todos a su alrededor.

Sucedió un día que Ramona vio a Jaime, el niño que le gustaba, besando la mejilla de Laura (cuyos pájaros eran unas intactas codornices). Eso fue suficiente para que su vida se redujera a cero. Llegó a su casa, se encerró en su cuarto. Se levantó la falda de la escuela y pensó que en su vida no había espacio para la felicidad y que nada era justo y que nadie la escuchaba y que su dolor era permanente como el cielo y saz se cortó un muslo y saz, el otro. Fueron cortes profundos y bellos.

Mientras olisqueaban los pétalos de una gardenia, el par de aves cayó muerto al instante. Ella lloró hasta quedarse dormida, sin importarle que su teléfono sonara a cada rato o que se perdiera su serie favorita.

Cuando Ramona se dio cuenta de que los colibríes ya no la visitaban, se entristeció aún más. Pensó que la habían abandonado, sin saber que ella era su asesina.

Cada vez hay menos aves en el cielo.

 


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