La Independencia de México, episodio ajeno a la Península de Yucatán | Por Gilberto Avilez Tax

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En Yucatán, como en el centro de México, la Conquista la hicieron los mayas, y la Independencia la proclamaron los blancos. La Península de Yucatán, en los años de 1808-1821, que comprende los procesos sociales, políticos, militares y jurídicos que se dieron en España y las tierras americanas bajo la férula de la corona española, y que han sido nombrados como el proceso de Independencia, no tuvo mayor relevancia en cuanto a términos militares: una península alejada de Nueva España, más cercana a Cuba y hasta a otros puertos de los dominios españoles en centro y Sudamérica, lo que comenzó a partir de 1810, la lucha militar de las huestes de Hidalgo, Morelos o Guerrero contra las tropas  realistas, no tuvo eco bélico en tierras peninsulares. 

Yucatán era un mundo aparte, pues todo que venía del centro, las noticias de las batallas entre los insurgentes y realistas, eran “difíciles y tardías como eran las comunicaciones, y sobre todo inciertas, no podía conocerse exactamente cómo ocurrían los acontecimientos, sino que se presentarían tendenciosamente desfigurados” (Acereto, Enciclopedia Yucatanense, Tomo III, p. 170). No hubo levantamiento militar ni de criollos díscolos y dados a las nuevas enseñanzas de la filosofía francesa, americana y el liberalismo español estatuido en las Constitución de Cádiz, de 1812; ni mucho menos de los aún todavía no nombrados como “mayas”.

Entre 1810 y 1821, los indios de Yucatán tal parece que solo entraban en los predicamentos justicieros del grupo de los San Juanistas (adherentes a las nuevas filosofías de los tiempos, pues todavía necesitarían nuevas experiencias que se darían en menos de 20 años: es decir, la inclusión al ejército de los hijos de “Tutul Xiu y Cocom” que les dio una experiencia militar; la crisis agrícola y territorial debido al ensanchamiento de la frontera del azúcar en viejas zonas indígenas no cercanas a la influencia de Mérida. Su guerra no sería la “guerra de Independencia” de los herederos de los conquistadores de la Península; y las ideas que enarbolarían los criollos cultos y progresistas como Lorenzo de Zavala, José María Quintana (padre del prócer de la independencia mexicana, Andrés Quintana Roo) y Francisco Bates, el introductor de la imprenta en la Península, eran resonancias extrañas frente a un importante segmento indígena arraigado a la tierra, a sus procesos culturales y a sus dioses del monte. 

Pero la retórica de las nuevas ideas pregonadas desde la Constitución de Cádiz de 1812, sí habría de posibilitar que el espectro político se abriera y se conformaran nuevos Ayuntamientos en anteriores pueblos de indios. Un historiador contemporáneo de los primeros años del XIX, Arturo Güémez Pineda, habló de la “alborada de los Ayuntamientos”, que proliferaron en pueblos que antes eran predominantemente indígenas, pero que a partir de fines del siglo XVIII, la migración blanca al sur y oriente y otros puntos de la geografía para fomentar cultivos agroindustriales (la caña en la región de Peto, Tekax, Tihosuco), hizo que estos nuevos Ayuntamientos fueran copados por poblaciones no indígenas gobernando y aplicando leyes de desamortización a las tierras de los mayas. Es decir, hay que subrayar que, desde las normativas iniciadas en Cádiz, si bien es cierto que el espíritu del “progresivismo” había impulsado al estrato indígena para exigir un igualitarismo político, ciudadano, la retórica ciudadana, retórica al fin y al cabo, más las pugnas entre las élites políticas yucatecas, hicieron que sus expectativas de progreso fueran cortadas. 

Es decir, la situación estructural del pueblo maya, no cambió gran cosa cuando en Mérida se proclamó la independencia de la Provincia de Yucatán el 15 de septiembre de 1821, debido a la cercanía de Juan Nepomuceno Fernández, que comandaba una fracción del ejército que había destacado el Corl. Santa Anna desde Cosamaloapan para llevar la chispa de la revolución de independencia a toda la costa: Nepomuceno había tomado Tabasco y amenazaba a la Península. Ante ese hecho, el último gobernador del Yucatán Colonial, el mariscal de campo, D. Juan María Echéverri, llamó a junta a todos los notables de Mérida, a los miembros de la Diputación provinciana (Lorenzo de Zavala, Pedro Saínz de Baranda), a los miembros linajudos del Ayuntamiento meridano, al señor obispo y demás elementos de la curia, así como a los jefes militares: ningún hijo de Tutul Xiu o de Cocom (despreciados por la mentalidad racista criolla, que los veía aherrojados a sus “costumbres” y “tradiciones”, y ajenos al progreso de las nuevas ideas liberales, de propiedad privada y del comercio), estuvo presente en la “unánime proclamación en Mérida de la independencia de Yucatán, donde se expresaba, en seis puntos, lo siguiente:

1º Que la provincia de Yucatán, conociendo que su independencia política era reclamada por la justicia, requerida por la necesidad y abonada por el deseo de todos sus habitantes, la proclamaba bajo el supuesto de que el nuevo sistema no se hallase en contradicción con la libertad civil;

2º Que para afianzar los legítimos derechos de libertad, propiedad y seguridad, que constituían el orden público y la felicidad social, se observaran las leyes existentes, respetándose las autoridades establecidas;

3º Que reconocía como hermanos y amigos a todos los americanos y españoles europeos que abundando en sus mismos sentimientos, y que sin turbar el reposo social de que gozaba la provincia, que como objeto preferente se deseaba conservar, quisieran comunicarse con sus habitantes en las transacciones de la vida civil;

4º Que de acuerdo el M. I. Ayuntamiento de Campeche y Teniente de rey, designasen a dos personas de confianza, una del estado civil y otra del militar, para que pasaran a la provincia de Tabasco a manifestar al comandante que a nombre del ejército imperial mandaba en ella, la resolución tomada, acordando con aquel jefe la continuación de las relaciones políticas y civiles existentes entre las dos provincias.

5º Que para precaver los perjuicios que resultarían de la interrupción del comercio, se acordara su continuación, bajo las reglas y aranceles en vigor; y, por último, 

6º Que para afirmar la determinación tomada, comisionábase a los Sres. D. Juan Rivas Vértiz y Lic. Francisco Antonio Tarrazo, para que pasando a la corte de México la comunicaran a los dos jefes superiores [entiéndase Iturbide y O’Donojú] o al gobierno provisional que se estableciera en la Nueva España, a efecto de que a la mayor brevedad y con la más completa instrucción dieran parte a la provincia de sus definitivas resoluciones (Enciclopedia Yucatanense, Tomo III, p. 172).

Retórica hueca lo de esta proclama, pues, al fin y al cabo, estos seis puntos de “independencia” de Yucatán de los notables, no surtiría cambio alguno en la estructura económica injusta para el grueso de los mayas, que seguirían cargando en sus espaldas, como desde tiempos de la colonia, la economía peninsular; ni en las mentes de las élites yucatecas, que consideraban a la “raza maya”, dueña de un “carácter distintivo, como todas las razas aborígenes”, que consistía “en conservar sus hábitos y preocupaciones”, y que “eran el obstáculo más insuperable para la civilización, viviendo como han vivido siempre en la ignorancia, y sobre todo conservando en su memoria las tradiciones de la conquista, de cuyos hechos tarde o temprano se tenían que vengar” (Serapio Baqueiro. Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán desde el año de 1840 hasta 1864, vol. I, p. 59).

Ramón Berzunza Pinto, trabajando las causas de la guerra de castas, cita una aserción inteligentísima del gran Eligio Ancona, que podría resumir el significado de la “proclama de Independencia” de Yucatán, el 15 de septiembre de 1821:

“La independencia debiera haber imitado la conducta de los liberales españoles desembarazando desde luego al indio de las cargas injustas que pesaban sobre él y poniendo los medios de educarle, a fin de nivelarlo en épocas no muy remotas a las demás razas que habitan el país. Pero intereses bastardos se opusieron a este pensamiento que tuvo en verdad muy pocos apóstoles y el descendiente del maya, a pesar de su pomposo título de ciudadano, siguió viendo en el descendiente del conquistador al autor de su miseria y le aborreció como lo habían aborrecido sus padres y abuelos” (Eligio Ancona, citado por Ramón Berzunza Pinto. 1942. Una Chispa en el Sureste. Pasado y Futuro de los indios mayas, México, Distrito Federal, Artes Gráficas, p: 31).

La verdadera Guerra de Independencia de la “raza maya”, iniciaría solo 20 años después de aquella proclama, con la separación y la nueva proclama de independencia de las élites peninsulares en la década de 1840. Solo que esta vez, sería una guerra a muerte iniciada en los montes de Tepich y comandada por los batabes de los pueblos. 

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