Mandado cumplido | Por Rodrigo De la Serna (VII)

Un día cualquiera unas personas ingresan a realidades aparte en su propio mundo. Para algunos es insoportable, para otras sólo incomprensible; y hay quien vive lo imposible como parte de lo diario. Esas personas se reconfiguran, viven cambios drásticos, encuentros atemporales con abrumadores seres volátiles, que de pronto se vuelven muy cercanos. Los hechos en principio escapan a la lógica, la realidad se funde con la ficción, la Historia no es la oficial. Sin embargo, los hechos relatados muestran el sentido común posible en la realidad aparte.

Fecha:

Categoría:

CAPÍTULO 7

 

Recluyeron a Gilberto en un discreto retiro especializado a las afueras de Cancún. Se le aisló bajo rígidas especificaciones con un diagnóstico terminante: tratamiento incomunicado por intento de suicidio en lugar público, amenazas crónicas, híper-violentas reacciones repentinas más una fuerte sicosis. Se habían necesitado cinco hombres para controlarlo en el club de playa; primero se puso en pie gritando desaforado: ¡No puede ser no puede ser! ¡No puede ser no puede ser eso! ¡No puede ser no puede ser no! Luego se dirigió a una mesa, de nuevo se oyeron gritos y correderas. Gilberto toma un cuchillo, lo mira intensamente y vuelve a exclamar: ¡Es que no puede ser no puede ser es que no por dios! Acto seguido se encaja el cuchillo en el cuello, cerca de la carótida. No se atina, se hiere dolorosamente, va a intentarlo de nuevo cuando le caen encima varios. Quienes vieron la escena nunca olvidaron la metamorfosis del poseído resistiéndose a que lo detuvieran, incluso caído en la arena quería hacerse más daño. Treviño y otros apenas lo contuvieron a tiempo; sedado se lo llevaron en ambulancia, fuertemente atado a la camilla; un día después lo llevaron al retiro especializado. Desde que lo amarraban, segundo a segundo Gilberto iba transformándose, envejecía atrozmente, alguien dijo que le vio salir arrugas en cosa de segundos, su cabello un estropajo grisáceo, lloraba mucho, pedía perdón Perdón PERDÓN. Hasta semanas después será declarado fuera de peligro; mostraba un autismo perpetuo aunque no se le diagnosticaba como quadrofrénico de atar. Sin embargo, alguien sabía que él había llegado a un estado mental donde se puede ser sin necesidad de estar con los otros; ese alguien intenta descifrar: “se me hace que al no poder liberarse del dolor mundano Gilberto decidió desconocer al mundo real y ahora quiere, como decía el poeta, hacer nido en sus soledades y silencios”. Irónicamente, una noche el perdido tiene un instante lúcido, un hilillo de luz proveniente del centro del aposento le timbra la frente; y no le gustó reconocerse en una celda. Pega de gritos exigiendo una explicación de por qué está ahí; como nadie responde, le da por contar a voz en cuello por qué se puso agresivo en el club de playa, el terror al ver la foto del carro destrozado de Romina, y ellas muertas. Gilberto pregona en la oscuridad; hasta ese momento puede pensar sobre lo sucedido: qué pasó, qué les había pasado con unas muchachas, las que se mataron… ¡pero nosotros las conocimos después!, nos las llevamos a Cancún, a Tulúm. Y a media voz entra en detalles. A esa hora el único cercano es un enfermero malora, no se distinguía por piadoso; da su ronda cuando oye de lejos unos murmullos, se aproxima a la puerta del aposento, pega la oreja; oye a Gilberto, por unos minutos lo oye hablar, cuando se harta le da un porrazo a la puerta, le recuerda al encerrado que por eso lo tenían a cal y canto. “A ti sí te patina de a feo paisano… ‘tás cabrón”. Otras noches Gilberto despertaba sobresaltado. ¡¿Pero qué les hicimos para que nos corten así?! Costaba trabajo serenarlo. Con el tiempo y los medicamentos fue apagándose por completo, de cuando en cuando se le oía una débil voz que contaba siempre la misma historia. El enfermero chistosito llegó a interesarse en el peculiar romance del recluido, del canto musitado sólo se captaba Romina. Siempre Romina.

 

 

Tiene 14 años, está esbelta, con otro aire que el de su hermana, que era guapa, muy guapa, ella pues no tanto; sin embargo, veía a su hermana con admiración, sin envidia, se llevaban bien, apenas va reponiéndose de su pérdida. Va en secundaria, este año pasa a la prepa. Negro su cabello, negros los ojos, lleva corto el primero y grandes tiene las ventanas de su alma. A Malú no le gustan las faldas, se encuentra en transición donde no se es alguien concreto según las categorizaciones en boga; ya no es niña, tampoco es mujer. En la reformación de su cuerpo se suceden diversas transformaciones; en su mente germinan movimientos impactantes, a veces terremotos, sacudidas que le hacen perder el equilibrio antes durante o después de la regla. Algunas metamorfosis la han lastimado, otras le resultan placenteras, divertida descubre que del asco infantil a todo niño, ahora le gusta estar con uno, medio rarito además; al mismo tiempo también le atrae la sonrisa de la muchachita de la casa donde hacen piñatas artísticas. Últimamente sufre zarandeos cuando le entran dudas sobre su futuro; anda de peregrina en alturas desconocidas, densos túneles recorre desde la muerte de Romina, su hermana mayor, la guapa. De tales campanadas en la mente y cuerpo de Malú, algunas repican demasiado, le son molestas, otras son misteriosas como la campana del lenguaje, como el miedo que vio en la gente por Romina y sus risitas en su velorio. Malú gusta de hacer lo que hace aun cuando su idea de tiempo no siempre concuerda con los demás, pero no queda mal cuando se le necesita. Ahora la llama una persona en particular; y aunque llueva, truene o relampaguee, ella deja todo y atiende el llamado. Su madre y padre ya le han reclamado esa falta de respeto de no decirles adónde iba; bastó una llamadita de la mamá de la mamá y no volvieron a regañar a Malú por sus repentinas salidas. Está lloviendo, no mucho, pero suficiente para empapar a una ciclista empedernida entre gente encapsulada. Llega casi a tiempo; su abuelo medio la seca y sin más demora va a que le digan qué le toca. Después, sale de con sus abuelos y una cuadra más adelante se detiene, en la llovizna se detiene como si pensara antes de empezar, antes de emprender camino, antes de por dónde comenzar, por cuál de las distintas rutas. De botepronto se le hace más fácil iniciar con la güera. Segundos después se cuestiona: ¿O mejor primero voy a lo de la piñata?… … mmm… no… no, primero la gorda.

 

Se mueve en bicicleta, la misma en que iba la noche que vio el asesinato de un hombre en unos tacos al carbón, cuando con su amigo “el Pitbull” iban por la ciclopista de avenida 10. Así recorre su Playa por zonas: playa comercial, playa turística, playa popular, la residencial, playa centro, playa marginal sin playas y atascada de multitud. Le llevó dos días, no vio a nadie con las señas indicadas. Descansa un día. Al siguiente recomienza, todo en vano; como es natural, desespera, está por deprimirse. Sin embargo, al día siguiente trepa en la bici y no para en seis horas, para encontrar nada. Nada, sólo sol para un comal grisáceo donde hierve la canícula. Exhausta, enojada, sintiéndose fea, empapada en humores por tanto pedalear, Malú se detiene en una avenida grotesca de anuncios, cables, bardas deformes, postes y fierro. Apoyada en la minúscula banqueta se quita los audífonos, se lamenta sin moverse, no hace aspavientos; obligada por el llanto se disminuye, trata de que no sea notorio. Un par de minutos más tarde se siente mejor; a pesar de la estridente escandalera urbana a 360°, ella va atendiendo otro sonido en su mente, respira con menos agitación, parece más tranquila. Y toda esa pirámide se la deshace una gentileza a 130 k/h en la ciudad para los autos: ¡Quítate pendeja!… ¡Pinche puta!… Luego del susto y la cólera, la muchacha entristece, tiene que reiniciar a partir de una vieja interrogante: ¿Para qué le dicen eso a una? Y recomienza, con lo tanto que de ahí se deriva. Ya es de noche cuando llega a su casa; no habla con nadie, se baña, se lleva algo de cenar a su cuarto y se encierra; los demás, sobre todo el hermano más chico, ya saben que mejor ni le muevan: Malú no quiere saber nada de nada.

 

 

Sumida en tierra de nadie no quiere saber nada porque quisiera saber todo. No contesta su cel; ahora la llama el Pitbull. Mmm… es este güey… ¿qué querrá?… buen cuate él… pero qué hueva responderle ¿qué querrá?, si me sale con ir de nuevo al perreo del ejido, lo mato… mmm… cómo jodes… ¿por qué no cuelgas tonto?, ¡deja de joder Pitbull cuelga ya! Pero él no piensa hacerlo. Enchilada por haber dejado lejos el cel, y no apagarlo, y no activar el buzón de voz, Malú medio se alza del enorme y preciado almohadón de plumas, donde se echa con Picosa, su gata, cuando anda de malas. Y a gatas llega al teléfono —había sonado diecisiete veces. Al tal Pitbull lo trata como a cualquier maalix callejero; aquel aguanta, poco a poco la suaviza con métodos eternos, gentileza, paciencia, buen humor, sui generis lenguaje para un reggaetonero de 15. Finalmente acuerdan verse temprano al día siguiente; esta vez ella le haría un paro, lo acompañaría a recibir unas clientas al muelle del ferry. Él era bueno para el verbo, pero siempre convenía que alguien parlara bien el inglés, como Malú, buena para los datos científicos sobre el arrecife. Más noche, adormilada y con menos abrumo, rumbo al sueño se dice buenas noches… y añade: ok iré con el Pitbull a hacerle el paro… y a distraerme, que me dé de cerca el aire del mar porque… ya estoy… como… como ese poeta al que le mataron al hijo, como todos: hasta la madre del desgarramiento.

 

Con sus respectivas biclas hacia las 8 am se encuentran en Pelícano’s. Deciden irse caminando, bicis a la mano. Van por la Quinta; antes de llegar a la esquina con la 4, Malú ve una silueta oblonga con rumbo a la playa, la observa, se detiene; le dice al Pitbull: Ahorita te alcanzo, tengo que hacer algo. Y se va pausadamente hacia la playa. Su admirador la mira, se intriga un poco, acaba por irse. En la extraña zona que hay entre la arena y el pavimento invasor, un ser rollizo está descalzándose las sandalias; al agacharse ve una sombra a su lado, le oye voz joven a quien le expresa escuetamente: Es hora que te vayas, has abusado, no tienes más qué hacer por acá, vete, es hora que te vayas. La que oye el aviso sufre un breve desconcierto, pero se recupera con velocidad para sus 110 kilos; va a decir algo cuando distingue un rostro en los ojos de Malú, y se queda muda. En los siguientes nueve segundos, de las otras miradas que veían ese encuentro a orillas de la playa, nadie supuso que pasara algo grave, algo raro entre una joven con bicicleta y una mujer gorda, posiblemente extranjera, blanca hasta la médula, estragada de estrías obesas, males diabéticos toroidales. Malú repite el recado con entonada pronunciación, al terminar se da la media vuelta y con la pausa con que llegó así se va, en voz baja diciéndose música que sólo ella se escuchaba. Al llegar a la Quinta, por ese impulso juvenil de forzosamente ver qué quedaba atrás, Malú voltea; hasta mucho después se dará cuenta de mejor no mirar atrás si se trata de amores… o de realidad aparte. La güera ya no está, se ven las sandalias, su gran bolsa de playa y otra más con comida basurera, un borrachín ya les echaba el ojo, de hecho a toda la escena le había echado el ojo, como las vio una niña que armaba pirámides en la arena. Lejos de esa orilla del mar, un soplo de concordia recorre fugaz la espalda de un abandonado en sus desiertos lunares, una primera luz cálida en el viento de su propia noche.

 

 

Como la narración no se concentra en la temporalidad y complicaciones diversas que implica una buena piñata por encargo, vale acordarse de que es uno de los elementos, encargados a una muchacha que ya lleva una semana pensando cómo hacer, cómo hacerle. “Lo de Cancún es… no… más bien es onda de… de… ¡sí sí eso!” Tras la revelación fugaz se aparecieron inmensas lagunas. Después derivó a otra circunstancia: ¿…y me lo echo yo sola o que alguien me acompañe? Y de nuevo los grandes lagos. Las bifurcaciones se hacen decenas, mares, veredas sin fin donde ella y su juventud no se animan a pedir ayuda a nadie, a ninguna de las tres probabilidades con que creía contar; y más se enfrasca en contradicciones, el conteo de errores. Le costaba trabajo hacer equipo, su orgullo la sobrepasaba. Entretanto, Malú pasa noches y días sin idea convincente de cómo llegar a quien vio sólo una vez, y de lejos, lo conoce más de oídas… ¡Y además lo tienen en un antro de atención personalizada para drogos y melancólicos sin remedio!, grita y espanta a la gata. Como es experta en redes sociales y sus mañas, puede acceder a más información; Malú se contenta con saber que ha reconocido cuatro partes del rollo. Una calorífica noche de octubre decide su primer paso: aplicará el método Ahí les voy y a ver qué pasa; se fija dos objetivos primarios y la meta:

 

1) llegar a la clínica;

2) decir “a la brava” a lo que iba.

 

Y ellos comprenderían.

 

Ilustraciones:  Andrés Morales

 

Playa Xamán Há, 2012 

La Bellavista SMA, 2023

Comentarios en Facebook
error: