Septiembre ha sido un mes de contrastes emocionales para el conglomerado nacional. Paradójicamente se juntan el grito de alegría con la del dolor lacerante. La corona de frescas flores depositadas en los altares cívicos para los hombres y mujeres que nos dieron patria y libertad o las lánguidas rosas que el dolor deposita en las tumbas frescas de hombres, mujeres y niños que sucumbieron a causa de los movimientos telúricos que afectaron Morelos, Puebla, el Estado de México, Chiapas, Oaxaca y la ciudad de México con diferentes niveles de devastación y muerte; una diana de honor a la libertad y un toque de silencio para los inocentes que fenecieron por el acomodamiento fatal de la Tierra.
El pabellón nacional a toda asta como símbolo de mexicanidad y patriotismo y el lábaro patrio a la mitad del mástil reflejando la congoja del pueblo mexicano que llora por sus muertos. El crespón de luto lo llevamos todos, de Baja California a Yucatán, pero en medio de las tinieblas conque cubre el dolor los corazones, surge impetuosa la respuesta solidaria del pueblo mexicano por sus hermanos abatidos por las fuerzas de natura, como si volviera a sonar de nuevo la campana de Dolores para convocarnos, esta vez, a sumarnos en forma solidaria con nuestros connacionales en desgracia.
Con los naturales contratiempos e imponderables que trae consigo una tragedia de esta magnitud aunado a algunos sesgos de oportunismo político o de indiferencia, resalta la voluntad colectiva mayoritaria de apoyo, de colaborar y participar para aminorar el tamaño del infortunio tanto material como de vidas humanas rescatadas, o de las que seguramente permanecerán vivas en el marco imborrable del recuerdo. Independiente de los apoyos institucionales y de diversas esferas dentro del orden internacional que son respetables, una gran mayoría nacional se ha volcado en todos los frentes provenientes de todos los segmentos sociales para hacer partícipes a los damnificados que no están solos, que aparte del accionar del gobierno tienen de cerca o de lejos la solidaridad estrecha de muchos paisanos que hacen suyo su dolor e incertidumbre no meramente con apoyos materiales indistintos de acuerdo a sus posibilidades económicas, sino también en forma espiritual con la oración colectiva que crece desde los valles y las montañas o en las tierras tropicales, pidiendo al Creador por el descanso eterno de los que murieron, un trato digno para los heridos, resignación para los que sobreviven y un voto de fe para la esperanza que habremos de levantarnos desde los escombros; hoy la mayoría de los mexicanos estamos de pie como una sola familia, sin asumir posturas políticas redituables, actitudes egoístas o cualquier diferencia sustancial que nos separe.
En las ciudades con mayores problemas como Chiapas y Oaxaca y la ciudad de México por supuesto, frente a los aislados casos de pillaje y el negro accionar de algunos mercaderes de la desgracia, surgen impetuosos rescatistas anónimos junto a los vecinos y las fuerzas públicas en una sincronía que armoniza la identificación en la tragedia y la responsabilidad ciudadana llevada a grados de heroísmo; hombres y mujeres con llagas en las manos producto del desalojo de los pedruscos o monolitos que cubren el espacio de los edificios abatidos, en busca de algún sobreviviente o para sacar algún cadáver sepultado entre las calcáreas piedras amontonadas de lo que fue un edificio público, una escuela o un multifamiliar o simplemente una casa particular que albergaba a seres humanos rondados desde la mañana por el espectro de la muerte o que sobrevivieron y perdieron todo lo material.
Dentro de lo terrible de la desgracia, queda la plena constancia de que los mexicanos podemos asumir con plena responsabilidad la unidad en el esfuerzo y la solidaridad con nuestros paisanos, no como slogan político sino como una realidad demostrable que nos debe de llenar de satisfacción y orgullo.
Esta confraternidad demostrada en momentos cruciales para el país debería prevalecer como norma de conducta ciudadana para emprender juntos grandes propósitos de bienestar común además de construir nuevas alternativas para la nación.
Hoy como ayer la sociedad nacional, la mayoría del pueblo mexicano, demuestra su unidad con muestras claras de solidaridad y respeto a las víctimas de los sismos y a los que sintieron en carne propia la pérdida irreparable de algún ser querido o que lo perdieron todo en la catástrofe.
En estos tiempos aciagos, somos sencillamente una comunidad solidaria antes los embates, un pueblo que no pierde la luz y sabe caminar sobre el camino pedregoso y que a pesar de todas las adversidades permanece enhiesto con la mirada firme en el horizonte.