Mandado cumplido | Por Rodrigo de la Serna (IX)

Un día cualquiera unas personas ingresan a realidades aparte en su propio mundo. Para algunos es insoportable, para otras sólo incomprensible; y hay quien vive lo imposible como parte de lo diario. Esas personas se reconfiguran, viven cambios drásticos, encuentros atemporales con abrumadores seres volátiles, que de pronto se vuelven muy cercanos. Los hechos en principio escapan a la lógica, la realidad se funde con la ficción, la Historia no es la oficial. Sin embargo, los hechos relatados muestran el sentido común posible en la realidad aparte.

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CAPÍTULO 9

 

Lo halló como siempre, sentado en el colchón, la mirada quebrada que no escogió vivir en un inmenso páramo sin cumbres, triste y fijo su ser en la pared. En aquel país de silencios Treviño acababa por hablar de sí, ya se había acostumbrado, así le mellaba menos que Gilberto no estuviera aunque su corporalidad estaba ahí. En los meses que ha ido a verle, se ha dado cuenta que ahí dice lo que no platica con nadie; se descubrió cantándole bajito, contándole embrollos implicándolo en trácalas de contadores hipócritas, cuñados insufribles, la arrogancia de la nueva de recursos humanos, las condescendencias en MTY para los del otro apellido en la firma. Una vez, a media luz y con orquesta de lluvia Treviño le contó su mayor secreto: hacía años que amaba en silencio a Rosario, la secretaria del almacén. ¿Y qué tal está… sí está buenona? —escucha de pronto Treviño, enmudece, boquiabierto se pregunta ¿Será que ya hasta oigo voces tú? Gilberto no había dicho nada, no había nadie más por ahí, se repitió tres veces que se lo había imaginado… “además un buen compadre no pregunta eso o al menos no tan bruto”. En otras visitas le reseñó años de amor, intenso, imposible, silente, vedado por sus votos y el qué dirán en todas partes, amarla sería faltar a los deberes escritos y no escritos del trabajo, imposible desbaratar los invisibles nudos de la costumbre. En el cuarto de reclusión del extraviado, Treviño aprovecha para soltar su pasión al aire, a veces llora en silencio; luego vuelve en sí y hace caso a la sorda vocesota que nunca deja de recordarle: “contente-contente-contente…” La visita de hoy es distinta, emocionado Treviño cuenta: …es que ha aparecido alguien, al fin alguien que podría ayudarte …está rarita Gil, pero tiene… es como… ¿cómo te lo digo?, es muy propia… pero en algo está insegura, como que me oculta algo, dice que te trae algo y que es sólo para ti, dice que es un llaverito para ti Gilberto… es extraño, varias veces mencionó que tú lo que tienes es que sólo andas bien encariñado, que no estás loco pues, que andas como perdido, pero poquillo nomás, oye ¿por qué no me cuentas qué pasó con Romina? En todas esas ocasiones, el que había hallado un mundo menos raro no manifestó nada en absoluto. Minutos después Treviño se marchó, no tan desilusionado como en veces anteriores. Llovía sin inclemencias cuando llegó al sitio donde quedó de verse con Malú. Más o menos rápidamente se da cuenta que ella no está, sin embargo, toma asiento; estará en el baño, se habrá equivocado de lugar, ya se habrá dado cuenta del error, ya vendrá. Cuando pregunta le dicen que en todo el día nadie así se había presentado. Apesadumbrado pide un té de cualquier cosa. 20, 25, 30, 33 minutos habla y bucea a fondo en su celular 11G, hasta que concluye con gravedad: Ya me plantaron. Lo desilusiona que se desvanezca una pieza del entramado, la creía importante; y creer significa fluctuar entre saber e ignorar, entonces creía: podría ayudar a Gilberto y también ayudarse él, inesperado partícipe de un mundo raro, que a escondidas siempre había querido vivir.

 

 

Tres días después le llaman a su oficina. Es mediodía cuando la secretaria comunica que la persona exige hablar de su asunto sólo con él, el señor licenciado director de compras. Tiene voz como de niño —le comenta femeninamente Doña Águeda. Pásemela. Abandona lo que tramitaba sin sopesar que posponía ni más ni menos que a Don Bornardo, hijo de una de las fundadoras de La Regia. Toma la llamada. Soy Malú, estoy justo afuera de su trabajo… y… si es cierto todo el rollo de la vez pasada recíbame, vamos a hablar ahora mismo, después nos vamos a con Gil. Él responde: École, muy bien, mi secretaria te recibirá en la puerta. Sin darle explicaciones manda a doña Águeda por la muchacha, lo cual inquieta a la mujerona tipo Elsa Aguirre, unos 55 otoños no bien llevados y desacostumbrada a que don Ramón le encargue semejantes embajadas. Se extraña más al ver a la flaca Malú, esperaba uno de 16 al menos; doña Águeda hace su mejor esfuerzo para disimular el disgusto provocado por los dreadlocks de la chava, creía que en esas mechas les anidaban liendres y corrucos. Sin dejar de sonreírle pensaba: las cosas que estos se hacen hoy… ¿y qué viene a hacer esta chiquilla con mi jefe? Treviño no le dio oportunidad de más; en cuanto Malú entró al despacho la despidió naturalmente diciéndole Y no me pase llamadas. A doña Águeda comenzaron a cocérsele las habas, empezó a sugestionarse, lo cual es radioactivo en ciertas personas que, por ejemplo, empiezan a inventarse sainetes entre su jefe y una muchachilla, lo que se dirá a los demás, porque esa comunicación es necesarísima sobre todo con una chiquilla de por medio. Cuánta escritora por ahí sin saberlo, cuántas por ahí que dicen que son sin serlo, cuantas venden ante cámaras melindrosa voz de niña bien pero contestataria.

