Mandado cumplido | Por Rodrigo De la Serna (X)

Un día cualquiera unas personas ingresan a realidades aparte en su propio mundo. Para algunos es insoportable, para otras sólo incomprensible; y hay quien vive lo imposible como parte de lo diario. Esas personas se reconfiguran, viven cambios drásticos, encuentros atemporales con abrumadores seres volátiles, que de pronto se vuelven muy cercanos. Los hechos en principio escapan a la lógica, la realidad se funde con la ficción, la Historia no es la oficial. Sin embargo, los hechos relatados muestran el sentido común posible en la realidad aparte.

Fecha:

Categoría:

CAPÍTULO 10

 

 

Treviño y Malú avanzan por un corredor que parece de hotel-boutique, van al compartimiento donde está Gilberto; no es una distancia larga. Ya mero llegamos —aclara el enfermero guardián que los lleva. A Treviño esa voz le llega como del rayo, le suena, le suena ¿pero de dónde de dónde? Justo lo oye y repentinamente el hombre de empresa empieza a cuestionarse. ¿Y esto que hago está bien o no?, y si está bien o no lo está ¿qué sentido tiene ocupar mi tiempo con una adolescente?… que acaba de inventarse una línea de tiempo y vida pero-si-re-que-te-falsa, aunque tan convincente, como si fuera cualquier cosa sacar conejos de una chistera… ¿qué hará ésta cuando esté frente a Gilberto? Llegan al aposento, el enfermero de guardia abre la puerta, dice que estará cerca, volverá en veinte minutos por si algo se ofrece; entrecierra y como le gusta el chisme hace como que se va, pero permanece a unos metros de la puerta cual mosca pegada a la pared. Los ojos de las visitas tardan muchos segundos en aclimatarse a la vigilia; como parte de su tratamiento, a Gilberto se le mantiene a media luz, natural y artificial; porta una túnica grisácea, está sentado, sus manos entrelazadas sobre los muslos, parece no haber cambiado de posición en meses. En el verdoso aire del cuarto Malú ve una microporosa nubosidad en flotación, imperceptible lluvia infinita como las gotas de la tristeza; manotea ella con algo de breve sobresalto, no quiere impregnarse de esa palomilla micro verdosa. Así supo cuán al garete estaba Gilberto. Treviño no sabe qué hacer. ¿Y ahora qué se trae esta?, ¿está quitándose una mosca de encima?, si aquí cuidan mucho la higiene ¿pos qué pues? Frente al extraviado, en voz baja Treviño le presenta a Gilberto; sin saber qué más decir opta por callar, pero ese silencio estaba cargado de ansiedad, desconcierto, inseguridad, un ruidero que llegaba con toda claridad a la percepción de Malú. Trece segundos después ella da un paso en el tiempo; con voz firme le dice directamente a los ojos: Ahora usted se tiene que salir, sólo es para Gil lo que tengo para él. Titubeante, demora en reaccionar casi acalambrado ante un tiempo de amores imposibles y funerarias a la espera; no quería, no podía dejarla sola y a la vez siente que no pasará algo malo, lo que se dice malo, pero de lejos alguien le exigía “no debes no debes hacerlo no debes hacer eso no debes contente… contente…” Váyase, dice Malú y define la circunstancia. La orden fue claramente oída por el metiche cerca de la puerta; salió disparado a otro corredor. Remolón, Treviño se retira de la habitación, al salir entrecierra, se sitúa de espaldas a la pared junto a la puerta, con la necesidad de enterarse o intervenir si sucedía lo imprevisto. Sin aviso alguno en cuestión de segundos empieza a sentirse muy descompuesto. “Esta gastritis me va a joder todito…”; y en verdad luchó para reprimir sus suspiros. Esa batalla corporal invade su mente, el ardor de ojos cerrados se hace culpa; y se va en picada a una honda recriminación. Vive un silencio sudoroso; solamente una vez había sentido semejante condición; con temblorina comienza a reprocharse duramente: ¿Pero qué estoy haciendo?… nunca he hecho cosas así ¿qué carajo estoy haciendo ahora…?

