Recuerdo,
vuelvo a la infancia, los rizos negros caen en mi cara, tengo una taza en la mano y simulo tomar café, aunque en realidad sea chocomilk, y está él con su cigarro en la mano derecha y la taza humeante en la izquierda, veo su rostro, mueve sus labios, pero no sé qué me dice. No lo escucho. Lo importante es verlo, “sentir” su voz. Hace más de 10 años que se fue, pero está aquí, lo veo y lo siento.
El calor abrasa, no ése, el de mi Tabasco, en el que crecí, ni el del sol al mediodía en la playa o en Puyacatengo, ni el del café hirviendo, a como le gustaba, este calor es diferente…
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Ella es mucho más pequeña que yo, por eso me da miedo abrazarla fuerte. La extraño, llevo extrañándola mucho tiempo. Me odio por no haber ido a verla esas últimas veces que pude hacerlo, siempre decía que la siguiente vez, que podría tener más tiempo. ¡Ja! El tiempo… Veo su piel quemada por el sol, siento sus manitas, tan pequeñitas, tocándome el rostro, sus ojos claritos y las arrugas… Siento su amor, los latidos de su corazón, esos que estoy segura de que ya no volveré a sentir. Los siento cerca, aunque estemos a miles de kilómetros de distancia. Qué estúpida he sido…
Las lágrimas resbalan por mis mejillas como las cascadas en mi selva, ésa a la que ella pertenece, a la que ya no volví; salen de mi alma, no por el sentimiento del final inminente, sino por ser tan estúpida y no haber ido a verla cuando tuve la oportunidad y por no haberle dicho cuánto la amaba, porque sé que ya nunca podré tocar sus manos ásperas de tanto trabajo en el campo, porque sus ojos ya no me mirarán. Cierro los míos y todo se enrojece…
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Siento el movimiento de la camioneta. Voy recostada en el regazo de mi madre; volteo hacia arriba y ahí está ella, sosteniéndome con sus brazos negros, mirándome con sus ojos negros, sonriéndome, yo era feliz, ella era feliz. Es de noche, vamos en la carretera, ya casi llegamos al pueblito, vuelvo a dormir.
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Abro los ojos y a través de la ventana veo un cerro, unas casitas con techo de teja de barro, huele a café con leche bronca, a queso y a totopos. Corro al baño, lleno las cubetas con agua de la pileta -que, a su vez, viene del pozo- y me baño a jicarazos, deprisa, porque si no, se acaban el queso y la crema ácida, mi cosa favorita de Villa Comaltitlán.
Las lágrimas llegan a mis labios y esa sal me sabe a la mantequilla de la crema ácida, de la leche bronca; a pesar de todo, sonrío porque he sido feliz, la vida fue buena conmigo…
El ardor mella mi piel, como esas tardes de regreso de la playa o del río, cuando estorba la ropa porque duele la piel; aprieto los ojos, cada vez con más fuerza, como si al hacerlo las imágenes que se proyectan dentro se convertirán en una realidad.
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Vamos en esa camioneta, toda la familia -la de mi padre, claro- a un viaje al Caribe, ¡qué privilegios gozaba sin darme cuenta!
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Mi hermana y yo peleándonos por ir en la ventana, ella también quiere contemplar el paisaje, -¡papá, Diana no me deja ver!- Y entonces, -Diana, te vas para atrás-. Así que Diana se iba a la cajuela de la camioneta, con todas las maletas, sin aire acondicionado, sufriendo el calor de más de 35ºC, que ahora no soportaría. Me recuesto un poco y cierro los ojos otra vez.
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Me arden las plantas de los pies, es la arena de las aguas petroleras de mi Tabasco, en Paraíso, específicamente, que para nada es lo que dice su nombre; corro velozmente hacia las grises aguas del Golfo de México, salvajes e indómitas, nado hacia lo más profundo y mis ojos miopes apenas alcanzan a ver los destellos de la arena y del agua. Los ojos me arden, por la sal y el sol.
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El mar… Desde hace mucho cierro los ojos y veo el mar, azul, como esos ojos, fugaces, tiernos.
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Abro los ojos, ahí están ellos, el perro y el humano, nos abrazamos.
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Somos los tres y el resto, no me falta nada, solamente consumirme, lentamente, junto con ellos.