“Si pedimos lluvia, puede que en vez de ésta nos envíen ciclones”: ¿regresar a Redfield? | Por Gilberto Avilez Tax

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Robert Redfield (1897-1958).
Robert Redfield (1897-1958).

Recientemente me he adentrado al estudio de trabajos que tienen que ver con la milpa maya y los discursos agrarios, históricos, míticos y organizativos de los campesinos de Quintana Roo con la frontera yucateca, esos pueblos como Xquerol, Sacalaca, Sabán, Uaxmay, Tihosuco y Tepich, que guardan un pasado poco inexplorado por la historiografía dominante, aunque han sido vistos como los escenarios principales de la Guerra de Castas. Más que frontera, la veo como una subregión que traspasa las jurisdicciones estatales.[1]

Pues bien, no poseyendo ni la teoría ni la práctica de los conocimientos más rudimentarios del sistema milpero y su importancia como eje articulador de la sociedad maya yucateca, me adentro con respeto, cautela y humildad en mis preguntas: ¿cuál es la relación actual de la milpa maya en la estructura organizativa de una región periférica a la sobremodernidad turística?, ¿cómo se encuentra la milpa y su vitalidad en este tiempo de desequilibrios ambientales a nivel global, de las sociedades comunicativas y su inmediatez tecnológica que afecta el ritual antiguo y las percepciones de vida de la gente del campo?, y, sobre todo, ¿qué enseñanzas del pasado reciente podemos obtener para enfrentar los retos actuales del presente? Me he hecho de una bibliografía que va del universo xolocotziano, hasta textos que tienen que ver con la historia agraria y turística de la región. Revisando el libro La milpa de los mayas, un texto seminal en el estudio del sistema milpero, me sorprendió una serie de párrafos que comentan ese aparente mundo cerrado por una serie de mitos entre la sociedad campesina peninsular:

“En realidad, como son pecadores e imperfectos [los milperos], parten de la premisa de que no se merecen nada, de modo que si llueve, ello se debe a la gracia de Dios que, en esta ocasión -pero quién sabe si en la próxima- los perdonó. Es así que lo que nosotros concebimos como aleatoriedad climática, para ellos aparece como ejercicio de la voluntad divina, cuyo fundamento es la premisa de que los hombres son pecadores. Esta premisa es la que explica al milpero por qué puede ser tan errático el régimen pluvial. Finalmente, sobre las espaldas del pecador descansa la variabilidad climática”.[2]

Es decir, el fatalismo determinista que impregna este fragmento (se cita a Landa para remachar la idea), hace de los milperos una especie de monjes contemplativos, atrapados por fuerzas divinas que tienen que contentar mediante un “ritual” barroco y una serie de ceremonias agrícolas jamás puestas en duda. Especialistas en el “mundo maya”, han visto como “costumbreros” a esta “cultura milenaria”. Desde luego que acepto el ritual y el ceremonial agrícola, pero en pláticas que, de 2012 a la fecha, y todavía antes, he venido sosteniendo con los milperos del centro de la Península, esta idea de “pecadores”, aunque se presente, también va de la mano, con las nuevas generaciones de milperos, de explicaciones más plausibles, más materiales y menos romantizadas por un sesgado discurso antropológico. Considero que los científicos sociales tenemos que situar el relato no entre el mito y la teoría cultural, sino en el simple espacio del diálogo abierto y sin visos de academicismo ramplón. Los “costumbreros”, los “buenos salvajes” a ojos de una mirada colonizada de matriz occidental, no son los mismos de hace un milenio, aunque tampoco de hace 50 años, y en este sentido no podemos soslayar los cambios, pero también las continuidades desde el inicio del contacto indoeuropeo:

“Sin lugar a dudas los mayas tenidos por ‘costumbreros’ han ejercido y siguen ejerciendo una especie de fascinación (harto comprensible, por otra parte) sobre múltiples estudiosos, que en no pocas ocasiones han apostado a una ‘pervivencia’ cuasi automática de rasgos prehispánicos, soslayando el análisis de los cambios registrados (en forma y contenidos) durante el largo periodo colonial y el convulso siglo XIX”.[3]

Y soslayando, del mismo modo, el análisis de los cambios registrados en el indigenista siglo XX mexicano, siglo de la concreción –administrativa, política, carretera, urbanística, turística- del Estado en la antigua zona rebelde del oriente de la Península: el estado de Quintana Roo.[4] Ayer mismo hablé con un amigo de Tihosuco, profesor que defiende su cultura maya y está comprometido en su revitalización mediante el arte que enarbola. Me dijo: “Como dicen los abuelos, le wóolkabo bey ak winkilale’, el mundo es nuestra imagen y semejanza. Es mi otro yo. Si yo no lo cuido, quién entonces. Nadie quiere vivir sucio, con dolor. Pero hemos perdido el cuidado, el respeto a la tierra, a lu’um, y parece que todos siembran en puro ts’íik lu’um,[5] ya nadie pide permiso cuando tumba el monte. Hemos devastado tanto sin pensar en las generaciones futuras. Ya nadie hace ritual antiguo en Tihosuco; entre los nuevos milperos, los pocos que se atreven a hacer milpa cuando no se van a la zona turística, se ha perdido eso. El maya actual sabe que si destruyes a la tierra, si la contaminas, el cambio climático tarde o temprano nos afectará”.[6] El turismo ha incidido mucho en estas prácticas milperas. El Hotel gravita ahora más que el mecate en regiones adyacentes a las zonas turísticas. Y el cambio climático, desde luego que es otro factor con el que se tienen que enfrentar los campesinos actuales. Hace como nueve años, mientras hacía trabajo de campo en el centro de Quintana Roo, en una vagoneta que iba a Señor, dialogué con un campesino de alrededor de 50 años, me dijo que hacer “ch’a chaak” u otras ceremonias agrícolas, con “el cambio climático”, conllevaba un peligro: “Waa kak k’aat cháake’, ma’ xaan tuuxta’ak to’on Chak ik’alo’obi’”. “Si pedimos lluvia, puede que en vez de ésta nos envíen ciclones”.

Pero el cambio no ha sido solamente climático, y no se ha dado de la noche a la mañana. Hace casi 80 años, Robert Redfield, maestro de Villa Rojas y figura totémica de la antropología mexicana, al interpretar las transformaciones de una “cultura  de transición”, como era la yucateca postrevolucionaria –muy distinta a los actuales procesos de “ensamblajes” turísticos globales, de una sociedad de comunicación que ha roto las recoletas subjetividades sociales en la Península-, habló de “la decadencia de los dioses”: la secularización e individualización de la estructura social a medida que se pasaba de Tusik, Chan Kom, Dzitás y Mérida:

“La decadencia y desaparición de los dioses y las ceremonias paganas que se observa a medida que se pasa de Tusik a Mérida, puede considerarse con toda evidencia como la suplantación de la cultura indígena por la europea, pero puede reconocerse también como un aspecto del carácter relativamente más secular de la vida en la villa y en la ciudad. En los pueblos, los dioses del bosque, de las milpas y de las abejas se hallan muy próximos al hombre, están plenamente definidos y diferenciados y se les rinde culto en rituales bien determinados. Los chaacs están identificados íntimamente con la lluvia; cuando las nubes se acumulan, el nativo puede anunciar que ‘los chaacs están cabalgando por el cielo’. A los balamob, guardianes de la milpa y del pueblo, se les oye por la noche en los silbidos y susurros del bosque”.[7]

Pero en Dzitás, refería Redfield, no faltaban los que se burlaban de estos “seres sobrenaturales”. Se le ha hecho demasiadas críticas al trabajo de Redfield sobre el continuum folk-urbano, todo se restringe en decirle “evolucionista”, cuando no difusionista, anti boasiano, defensor de ideas periclitadas por su tufo decimonónico (la dicotomía que presenta Redfield en  su libro precitado, fue descrito como el de “un contraste vagamente evolucionista entre las comunidades primitivas y campesinas analfabeta homogéneas, religiosas, familiares y personalizadas y la sociedad urbana alfabeta, heterogénea, secular, individualizada y despersonalizada”[8]). Considero que sus propuestas hay que repensarlas, discutirlas nuevamente, pues forman parte de la tradición de la ciencia antropológica mexicana,[9] y su labor es antecedente inexcusable para los “yucatecólogos”, aunque Redfield no analizó pueblos, villas y ciudades de la sierrita con distinta dinámica a la del oriente peninsular. Cuando escribía su cardinal texto, Mérida era el centro de las dinámicas modernas: la que tenía la dirección en términos políticos, económicos, culturales y sociales en la década de 1940. Hoy, la irradiación económica y en donde se presenta más genuinamente esa fachada de “modernidad”, además de Mérida, se dan en las zonas turísticas de la Península.

Encajonados entre la antigua zona maicera y lo que fueron alguna vez los “bosques orientales” de la territorialidad cruzoob, Xquerol, Sacalaca y Sabán, pueblos que habían sido abandonados en la segunda mitad del siglo XIX como consecuencia de la Guerra de Castas, gravitan en la dinámica turística. Hoy, las propuestas de secularización y de “desindianización” que Redfield vio barruntos en la dinámica peninsular de ese entonces, se ha acendrado por motivos que tienen que ver, primordialmente, con lo glocal, estatuidos desde los marcos educativos (indigenismo castellanizante), comunicativos, migracionistas, reflujos de una marea de supuesto cariz “modernizante”.

En Sacalaca y Sabán, dos pueblos importantes de la “ruta de la guerra de Castas” en Quintana Roo, el internet, las comunicaciones tradicionales (radio, televisión, periódicos) y las migraciones de los lugareños a la Riviera Maya, Cancún y las islas, han modificado profundamente la vida, las subjetividades y los imaginarios de ellos. La presencia del turismo en estos paisajes rurales se da como anhelo o verificación de su exclusión, aunque por medio de dependencias como la CDI, se han intentado proyectos que no han tenido continuidad.[10] Otros pueblos mayas como Ichmul y Xquerol (los que, junto con Sacalaca y Sabán, he denominado como el corredor folk-turístico), cuentan con dinámicas similares en cuanto a producción agrícola, apícola, aunque las discursividades del turismo -la inserción de sus comunidades en dicha semántica- es menor. El cambio es innegable. El turismo, sea por su falta o su lejanía, y que en términos de bienestar y desarrollo social es cuestionable para las poblaciones mayas, no se sustrae de estas poblaciones, al menos en los imaginarios sociales.[11]

En este contexto, ¿cómo se presenta la milpa en tiempos del turismo y en tiempos del completo abandono del campo? Desde luego que uno está consciente de los cambios suscitados en esta gran región peninsular, a tono con el envejecimiento progresivo de la clase campesina mexicana.[12]La edad promedio de los productores de autoconsumo de las Unidades Económicas Rurales de la Península (el 77%), es de 55 años. Es decir, los cambios en los patrones laborales es un hecho eminente. La milpa maya envejece, y frente a esta problemática real, no podemos soslayar los cambios acaecidos en las mismas percepciones de los campesinos en torno a la milpa. Las propuestas de revitalización mediante universidades como la UIMQRoo, donde se encuentra una Ingeniería en Agroecología, son más que bienvenidas en este contexto difícil para el campo peninsular en tiempos del turismo y de cara al cambio climático.

Hay que decir que los mayas actuales de Quintana Roo no solamente invocan las plegarias a los yuntzilobs del turismo, no creen solamente que alguien “arrejunta las nubes” con caballos voladores en el cielo cuyas pezuñas hacen caer las lluvias, tampoco están convencidos de que alguien los escucha en el monte ubérrimo de la burocracia, algunos piensan que el arux es un aire que arrastra hojas, otros que es un político con disentería verbal, y en fin, que a los yumbalames y a los señores del monte hay que pedirles permiso “por si las moscas”. Saben también del cambio climático, ven las acciones que el hombre, el hombre blanco en Nichupté, Tajamar y Holbox, ha realizado contra la madre tierra. No solamente creen en fuerzas cosmogónicas difíciles de explicar. Ellos interpretan, y al interpretar, leen los acontecimientos naturales. Ciencia de lo concreto,[13] o ciencia disruptiva si la interpretamos en términos de lo que Boaventura de Sousa Santos ha indicado en su famoso discurso sobre las ciencias: “la ciencia posmoderna sabe que ninguna forma de conocimiento es en sí misma racional; sólo la configuración de todas ellas es racional. Intenta, pues, dialogar con otras formas de conocimiento dejándose penetrar por ellas.[14] El famoso diálogo intercultural es, desde luego, un diálogo de saberes, de creencias, de tradiciones científicas en igualdad de circunstancias.

No por nada el estudio que hace Bernardo Caamal Itza sobre el xok k’íin, un conocimiento “global e integral” de una ciencia de lo concreto (no le pide nada a la ciencia en términos de occidente), donde pone en práctica los antiguos saberes milenarios de los abuelos mayas. Frente a la continua sequía que puso en aprietos los cultivos de la región central de la Península, en 2008 “el Arux”, como es conocido este comunicador oriundo de Peto, comenzó a perfeccionar la práctica del “xok k’íin.”[15] Al principio ayudado solamente por su familia, en la actualidad cuenta con el apoyo de profesionistas dedicados a la biología y a temas de la cultura maya, así como milperos de diversas localidades de Yucatán y Quintana Roo. Juntos conforman el Colectivo Xok k’iin, en esa lectura del clima para el mes de enero. En 2011, el PNUD se interesó y apoyó esta propuesta de defensa de la comunidad. Para el Arux, “las cabañuelas mayas” “permiten que se recupere el hábito de la observación y la apreciación de la naturaleza” entre el pueblo maya.[16]

En un folleto dado a conocer en el 2017, podemos adentrarnos a los umbrales de esta ciencia de la milpa, ciencia compleja y humanista, pues cultivar la tierra “supone tener un conocimiento profundo de todos los elementos que intervienen para que las semillas germinen y se desarrollen con plenitud”. Nada más importante que la soberanía alimentaria de los pueblos, pues esto implica la autonomía material, necesaria para otros tipos de autonomía como la política y la cultural. Por medio del xok k’íin, sabemos que el nido de la yuya (la famosa oropéndola), su tamaño y sus características, son indicios de lluvias abundantes o sequía inminente. La floración de árboles como el “béek” y el “ja’abin” igualmente forman parte de los bioindicadores. Las hormigas, las chachalacas y algunas plantas que desprenden olores especiales, forman parte de los zooindicadores para el campesino que todo lo apunta, graba y registra en su memoria. Caamal Itzá lo ha puesto por escrito, pues él y el colectivo xok k’iin están convencidos de la importancia de “reposicionar este concepto milenario ante los suyos”.[17] ¿Regresaremos a Redfield? Mejor pasemos del turismo a lo folk, de la obra en el hotel a la milpa del saber. Los campesinos de Tusik o de Ichmul nos esperan en este camino que recorremos sin el tren de Dzitás.

[1] Esta gran subregión (el oxímoron es necesario) recorre pueblos como Ichmul y Chikindzonot, hermanados con pueblos como Sacalaca y Sabán por migraciones que se dieron y por sus dinámicas propias. Un poco más arriba de la frontera, Dzitnup y Chan Kom serían otros pueblos de donde salieron campesinos yucatecos para repoblar Xcabil y Tihosuco. La historia de estas migraciones internas, están todavía por hacerse.