 

 

 

Malú observa a Gilberto de ojos fijos en el muro. No lo había vuelto a ver desde la noche que lo vio llegar a la escena del crimen de Rojer, y ya iba en vilo de varios. Ahora lo ve como canción: flaco ojeroso cansado y sin ilusiones, casi atractivo a pesar de la voraz vejez que lo demuele; a su delgadez quebradiza la corona una tensa pelambrera metálica, grisácea, oxidada. Lo ve reseco, de huesos abatidos, dejadez en cada uno de sus músculos, desgranándose entre barbitúricos; de pronto lo siente como si estuviera hecho de partículas verdosas, el polvo del desconsuelo aluzándolo y él sentado en medio. A metro y medio de distancia ella busca en sus ojos algo de sonido, atisba a través de las persianas, siente que no hay nadie, ni esperanza ni desesperanzas; la muchacha piensa la infinidad de combinaciones. Otro clima habita el fuero interno de Treviño, torrentes lo acercan a la caída de unas profundas cataratas llamadas Sin Fondo, el río Fluir de la Conciencia; le resulta escandaloso cuánto caudal puede haber en el silencio, por ello se prefiere convivir con el ruido. Adentro, ella al fin le habla al ausente. Hola Gil… Gil, ¿me oyes?, soy yo, Malú, la hermana de Romy. Le es rara la experiencia de estar con alguien que aunque esté, no está; toma al silencio y la inmovilidad como señal afirmativa. Se le sienta junto, lo mira con quietud, segundo a segundo deriva de la lástima a un dolor compartido en alguna parte del vacío, donde no hay cosa que valga. También quiere preguntarle cuestiones que ha pensado, decirle su versión; pero recuerda que no puede hacerlo, no esta vez. Un minuto más tarde, ya se siente en mejor sintonía como para trazar un caminillo de arena en el aire enrarecido. Se pone en pie, con suavidad toma la mano del perdido, mira adentro de sus ojos y le dice en voz pausada: Gil, óyeme bien Gil: Ya no tienes que estar aquí, mi hermana te espera, te está esperando Gilberto, dice Romina que te quiere, que ya vayas donde tú sabes, ahí donde pueden sentarse en el cielo y amarse, ve allá Gil, jala ya, mi hermana te espera… ya no tienes que seguir aquí. 

 

Memorizadas para la ocasión, las palabras emergieron al ritmo que le han enseñado desde chiquita: siempre a tiempo, siempre afinadas, siempre modulantes por sí mismas. Siempre. No obstante, Malú las transmitió de manera sincopada —¿malignas influencias reggaetoneras? Treviño brincó al percibir lo único que captó con claridad: “mi hermana te espera (…) Romina te quiere”. Y se asusta, casi echa a correr, lo contiene la tracción del método lógico que nunca está de más en la vida. No muy convencido, cree que tal vez valdría la pena esperar un poco más en aquel retorno de los brujos. “Claro… puede ser… sí… es posible que quien ama pueda ayudar de toda forma a su amor si está en peligro, claro, así debería ser, entonces si Malú ayuda a su hermana, contente, que quiere verse con su devoto enamorado ve tú a saber dónde, es porque… contente… eso es amor… contente… el verdadero amor ¿o qué no?…” ¿Qué le pasa se siente bien? Lo sorprende la chava, está junto a él, ya lista para irse. Treviño, hombre entrenado para nunca sudar, está sudando. Sí, sí todo bien este… ¿y qué te dijo Gilberto? Se asoma a verlo, está igual: mirando al muro. ¿Qué pasó?, ¿por qué tardaste tanto? Ya iba a encararla por no decirle que era hermana de Romina, pero eso lo delataría como metiche, de los que hacen cosas a escondidas. Mejor se mete a ver a Gilberto, constata que todo está normal, demasiado normal, el ausente no mostraba un miserable cambio. Treviño había imaginado que el Bien, el Amor, la Luz, la sola presencia de alguien puro como Malú, se manifestarían en obras tangibles como las que nos presentaban de niños en cuentos desfigurados, donde por arte de magia un príncipe se salva de ser víctima del destino fatal, maravillas de película donde el muchacho y la muchacha se casan, maravillosamente hay hijos y son felices como debía ser hasta 1968. Como no había pasado ni siquiera un poquito de eso, el hombre se desfonda, segundo a segundo se siente timado; por vez primera nada le dice al ausente. A partir de ese momento su espíritu romancero comienza a desinflarse, al grado que esa misma noche retomará por entero su vida de siempre. Dejará en manos de su secretaria lo referente al señor Gilberto y sus cuentas de hospital; gastos que se suspenderán pronto, quizá demasiado pronto, no por mala fe sino porque todo fue muy de repente.

