El filósofo Luis Villoro ha fallecido este miércoles en la Ciudad de México a los 91 años. Su obra, su discurso teórico y su compromiso político han sido una referencia clave del México contemporáneo. Ligado en sus inicios a la escuela existencialista, Villoro, nacido en Barcelona en 1922, fue un teórico de la historia de su país de adopción y un crítico izquierdista del funcionamiento del poder, veta que en la fase final de su vida se concretó en un marcado apoyo –teórico y práctico– al movimiento zapatista en contra de la exclusión indígena.
La última aparición pública de Luis Villoro fue el 25 de febrero en la ceremonia de ingreso de su hijo Juan en el Colegio Nacional de México, del que él era miembro desde 1978. Del propio Juan Villoro, escritor y periodista, es un perfil sobre su padre que profundiza en la relación entre su desarraigo de partida (nació en España, estudió en Bélgica y de ahí su familia escapó hacia México durante la Segunda Guerra Mundial) y su apasionado vínculo final con el levantamiento indigenista: una insurgencia telúrica para un hombre falto de raíces.
En el texto, Mi padre, el cartaginés, su hijo cuenta una anécdota originaria de la búsqueda vital del filósofo. En el internado jesuita en el que estudiaba en Bélgica, los alumnos ensayaban una competición académica entre romanos y cartagineses. “Mi padre creció como cartaginés, resistiendo contra el imperio, posponiendo el holocausto de la ciudad sitiada. Estudiar, saber latín, significaba vencer a Roma. Aprendería a no tener familia, ciudad, país concreto. Su guerra púnica sería abstracta, intensa, sostenida”.
El chico que decidió en la escuela que su bando sería el contrario al del que somete fue, décadas más tarde, un filósofo que en su vejez encontró el mejor amigo para pensar en un guerrillero, el subcomandante Marcos, con el que mantuvo un constante intercambio epistolar –como si fuera uno de los Diálogos de Platón, pero con uno de los interlocutores encapuchado y fumando en pipa en la selva Lancandona.
En otoño de 2011, con unas nuevas elecciones presidenciales en el horizonte cercano, el guerrillero le escribía así al intelectual, al que siempre se dirigía con un respetuoso don Luis: “Con estos textos, ni usted ni nosotros buscamos votos, seguidores, feligreses. Buscamos (y creo que encontramos) mentes críticas, alertas y abiertas. Ahora arriba seguirá el estruendo, la esquizofrenia, el fanatismo, la intolerancia, las caludicaciones disfrazadas de táctica política. Luego vendrá la resaca: la rendición, el cinismo, la derrota. Abajo sigue el silencio y la resistencia. Siempre la resistencia… Vale don Luis. Salud y que sean vidas las que las muertes nos hereden. Desde las montañas del Sureste Mexicano. Subcomandante Insurgente Marcos”.
Luis Villoro entendió la filosofía como un ejercicio de disidencia intelectual. En su discurso de ingreso al Colegio Nacional, titulado Filosofía y dominación, leyó lo siguiente: “La reforma del entendimiento suele acompañarse así de un proyecto de reforma de vida y, eventualmente, de una reforma de la comunidad. Si por su preguntar teórico, la actividad filosófica era cuestionamiento y discrepancia, por su actitud práctica adquiere un signo más de negación. Frente al pensamiento utilizado para integrar la sociedad y asegurar su continuidad como esa misma sociedad, el pensamiento filosófico es pensamiento de ruptura, de otreidad”. Lo otro, ese concepto grabado en los esquemas teóricos de Villoro desde su formación existencialista, lo que queda fuera, apartado, al margen, fue finalmente Chiapas, la tierra en la que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se levantó en 1994 para tratar de romper con el secular sometimiento indígena.
Licenciado en Filosofía y Letras en la UNAM, Luis Villoro concibió en su tesis doctoral su primera gran obra, Los grandes momentos del indigenismo en México. El antropólogo Roger Bartra, en entrevista telefónica con este diario tras conocerse su fallecimiento, opinó que se trata de un libro “fundamental” en el pensamiento filosófico mexicano, aunque su autor, con el tiempo, acabase por “renegar” hasta cierto punto de ese trabajo por su encuadre existencialista.
En aquel tiempo, Villoro formó parte del grupo Hiperión, una corriente que nació bajó la tutela intelectual del filósofo español exiliado José Gaos y que escarbó en la identidad mexicana con las herramientas teóricas del existencialismo. De esa época es otro de los trabajos de referencia de Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de independencia.
En el ecuador de su carrera filosófica, fue girando del existencialismo hacia la teoría política. De esta fase son obras como Signos políticos (1974), El concepto de ideología y otros ensayos (1985), El poder y el valor. Fundamentos de una ética política (1997) o De los retos de la sociedad por venir (2007). El tránsito hacia el terreno de la política, primero en el marco académico y luego en el terreno civil, es interpretado por Rafael Vargas, editor de la antología de textos de Luis Villoro La significación del silencio y otros ensayos (2009), como un movimiento congruente con su espíritu constante de crítica de la injusticia. “Su pensamiento se decantó en la acción. Es lógico que al final se encargase de ver lo que tenía más cercano; un hombre como don Luis no podía sino volcar su pensamiento en tratar de comprender un país tan difícil y doliente como México”.
Villoro fue Premio Nacional de Ciencias Sociales en 1986 y Premio Nacional en Investigación en Humanidades en 1989. Hizo estudios de posgrado en la Universidad de La Sorbona y en la Ludwiguniversität de Munich. Dio clases en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad Autónoma Metropolitana, y tradujo a autores como Edmund Husserl y Gabriel Marcel.
De madre mexicana y padre español, Luis Villoro pasa a la historia del pensamiento contemporáneo en América Latina como un articulador del pluralismo indigenista, como una conciencia lúcida del desarraigo poscolonial que pervive todavía en las democracias latinas del siglo XXI. Un hombre que salió de Europa con su familia escapando de la guerra y que al otro lado del océano Atlántico convirtió su vida en un esfuerzo intelectual de búsqueda de la identidad.
Cuenta en el perfil su hijo Juan que en los años noventa él y sus hermanos se interesaron por conseguir la nacionalidad española, dado que su origen familiar se lo permitía. Cuando se lo planteó a su padre, la respuesta del viejo exiliado fue destemplada: “¿No te da vergüenza?’, me dijo: ‘¿Para qué quieres ser español? (…) ¿Te das cuenta del trabajo que nos ha costado ser mexicanos? ¿Vas a tirar todo eso por la borda?’. Entendí al fin”, escribió su hijo. “Él llegó a un país que repudió en el acto, pero se quedó ahí para interpretarlo y quererlo con esfuerzo. A mí no me había costado nada ser mexicano; no podía ser otra cosa; para él, se trataba de una conquista espiritual”. (Fuente: El País)