MANILA, FH.- Dos muertos a tiros en la calle Tramo. Hacia las 22:00 horas el aviso le llega a la quincena de periodistas de guardia en la sala aledaña a la sede central de la policía. Corren hacia las camionetas que esperan en la puerta con el motor encendido y se pierden a toda velocidad por las calles de la capital filipina, publicó Proceso.
El cuerpo de Rolando Almogela, Tano, drogadicto y narcomenudista ocasional, sigue sobre el asfalto casi una hora después de que fue víctima de un tiroteo. Junto a él, un papel donde se lee: “Muchos más morirán si no dejan las drogas”.
“Al principio de la campaña teníamos decenas de muertos algunas noches. No nos daba tiempo de cubrirlos todos. Llegábamos, tomábamos algunos datos e íbamos al siguiente”, cuenta un reportero.
Son días difíciles para los drogadictos y narcomenudistas en Filipinas desde que Rodrigo Duterte asumió la Presidencia, en 2016. La policía ha matado a más de 4 mil 500 sospechosos, según cuentas oficiales. Pero hay otras 23 mil 500 muertes en circunstancias “no aclaradas” o por delitos relacionados con las drogas. El balance es de 33 muertos diarios.
La policía sostiene que sólo dispara a quienes se resisten al arresto, los partidos de oposición denuncian que se cometen crímenes contra la humanidad y las organizaciones de derechos humanos hablan de asesinatos realizados por vigilantes y escuadrones de la muerte que actúan al amparo del Estado.
La connivencia del Estado y la policía con los enmascarados que siembran las calles de cadáveres es una denuncia recurrente.
El altísimo número de tiroteos declarados y las escasísimas muertes de policías certifican a los delincuentes filipinos como los de peor puntería del mundo. Se denuncia no sólo la masacre sino su impunidad. Amnistía Internacional tituló “Si eres pobre, estás muerto” su más reciente informe sobre Filipinas.
No hay noticias de grandes capos detenidos. La droga incautada en relación con los muertos es irrisoria. Un caso puede ilustrar el fenómeno: la noche del 17 de agosto de 2017 se saldó con 32 “sospechosos” muertos y 100 gramos de metanfetaminas decomisados. Tres gramos por muerto.
Sin embargo, en los clubes más elitistas de Manila no faltan la mariguana ni la cocaína. El castigo de la guerra contra la droga se ha cebado en arrabales de pobreza dolorosa como Nabotas o Caloocan, en los suburbios de Manila.
La llegada al poder de Duterte fue interpretada por los traficantes como un desafío y se esforzaron en hacerse más visibles. Bastaron un año y unos 60 muertos para que asimilaran la derrota.
Duterte proclamó que sería feliz si pudiera masacrar a los 4 millones de drogadictos filipinos, prometió llenar la bahía de Manila de cadáveres, aconsejó abrir funerarias y concedió inmunidad a los policías que dispararan a los adictos. Así ganó las elecciones y conserva un apoyo masivo. Su índice de aprobación popular alcanzó 88% en junio pasado, según la encuesta de Pulse Asia Research.
“Ahora camino tranquilo por las calles. Quienes critican a Duterte nunca han vivido en Manila. Antes los traficantes se movían con total impunidad por la ciudad”, señala Álex Mendoza, el encallecido decano de los periodistas de nota roja.
Nada puede con la popularidad de Duterte. Ni sus bromas sobre una activista occidental violada y asesinada en la cárcel ni sus confesiones de haber asesinado con sus propias manos ni siquiera haber tildado de idiota a Dios o de hijo de puta al Papa, en el país más fervorosamente católico de Asia. En una dinámica parecida a la de Donald Trump, emerge con más fuerza tras cada escándalo.
Tampoco el coro condenatorio global le ha hecho mella a Duterte. Ha acusado a las activistas de derechos humanos de amparar a los magnates de la droga e insultado sin piedad a todo gobierno u organización que critique su briosa lucha contra las drogas. Esta semana llamó “idiotas” a los miembros de la Comisión Europea. Sólo ha recibido el aplauso de Trump.
Descartada por quimérica una derrota electoral de Duterte, sus críticos depositan sus esperanzas en la Corte Penal Internacional (CPI). Familiares de ocho víctimas han pedido recientemente al tribunal de La Haya que juzgue a Duterte por crímenes contra la humanidad. Su intervención, alegan, “salvaría a miles de ser masacrados”.
El presidente primero animó al tribunal a procesarlo y dijo mostrarse listo para “pudrirse en la cárcel”. Después sacó a Filipinas de la CPI y amenazó al fiscal con arrestarlo tan pronto aterrizara en Manila.
Los expertos se entretienen estos días discutiendo si la CPI conserva su jurisdicción en Filipinas. Son debates demasiado sesudos para Duterte y que en ningún caso afectan su misión vital.
El pasado julio, en su discurso a la nación, prometió que la guerra contra las drogas seguirá “tan implacable y espeluznante como el primer día”. (Fuente: Proceso)