 

 

En Malú sucedía algo semejante; había dado el llavero, lo hizo como se le dijo: hacerlo e irse sin ver qué sucedía. Cuando Treviño entró al aposento, ella no se aguantó y miró adentro; no se sintió defraudada al no ver un cambio visible en la escena. Treviño sale de la celda, ha vuelto a ser aquel que conoció en la puerta del retiro: el inmutable señor amigo de Gilberto, ya era otro, bien distinto sobre todo al reclamarle su demora adentro. Ella replica al vuelo: Tardo lo que me tardo siempre. La había agarrado en curva que Treviño cambiase tan de repente; ahora la trataba justo como hacía con sus sobrinos incomprensibles: sin verla, sin concederle una existencia propia, una iniciativa válida, sólo soportándola, contando los segundos que faltaban para que se largase. Bueno m’ija, si ya acabaste con tu comisión mejor nos vamos, tengo mucho trabajo. Llama al enfermero, que aparece en segundos, secamente pide que cierre la puerta y se va sin despedirse de Gilberto. Malú lo ve unos segundos antes de que el enfermero cierre, no siente lástima. Llueve. Treviño la lleva a la estación de autobuses; sigue molesto, con acritud va dándose cuenta del error inmensamente torpe: puso toda su atención y tiempo en una chamaquilla… ahora entiende las miraditas en la oficina, las risitas de doña Águeda, ¡la cara que habría puesto Don Bornardo cuando dejó dicho que lo vería después! Cuántas conclusiones se extraen desde el desencanto. Malú entra en la indiferencia (no es ofensa para quien vive con audífonos siempre puestos); se concentra en qué le falta por hacer en Cancún. Y dos personas que mantuvieron estrecha cercanía por unas horas en dos días, ahora no cruzan palabra, están en asuntos muy aparte de aquello que las juntó, como si en el mundo real el episodio Gilberto a lo lejos fuese un pasado remoto. Al llegar a la estación, en cuanto la Escalade se detiene Malú se desabrocha el cinturón, abre su puerta, apenas dice Gracias al aire, se baja, cierra la portezuela y se va; no voltea en ningún momento. Treviño arranca mal, rechina llanta, frenazo, se le ahoga la carroza. Todo muy repentino.

 

Ilustraciones:  Andrés Morales

 

Playa Xamán Há, 2012 

La Bellavista SMA, 2023


RODRIGO DE LA SERNA

1961. Mazatlán, Sin. Estudió Letras Inglesas (FFYL-UNAM); escribe narrativa, ficción y ensayo. Entre sus libros publicados destacan El océano y las manos (poemas, 1995); Las autorías ocultas y Los pasos visibles–La democracia al norte de Quintana Roo, (ensayos, 2006-2007); las ficciones y prosa reunidas en El resplandor y la sombra (2010). Fue becario del FECA-CONACULTA (“Viaje a la poesía a través del tiempo”, 1998). Su obra como articulista abarca de 1992 a 2022. Noticaribe publicó su novela Nueva Pleitesía en entregas semanales (2014-2015). Desde 2016 vive en San Miguel Allende.

 

Comentarios en Facebook
error: