Las celebraciones de la Guerra de Castas: una historia en tres tiempos | Por Gilberto Avilez Tax

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Portada del Diario Yucateco. El periódico más moderno, mejor informado y más barato de la Península. Mérida de Yucatán, sábado 30 de julio de 1910.

 

La historia es una, pero las interpretaciones de ella son variadas. Esta cláusula vale tanto para la historia nacional, la regional y la microhistoria. En el caso de la historia regional de la Península de Yucatán, el ejemplo de esta idea se concretiza en ese tema tan rastrillado y trabajado, pero todavía inacabado, de la Guerra de Castas de Yucatán. De ser, al principio, un conflicto campesino; en las primeras versiones pronto se la representó como un conflicto “entre la barbarie y la civilización”.

Esta idea de una sociedad dual, de la lucha entre la “espada y el machete”, es fácil de comprobar en los trabajos historiográficos de Baqueiro, Ancona y Molina Solís. Para el historiador Enrique Florescano, era normal que en las plumas de estos tres autores se encontrara un fuerte sesgo racista en su narrativa y explicación de los hechos, pues, al fin y al cabo, eran “descendientes de la élite yucateca que acumuló un odio visceral contra los indígenas que resistieron la expansión de la agricultura comercial y el desarrollo capitalista”. Y consecuentes con sus intereses, “elaboraron una interpretación étnica, por no decir racista de los conflictos que vivieron sus padres y afirmaron que el origen de la llamada Guerra de Castas fue el odio indígena a la raza blanca, sedimentada a lo largo de siglos”.

Estos historiadores marcaron, desde luego, el primer canon o interpretación criolla en el estudio de la Guerra de Castas que llega hasta el libro de Ramón Berzunza Pinto –mucho de lo que dice el escritor campechano, tiene como fuente principal al historiador liberal Eligio Ancona-; canon que sin duda seguía las ideas del primero de todos que vio con profundo horror la lucha anticolonial iniciada en Tepich en 1847, me refiero a Justo Sierra O’Reilly (1814-1861). Para este reconocido intelectual de la primera mitad del siglo XIX yucateco, los sublevados mayas –y no mayas- del sur y oriente de Yucatán, no eran más que una “raza maldita” de la cual deseaba su desaparición y que “jamás volviese a aparecer entre nosotros”, pues simplemente eran unos “bárbaros” a los que había que “maldecir”.

En la segunda mitad del siglo XIX, esta visión racista fue hegemónica entre las élites meridanas y pueblerinas de Yucatán; muy pronto la Guerra de Castas reconfiguraría el paisaje no solo geopolítico de la Península sino, incluso, el paisaje semántico: los indios pacíficos de dentro de las fronteras se convertirían a la larga en “mestizos”, y los mayas del oriente, que defendieron el territorio ganado a pulso mediante “el machete y la cruz”, serían nombrados como “los bárbaros”, “los indios sublevados” que se ceban en la sangre de víctimas inocentes.

Mientras que contamos con poco material para establecer lo que pensaban de los yucatecos y mexicanos los “mayas rebeldes,” en los repositorios regionales y nacionales el discurso de la “ciudad letrada” está plagado de criterios, explicaciones y narrativas “científicas” sobre estos “mayas rebeldes”. Esto es lo que entiende Castillo Cocom como el “quincunx maya”, la etnogénesis maya como un proceso de creación discursiva sobre este pueblo postcolonial visto desde los prismas del poder (político y académico), y cuya creación y recreación histórica de su identidad está signada por el espacio-tiempo de los discursos de la ciudad letrada: lo maya, en este caso los mayas rebeldes de Yucatán y con ellos su Guerra de Castas, son explicados y “construidos” apelando a los discursos antropológicos, lingüísticos, históricos y arqueológicos que se destilan desde los pasillos del poder y los recintos del saber (universidades y archivos).

Esto, en la configuración epistémica posterior al contacto indoeuropeo, ha jugado un papel preponderante en la creación –metafórica y no- del nuevo mundo: “Las cosas deben tener los nombres que les convienen”, y desde finales del siglo XV hasta el siglo XIX y XX, las cosas americanas, los “indios” y su historia de larga duración contada en sus antiguos códices, los mesoamericanos y su “senda milenaria y misteriosa”, comenzaron a ser nombrados e interpelados desde la semántica del poder político europeo-criollo en expansión que se estableció contra ellos. La apropiación de las tierras, los metales preciosos que sirvieron como acumulación primitiva del capital, las playas y el mar de la postmodernidad en este siglo XXI, fueron posteriores a la apropiación de la palabra construida desde los marcos legales de Occidente en América, aunque, como dice el Chilam Balam de Chumayel, esa palabra era “mentirosa”, pues de ningún modo “se descubría”.

A mediados del siglo XIX, el levantamiento de una parte de los mayas de Yucatán como respuesta frontal a las políticas fiscales, agrarias y los seculares malos tratos, daría pábulo para recordar, años después, las viejas consejas y la intrincada historia escrita por los chilames: “Vendrá una gran guerra sobre los gavilanes blancos de los pueblos. Y se sabrá si es verdaderamente fuerte su fe cuando bajen los siervos a regar agua caliente en la cara de las polillas de la tierra, de los pícaros bellacos, de los buitres de los pueblos, de los gatos monteses de los pueblos”. Estos “gavilanes de los pueblos”, reaccionaron ante la arremetida de los mayas, y al final el territorio de la Península fue dividido en tres porciones: Yucatán, Campeche y el inhóspito territorio de los “indios amigos” (cacicazgos sureños de Campeche) e indios rebeldes (Santa Cruz).

Honrados los “héroes de la Guerra de Castas” (no me refiero precisamente a Manuel Antonio Ay, Chi y Pat; éstos eran considerados simples bandidos sedientos de sangre por las élites letradas meridanas) en los textos canónicos que siguieron a Sierra O’Reilly, la casta divina igual legisló para honrar la memoria de los que “ofrendaron su vida” por la “civilización yucateca”. En la prensa de la segunda mitad del siglo XIX, constantemente aparecían textos, cartas, breves ensayos y reflexiones individuales que hacían eco de ese canon criollo apuntado, sobre esa “guerra de montañas” que, como “huracán devastador”, minó y aniquiló sordamente “el edificio social” de la “civilización yucateca”. ¿Cómo se podría luchar, se preguntaba el literato José Patricio Nicolí, “contra un enemigo que no tiene más condiciones de guerra que el machete y el incendio”? Cuando el coronel Daniel Traconis hizo una incursión desde Valladolid al territorio de los de Santa Cruz a principios de 1871, este periplo de los soldados yucatecos por la selva oriental donde antes florecieron pueblos comidos por la manigua como Tihosuco, Tepich o Telá, fue celebrado por un bardo de esa ciudad oriental al grito de ¡A las armas, soldados de oriente!:

En escombros y ruinas tornadas

Hoy se ven vuestros pueblos y hogares,

Y los templos que están sin altares,

Son de inmundos reptiles mansión….

Vuestros padres venganza hoy os piden,

Pues murieron luchando cual bravos,

Por no ver á sus hijos esclavos

De los mayas de Chan Santa Cruz.

El 31 de marzo de 1887, el gobierno yucateco decretó que el 30 de julio sería en adelante día de duelo para el estado “en conmemoración de la guerra de bárbaros”. De ese tiempo hasta bien entrado el siglo XX, los 30 de julio fueron días en que el coraje de los literatos blancos y mestizos yucatecos contra “los bárbaros” no se hacía esperar. Era un acto celebratorio de la memoria selectiva y elitista “ladina” que tuvo su cenit para mayo de 1901 cuando se supo en Mérida y sus pueblos de la toma de Santa Cruz por los batallones porfirianos comandados por Ignacio Bravo; cada 30 de julio, en distintos periódicos y revistas yucatecas, la memoria de la “funesta guerra” era expiada por las celebraciones de cómo “la civilización yucateca” se sobrepuso a tan terrible trance de mediados del siglo XIX. Doy dos ejemplos, uno de 1890 y otro de 1910. En 1890, en el periódico oficial del Estado de Yucatán se podría leer lo siguiente: “Hoy conmemora el Estado, vistiendo luto, el 30 de julio, aniversario de luctuosa y tremenda recordación en la historia de Yucatán. Con él se marca la fecha infausta en que la raza indígena, alzándose armada y rabiosa, en 1847, arrojó el grito de odio y muerte contra las razas blancas y mestizas de esta Península.” Desde luego, los editorialistas refrendaban sus dichos con el texto canónico de Baqueiro para explicar lo sucedido en 1847. El otro ejemplo de esta visión racista de la historia de la guerra de castas, sucedió escasos meses del estallido de la Revolución mexicana. El 30 de julio de 1910, el Diario Yucateco, perteneciente a la familia Molina y cuyo redactor en jefe era Álvaro Torre Díaz, traía un dibujo que resume claramente este sesgo racista de la interpretación ladina del conflicto, que venía a reforzar todo un discurso canónico de la Guerra de Castas. En esta portada de 1910 del Diario Yucateco, la imagen que traía era una descripción de una matanza efectuada por los “mayas rebeldes” a un pueblo yucateco. “Los bárbaros”, descalzos, vestidos solo con calzón de manta y blandiendo un machete, se enseñaban contra la población indefensa y el fuego de las chozas ardía la tarde (¿o la noche?), mientras en el horizonte, sobre una lomita, se la llegada de un batallón del ejército yucateco para batirse con los “indios sublevados”.

Sin embargo, este discurso, con la nueva reconfiguración política en la Península y en México a partir del indigenismo mexicano, se modificaría y daría paso para una nueva revaloración de la Guerra de Castas. En Yucatán al parecer, la positividad de la guerra de castas comenzaría en el periodo socialista de Carrillo Puerto. En dicho periodo, la indianidad jugó un papel importante en el programa político de reivindicación del campesinado con Carrillo Puerto. Sarkisyanz, el biógrafo más completo del motuleño, apuntó en su libro que “la guerra social o Guerra de Castas de 1847…fue una luz que se proyectó desde el pasado iluminando con siniestros resplandores la Península y que, al apagarse, siguió iluminando a los espíritus generosos, que pregonaron después lo que en esa guerra no triunfó: la justicia social”. Este fue el segundo tiempo de la celebración “oficial” de la guerra de castas por parte del Estado postrevolucionario.

Sin embargo, la guerra de castas, mitologizada por los indianistas de izquierda radical como una guerra entre los blancos y mayas, y en donde se ha perdido en buena parte de la historiografía guerracastóloga la visión de cómo pasaron los pueblos fronterizos yucatecos el largo periodo de “Guerra prolongada” en las fronteras (1855-1890), podría decir que a la larga igual fue simplemente oficializada y ritualizada por el Estado regional. Entramos ahora al tercer tiempo.

En Quintana Roo, donde existe un fuerte sesgo de cosificación cultural de la historia maya producida por el turismo a partir de 1970, del 26 al 30 de julio la guerra de castas se convierte en una recreación turistera de un conflicto lejano que hoy es otro incentivo del “turismo alternativo” o turismo cultural. Desde los andamios estatales, en Tihosuco se recrea –solo en el teatro al aire libre- esa historia autónoma, periclitada por unas leyes en materia indígena que necesitan ser puestas al día; o bien, por una historia reciente donde las asimetrías que se dan entre la zona maya con las zonas turísticas es más que evidente. En Quintana Roo, la exaltación del pasado raya en el “performance” y el “ritual” indigenista. Doy un ejemplo: el 7 de marzo de 1998, meses antes de la promulgación de una ley en materia indígena en el estado, tuvo lugar en Tihosuco una “jornada histórica para Quintana Roo”: el regreso de los restos (la calavera) de uno de los más sanguinarios de los líderes mayas, Bernardino Cen, a tierras del oriente peninsular. En una vieja Gaceta de la Universidad de Quintana Roo, ese 7 de marzo de hace más de 20 años, en Tihosuco: 

[…] una comitiva integrada por el Gobernador, ingeniero Mario Villanueva Madrid, el sacerdote de Tixcacal Guardia, Isidro Ek Cab, el Rector de la UQROO, licenciado Efraín Villanueva; la delegada del INAH, arqueóloga Adriana Velázquez, y el presidente municipal de Carrillo Puerto y el alcalde de Tihosuco, depositaron una ofrenda floral ante el monumento a Jacinto Pat, en la plaza del poblado, en homenaje a los caídos en la Guerra de Castas. Posteriormente, se trasladaron, acompañados por una multitud de vecinos del lugar y localidades aledañas, al Museo de la Guerra de Castas, donde fue depositado el cráneo del jefe rebelde, Bernardino Cen, para concluir en una ceremonia realizada en un anexo exterior del Museo. Ahí, el mandatario reconoció el trabajo realizado por el investigador norteamericano [Paul Sullivan, biógrafo de Bernardino Cen], así como por la Universidad de Quintana Roo, y la colaboración del Instituto Nacional de Antropología e Historia, para reintegrar los restos del jefe rebelde a Quintana Roo. Asentó que la lucha de los mayas por mejores condiciones de vida, continúa vigente, pero a través de medios propios de la democracia y el diálogo”.

Lo que sucedió en Tihosuco hace 20 años, fue uno de los tantos ejemplos de cómo el estado regional de cuño priísta, utilizaba la historia de los mayas rebeldes para legitimar y reforzar su dominio. Sólo lo muerto, lo sin vida, lo inerte, tiene “vida” para un Estado indigenista. O como ha recordado Leventhal y Chan, en cuanto al turismo en Quintana Roo, se da primacía en las zonas turísticas a “los antiguos mayas”. El ritual que siguió la calavera de Cen, puede explicarse diciendo que “Los indios muertos revelan un pasado histórico excepcional, representan grandeza arqueológica y mitológica, son fuente de autenticidad y originalidad, rasgos indispensables de la nación moderna, cuyo prestigio emana de una continuidad histórica irrefutable.”

Se ha llegado al punto de hasta convertir en teatro propio del new age a una historia de la guerra de castas que hizo posible la creación del estado de Quintana Roo. Entre coyotes indigenistas y neo indigenistas con un halo romántico y vulgar de la historia regional, con leyes indigenistas que dicen sin decir, catrines finos y “mayas performance”, la Guerra de Castas se ha convertido en otro manjar para las ansias del turista conquistador.

CITAS

1 Enrique Florescano. Etnia, Estado y nación. Ensayo de las identidades colectivas en México. Editorial Aguilar, México. 1997, p. 475.

2 Ramón Berzunza Pinto. Guerra social en Yucatán (Guerra de castas).  Mérida, Maldonado Editores –  Gobierno del Estado de Yucatán –  Secretaria de Educación, 1997.

3 Y el concepto “maya rebelde” tampoco es gratuito ni mucho menos inocuo: tiene toda una carga semántica de clasismo y racismo en sus letras. ¿Rebeldes a quién, a quiénes?

4 Castillo Cocom, Juan Ariel, Timoteo Rodríguez and McCale Ashenbrenec. “Ethnoexodus: Escaping Mayaland”. In Myers Bethany and Lisa Le Count (Ed.), The Only True People”: Linking Mayan Identities Past and Present. Boulder: University of Colorado Press. 2017.

5 Tzvetan Todorov. La Conquista de América, el problema del otro, México, siglo XXI, 1999: 36.

6 Salvo el caso de Jacinto Pat, que al parecer gozó de las simpatías de algunos literatos meridanos y mexicanos, seguramente por su cercanía que tuvo con el poder antes y después de 1847. Pat puede ser considerado un hombre “bisagra” entre el mundo ladino y el mundo indígena del Yucatán de la primera mitad del XIX.

7 La Razón del Pueblo. Periódico oficial del Estado libre y soberano de Yucatán. Mérida. Lunes, febrero 10 de 1873. Redacción. La Guerra de Castas.

8  La Razón del Pueblo. Periódico oficial del Estado libre y soberano de Yucatán. Mérida. Artículo de José Patricio Nicolí. Febrero 3 de 1871.

9 Himno de F. Peraza dedicado al c. Daniel Traconis, comandante en jefe de la Línea de Oriente, y de las fuerzas de su mando, ántes de partir para el campo de los indios sublevados. La Razón del Pueblo. Enero 25 de 1871.

10 Bernardo Ponce y Font.  Índice General, Por Orden de Materias, de Las Colecciones de Leyes del Estado de Yucatán, Formadas por D. Eligio Ancona y D. Antonio Cisneros Cámara, Escrito y ordenado, con autorización del Gobierno del Estado, por el Lic. Bernardo Ponce y Font. Del 1º de noviembre de 1850 al 31 de diciembre de 1896. Mérida, Tipografía de Gil Canto. 1902, p. 109.

11 “30 de julio”. La Razón del Pueblo. Mérida, miércoles 30 de julio de 1890.

12 Aunque, como sabemos, el proceso revolucionario en Yucatán no iniciaría plenamente sino hasta 1915.

13 “30 de julio”. Diario Yucateco. El periódico más moderno, mejor informado y más barato de la Península. Mérida de Yucatán, sábado 30 de julio de 1910.

14  Posicionado como un revisionista de la Guerra de Castas, Rugeley ha desmentido una serie de mitos sobre la Guerra de Castas. En un artículo en que desmiente cinco mitos de la Guerra de Castas, Rugeley concibe a Chan Santa Cruz como un pueblo yucateco con iglesia colonial, y con un autoritarismo de sus jefes que tiene más que ver con la sociedad colonial y la “república patriarcal” del Yucatán de la primera mitad del siglo XIX. Y más que señalarle un origen “prehispánico”, Rugeley indica que “cada práctica de Chan Santa Cruz tuvo antecedentes en la militarización, esencialmente borbónica […] Terry Rugeley.  “Violencia y verdades: cinco mitos sobre la Guerra de Castas en Yucatán”, en La Palabra y el Hombre. Revista de la Universidad Veracruzana. Tercera época, número 21, verano de 2012, pp. 27-32.

15 Gilberto Avilez Tax. Paisajes rurales de los hombres de las fronteras. Peto (1840-1940). Tesis Doctoral. CIESAS Peninsular, 2015.

16 “Jornada histórica para Quintana Roo: los restos de líder maya, en Tihosuco”. Gaceta UQROO número 9, marzo-junio de 1998, pp 38-40. 

17 Richard M. Leventhal, Carlos Chan Espinosa and Cristina Coc. “The modern maya and recent history”. Volume 54, number 1, Expedition, p. 48.

18 Natividad Gutiérrez Chong. 2004 “Mercadotecnia en el ‘indigenismo’ de Vicente Fox”, en Hernández Rosalva Aída et al, El Estado y los indígenas en tiempos del PAN: neoindigenismo, legalidad e identidad. México, CIESAS-Porrúa coeditores, p. 30.

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