El padre del teatro en Chetumal: Álvaro Rivera Santín | Por Gilberto Avilez Tax

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El maestro Álvaro Rivera Santín, un chetumaleño de buena madera, un hombre de teatro con una profunda sensibilidad por las artes, dejó de existir este noviembre que termina. Yo aún estoy con la tristeza por no haberle hecho la entrevista de que hablamos alguna vez.

Rivera Santín, abogado de profesión de la UADY y con sensibilidad literaria, había hecho de sus frecuentes evocaciones familiares, de su abuelo que vino de luengas tierras europeas a radicarse en el viejo Payo Obispo, una manera para entender a su ciudad, la más enigmática de la Península, la más caribeña de México, aunque Álvaro nunca profesó ese sentimiento prelógico del nativista atrincherado: fue un peninsular en toda la universalidad que implica esa palabra. Fue, también, como tantos chetumaleños, un migrante hacia Mérida, la capital de la Península, donde abrevó de su rica tradición cultural.

Algo que siempre admiré de su prosa, fueron esas evocaciones de su ciudad comida por otra ciudad (de la vida cotidiana y de los pasajes olvidados), una ciudad crecida en la desembocadura mansa del Hondo, frente a una bahía tranquila que Rivera Santín recorrió casi a diario con sus perros. Porque era un canófilo consumado, un amante y un defensor de los perros en Chetumal.

Lector profundo, en su muro de Facebook está la relación que dejó Álvaro de su saga familiar, los Santín. Que yo sepa, tenía un manuscrito novelesco, o la intención de sentarse a escribir la novela de su tribu, costumbre literaria entre los descendientes del viejo Payo Obispo y sus pasajes magicorrealistas trufados de chicle, de contrabando, de migrantes, de selva y resplandores de una guerra que había sido la causa principal de que un pontón destartalado, un almirante y sus marinos encallaran, al finalizar el siglo XIX, en un recodo de la manigua que dejaba un claro del Hondo. 

Sus críticas al mal gobierno, a la estupidez consuetudinaria de los politicastros tropicales, las decía con suma fineza y economía de lenguaje. Es de recordar cuando se opuso a los malos manejos de una dirección del ITCH, tiranuela, corrupta y antidemocrática en tiempos de Borge Angulo. Una dirección del ITCH, que en tiempos del sátrapa Borge, instauró una “ley mordaza a los estudiantes a los que prohibió cualquier tipo de manifestación pública a través de mantas o protestas a favor de la acción global por Ayotzinapa”. Contra eso, el temple democrático y la ética del maestro Rivera Santín, fue una brújula en el camino de la democracia.

Porque Álvaro Rivera Santín, sibarita y gourmet (gastronómico y literario), de porte siempre elegante y que podía asemejar a un burgués conservador, nunca dejó de ser un militante comunista, un hombre de izquierda que tuvo la certeza de que la Revolución no podría obviar a la torrencial vastedad poética que había dado, en cinco siglos de sedimentación del castellano en estas tierras tropicales, la literatura latinoamericana. Fue así que, en sus años de estudiante, junto con Jorge Angulo, Oscar Sauri Bazán, entre otros, hicieron perfomance en Mérida, recitaron a Neruda, a Lorca, a Vallejo, a Miguel Hernández y tantos otros, en el festival Hispanoamérica canta.  Sus monólogos en el teatro meridano aún son recordados.

Álvaro fue de una generación de chetumaleños migrantes a Mérida o a México para hacer estudios de licenciatura. En Mérida, comenta Sauri Bazán, revolucionó el teatro y fue uno de sus pilares. Al regresar a su ciudad natal, Rivera Santín fue una bocanada de aire viva para un teatro en ciernes. Si de alguien podemos hablar como padre del teatro en Chetumal, es de Álvaro Rivera Santín. Descanse en paz, maestro.

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