 

 

 

Hasta este momento, el hombre que desinteresadamente ayuda a Gilberto ignora que Malú es hermana de Romina —ser que para Treviño sigue siendo sólo un nebuloso referente; sólo sabe que trae algo para él y no desea causarle daño, al contrario. Y así como se han aludido naturalezas que indujeron al placer y la pena, al gusto y al asombro, ese mediodía la lucidez fluyó con Malú en el despacho de Treviño; no es poco ante la dimensión de los sucesos hasta entonces, más aún por diferencia de edades, generaciones de generaciones. Ambos parecían concordar sin palabrear en demasía; él acepta cuando se le dice que no se le va a decir casi nada; acepta y se conforma con saber lo poquito que le cuentan de un precepto intransferible: dar el llaverito para la otra luz y su aire, en ese soplo iba la llave, aliento que no podía expresarse “por… por cosas que ahora no va a entender”. Treviño pregunta: ¿Pero y tú qué tienes que ver con Gilberto o con Rojer? Nada, soy amiga de su prima Astrid, la que vive en México —mintió la muchacha con calma; ¿y usted ya sabe cómo vamos a entrar para ver a Gil? Él, ahora más dispuesto a la tremenda lógica de la chamaca, le expuso las tres variantes que ensambló en lo que no se habían visto:

 

  1. presentarla como lo que era: ¿una vecina cercana?
  2. decir que su mamá había trabajado con Gilberto y Rojer por mucho tiempo, casi familia.
  3. reconoció que la última ni caso tenía mencionarla, una tontería.

 

Malú no insiste en saberla y le presenta su alternativa. Usted va a presentarme como hija de Gil, es la única opción. El pragmático ejecutivo queda atónito por tal variante, peor tantito al provenir de… este… ejem, una muchachilla tilica. Se pone remolón: que no, no funcionará, cómo le harían con los papeles, que esto lo otro. Malú fue terminante: Hagámosle así como le digo, ya verá que sí sale. Y le hizo una síntesis ilustrativa del método a seguir. Con toda su atención en la secuencia expuesta sin duda alguna, Treviño intenta asimilar la implacable lógica de pasos casi aristotélicos por sencillos. Y ella se despide diciéndole que se ven en Plaza Las Américas, a las 4:30, de ahí se irían a la clínica “a ver a mi papá.” Antes de salir, Malú mira a Treviño de manera que invariablemente afirma: ¿Nos entendemos?

 

 

La doctora Leocadia Cuadros accedió a la primera. Permitió la inusual visita después de darle, personalmente, una revisadita a la bolsa de Malú, más unos veinte minutos de entrevista. Treviño estaba admirado, nada más dijo ella es hija de Gilberto… y el trámite para dejarla pasar como visitante se hizo una conversación entre mujeres. Tuvo que ver Michael Ende, pues la directora de joven había leído la historia interminable, no había leído Momo; y se interesó en la trama de una hija que quería ayudar a su padre. Al ejecutivo suma cum laude, no le quedó más que ser mudo testigo ante cosas de jóvenes; pensó que a lo mejor era táctica de la psiquiatra para sacarle la sopa a la joven, pero igual se interesaba sinceramente; la doctora puso total atención en la confeccionada semblanza con que Malú expuso sus lazos, orígenes y procedencia. A los dos adultos les resultó convincente la redonda secuencia de hechos y vínculos, a Treviño lo hizo pensar que en el tec se interesarían en la chamaca: cuadraba cuadradamente con fechas cuadradas cotejadas por la medio cuadrada doctora con cuadros del expediente cuadriculado, que mostraba un fugaz cuadro del tiempo de Gilberto como cuadro de Pemex en Coatzacoalcos, cuadros de Veracruz de cuando trabajaba en cuadramientos. Pues de allá venía Malú; se enteró de lo que había pasado vía su “whats”, su “tablet”, su Instagram, FB, Twitter, vimeo, youtube y bla bla bytes… Terminó y los dos adultos se sintieron inseguros, ninguno manejaba por completo códigos de esos, mucho menos la puntuación. Al terminar, la postdoctorada doctora Leocadia Cuadros sólo recomendó que estuvieran siempre atentos, no garantizaban todas las reacciones del paciente, “aún no estamos del todo seguros qué pasa con él”; y les deseó que se mejorara. Tenían luz verde.

 

Ilustraciones:  Andrés Morales

Playa Xamán Há, 2012 

La Bellavista SMA, 2023


RODRIGO DE LA SERNA

1961. Mazatlán, Sin. Estudió Letras Inglesas (FFYL-UNAM); escribe narrativa, ficción y ensayo. Entre sus libros publicados destacan El océano y las manos (poemas, 1995); Las autorías ocultas y Los pasos visibles–La democracia al norte de Quintana Roo, (ensayos, 2006-2007); las ficciones y prosa reunidas en El resplandor y la sombra (2010). Fue becario del FECA-CONACULTA (“Viaje a la poesía a través del tiempo”, 1998). Su obra como articulista abarca de 1992 a 2022. Noticaribe publicó su novela Nueva Pleitesía en entregas semanales (2014-2015). Desde 2016 vive en San Miguel Allende.

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