Apuntes de Frontera – Crónica del fin del mundo – Por Efraín Villanueva Arcos

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    “El pasado legitima. Cuando el presente tiene poco que celebrar, el pasado proporciona un trasfondo más glorioso”. Eric Hobsbawm

    Ni duda cabe que los mayas –al igual que otras culturas antiguas como los egipcios o los chinos- tuvieron una muy especial preocupación por el paso del tiempo, por su medición, su registro y su interpretación. A través de la observación de los astros y los fenómenos celestes, los astrónomos mayas –científicos de la antigüedad- lograron la construcción de calendarios de una extraordinaria precisión, y en un ejercicio de colaboración interdisciplinaria con los arquitectos e ingenieros de entonces, erigieron edificios emblemáticos en el centro de sus ciudades, alineados a fenómenos solares como los solsticios y equinoccios que aún hoy nos asombran y nos iluminan en Tulum, en Chichén Itzá, en Kohunlich y en muchas otras zonas arqueológicas de la región.

    Mucho de ese conocimiento que los científicos mayas acumularon durante el esplendor del período clásico se perdió en las guerras civiles y en las hambrunas que propiciaron su declinación y decadencia, y algo de lo que había sobrevivido en la memoria, en los códices y en los documentos preservados por generaciones, terminó también por perderse durante la conquista española y en aquella famosa pira que el obispo Fray Diego de Landa levantó en el pueblo de Maní.

    Pero algo quedó, probablemente enterrado en los escombros de las antiguas ciudades, y ha ido saliendo a la luz con los trabajos de los modernos arqueólogos y epigrafistas que en los últimos años han hecho importantes avances en el desciframiento y la comprensión del legado de los mayas sobre el tiempo y su razón. Uno de esos importantes descubrimientos fue la estela 6 de la zona arqueológica “El Tortuguero” en Macuspana, Tabasco, donde los arqueólogos hallaron una inscripción cuya correlación astronómica nos daba una fecha exacta: 21 de diciembre de 2012.

    Algún astrónomo maya cuyo nombre y circunstancia es probable que nunca lo sepamos, hace unos mil quinientos años, hacia el siglo sexto de nuestra era, realizó un impresionante cálculo y obtuvo esa fecha equivalente al fin de un ciclo calendárico, que por cierto, como hemos constatado quienes ahora permanecemos vivos, no correspondía al fin del mundo por la colisión de algunos planetas o un gran eclipse solar, sino simplemente al fin de una época y el inicio de otra. ¿Cuál es la época que termina? ¿Cuál es la que inicia? ¿Qué augurios y qué buenas nuevas podemos esperar de este nuevo ciclo calendárico? No hay quien pueda ya responder a estas preguntas, pues los mayas de hoy ya no hacen ciencia: están más preocupados por lo que comerán mañana.

    En el trasfondo de este fin del mundo, como lo interpretaron muchos malintencionados, yo encuentro una crónica fundamental que tiene que ver justamente con el avance de la ciencia que nos ha permitido conocer un poco más de la vida y del pensamiento de los antiguos
    mayas. Me refiero a la epigrafía como la ciencia que ha surgido para interpretar las inscripciones realizadas en piedra, madera u otras sustancias (piel, barro, etc.) por parte de culturas milenarias. Recordemos que hasta hace unos cincuenta años, la escritura jeroglífica de los mayas era considerada plena de ideogramas indescifrables, un enigma que no alcanzaba solución.

    Todavía en los sesentas y mediados de los setentas del siglo veinte, la personalidad dominante de John Eric Sidney Thompson, el famoso arqueólogo inglés autor de la monumental obra “Grandeza y decadencia de la Civilización Maya”, imponía sobre los jóvenes mayistas la visión que la escritura jeroglífica de los mayas –fundamentalmente ideográfica- contenía elementos esotéricos y religiosos sin referencia alguna a hechos históricos o políticos. Quizá obnubilado por el contexto de la guerra fría, Thompson nunca reconoció durante su vida que la clave para el desciframiento de la antigua escritura de los mayas la había hallado, desde 1952, un modesto y taciturno investigador ruso, Yuri Valentinovich Knorosov, quien sostuvo que los signos tenían fundamentalmente un significado fonético, no ideográfico.

    Fue hasta después del fallecimiento de Thompson en 1975 que el enfoque fonético propuesto por Knorosov logró avanzar entre los jóvenes epigrafistas. Michael D. Coe, otro eminente mayista partidario del enfoque fonético, en una entrevista realizada a propósito de la visión del Doctor Knorosov, señaló que a él le tocó intercambiar puntos de vista con Thompson sobre el método propuesto por el investigador ruso, mismo que el arqueólogo inglés jamás aceptó. En una parte de su entrevista, Coe cuenta que Thompson –que tenía 77 años al morir- le dijo: “Usted seguramente va a alcanzar a vivir hasta el año dos mil, y cuando ello sea, se dará cuenta que el método de Knorosov estaba equivocado”. Cuenta Coe que al celebrar el advenimiento del año dos mil, la noche del 31 de diciembre de 1999, alzó su copa y dirigiéndose simbólicamente a Thompson expresó: “Sidney, eras tú el que estaba equivocado, Knorosov tenía razón”.

    Hay muchas formas de acabar con el mundo, sobre todo cuando cerramos los ojos a las evidencias y no sabemos escuchar. Pero debemos estar ciertos que no era eso lo que quería el científico maya del siglo sexto que ordenó acuñar en piedra la fecha equivalente al 21 de diciembre de 2012. Definitivamente es una nueva era, de diálogo y apertura, de solidaridad y cooperación. Al menos así quiero entenderlo.

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