Pandemia: si le ponemos tono, hasta puede funcionar como nombre dizque francés para un negocio local y sería algo así como: pan d’ miá.

Es tonto, pero es el grado en el que he normalizado esta situación global, ésta que al parecer vino para quedarse.

No todo ha sido malo, he redescubierto en casa rincones que ya estaban oxidados. He atravesado ecos que han dejado de aturdirme. He adaptado poses extrañas y mi columna somnolienta a veces me dice: ¡ya, no mames!

Confirmo que mi ego sigue estando intacto, tanto que creo que una araña que vive aquí me reconoce. Vive en uno de los baños y puedo pasar junto a ella, imaginando que con su voz de insecto me da las buenas noches, ¡ah porque de día no sale la muy perra! Yo me bajo los calzones, me siento en la taza y le cuento cómo estuvo mi día. No hay mucho que contar.

Alarma. Puta. Apagarla. Regresar a la cama con la conciencia de falta de compromiso. La culpa me jala los pies. Preparo desayuno. A veces me baño antes si me da la gana y comienza la virtualidad que dura más de 12 horas. Y cuando decido no meterme a la ducha, experimento más de cinco olores en mi cuerpo; qué bello conocerme a través del olfato, a través de ese sentido que está más despierto, pues huelo a ras de piso y a gatas las ganas de encontrar mis ganas.

Se ha vuelto una rutina hacer soliloquios. A veces en voz alta, otras más, me callo porque mi resonancia de palabras en la frente me jode. Los monólogos los dejo para mis perros, esos tiernos altaneros que me siguen a los cuartos, la cocina, los baños, el comedor y a veces se tiran como una pequeña alfombrita debajo mis pies; acariciarlos reduce mi ansiedad diaria que me causa el deseo que esta mierda termine.

¿Cuál mierda de todas? –risas-.

Hace poco me atreví a salir a ir por unas cervezas a un lugar ¡que inconsciente soy mientras cientos de personas están en hospitales por una irresponsabilidad como la mía! ¿Qué puedo hacer? Hace ya siete meses que he respetado por completo el confinamiento y esto no para y no parará hasta que haya una vacuna y aunque exista, el virus seguirá ahí esperándonos apenas pasemos la puerta de nuestras casas.

Pero el virus no es todo, últimamente me agobia tanto: mi familia, en un estado vecino en donde paradójicamente no tienen agua potable porque están hasta el culo de agua. “Ya no cabe más agua”, dice mi mamá y de una forma poética, otra mujer en mi vida enuncia “Tabasco, siempre ha sido más agua que tierra”.

En Quintana Roo, a balazos resuelven las cosas y siguen diciendo que nosotras somos las putas locas. Que somos unas putas locas, dicen, unas putas locas.

Me miro al espejo y bailo llorando porque agradezco y me entristezco de ser una puta loca que puede ser asesinada en cualquier momento. Me pregunto cuántas miles de letras he vomitado en todo este tiempo.

Y así, he pasado esta pandemia, valorando el presente, llenando mis vacíos con lo que tengo en casa: salchichas, cacahuates, todo lo que no es sano, todo lo que no es sano y me voy a morir, ya lo sé.

He sobrevivido con las respectivas dosis de sexo necesarias… incluso hasta se nos han quitado las ganas por ocasiones, otras veces somos como lobos rabiosos en medio de un desierto desconocido.

La he pasado retratando el pasado y el futuro ya me toca los talones como vil villano de caricatura.

Hay más de cuatro paredes en casa, ¡hay más de cuatro paredes en casa!, no me retes, maldita pandemia.


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