[2] Silvia Terán y Christian Rasmussen. La milpa de los mayas. México, UNAM-UNO, 2009, p. 49.

[3] Mario Humberto Ruz. “Credos que se alejan, religiosidades que se tocan. Los mayas contemporáneos”. En Mercedes de la Garza Camino y Martha Ilia Nájera Coronado. Religión maya. México. Enciclopedia Iberoamericana de Religiones-Editorial Trotta, p. 323.

[4] Concreción, al principio, en Chetumal y la mestiza Carrillo Puerto; y, luego, a los elementos de la burocracia se aunó el crecimiento exponencial del turismo a partir de la década de 1970, que dio como consecuencia los cambios en el paisaje ocurridos en la geografía costera de las zonas turísticas.

[5] Más que un juego de palabras, el ts’íik lu’um es una creencia. Significa “tierras que desorientan, que nublan el entendimiento”. Su remedio es prenderles una vela o veladora. Javier Gómez Navarrete. Diccionario Introductorio. Español-Maya. Maya-Español. UQRoo, Chetumal, 2009, p. 104.

[6] Conversación personal con José Manuel Poot Cahum, 6 de febrero de 2018, José María Morelos, Quintana Roo.

[7] Robert Redfield. Yucatán. Una cultura de transición. Versión española de Julio de la Fuente. FCE, México, 1944, p. 278.

[8] Marvin Harris. El desarrollo de la teoría antropológica. Una historia de las teorías de la cultura. México. Siglo XXI Editores, p. 167.

[9] Véase el texto de Felipe González Ortiz y Tonatiuh Romero Contreras. “Robert Redfield y su influencia en la formación científica mexicana”. Ciencia Ergo Sun. Vol. 6, número Dos, julio-octubre, 1999. Texto en línea: http://www.redalyc.org/html/104/10401517/

[10] Cecilia Medina Martín. Proyecto “La Ruta de la Guerra de Castas. Propuesta de diseño de una ruta turística patriomonial. UIMQRoo.

[11] Othón Baños. Globalización y cambio social en la Península de Yucatán. Una aproximación sociológica. Mérida, Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán, 2017, p. 320.

[12] “En materia agrícola, México se queda sin productores jóvenes”. La Jornada, 15 de octubre de 2017, p. 33.

[13] En el capítulo “La ciencia de lo concreto”, de su libro El pensamiento salvaje, Levi-Strauss dio argumentos plausibles y valederos de esa especie de protociencia (si no es que ciencia) de los saberes de los pueblos “primitivos”: la observación total, el inventario sistemático, eran indicios de una ciencia en construcción: “Cada una de estas técnicas [agrícolas, económicas, producción social, material, cultural] supone siglos de observación activa y metódica, de hipótesis atrevidas y controladas, para rechazarlas o para comprobarlas por intermedio de experiencias incansablemente repetidas”. Claude Lévi-Strauss. El pensamiento salvaje. México. FCE, 1964. P. 31.

[14] Boaventura de Sousa Santos. Una epistemología del Sur: la reinvención del conocimiento y la emancipación social. México. Siglo XXI editores-CLACSO, 2009, p. 55.

[15] Conocidas también como “cabañuelas mayas”, se distinguen de ellas porque la lectura del clima es anual, y entran en juego los “bioindicadores”.

[16] Lilia Balam. “Cabañuelas, leer el entorno para el clima”. Revista Desde el Balcón. Miradas libres. Mérida. Año 8, Núm. 158. Enero de 2018, p. 11.

[17] Bernardo Caamal Itzá. U ja’abi iik’ o’ob (el año de los vientos). Xok k’íin 2017. (Folleto del colectivo Xook k’iin. 2017.

 
 
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