“¡Crescencio Poot! ¿Qué yucateco, por menos versado en nuestra historia no ha escuchado este nombre de la boca de millares de personas, refiriendo sus terribles campañas, sus sorpresas inauditas, el incendio, la devastación, la ruina, en fin, que por todas partes dejaba cuando periódicamente salía a recorrer con sus huestes, las poblaciones del Estado?” Con estas palabras se refería de don Crescencio el más grande historiador primero de la Guerra de Castas, Serapio Baqueiro. ¡Y vaya que Poot, mediante su martillo bélico, a él debemos el cincelamiento de las fronteras interiores de la segunda mitad del XIX en Yucatán, posibilitando con esto que el territorio de los cruzoob se consolidara! En 1866, “el incendio, la devastación, la ruina”, corrió por los muros de Tihosuco –sin habitantes para ese entonces, aunque ganado como cabeza de vigía para las tropas yucatecas- porque Crescencio Poot se había presentado al pueblo comandando a sus huestes y dispuesto a batirse con las tropas del Segundo Imperio.
En 1866, con don Maximiliano encaramado al poder en el Castillo de Chapultepec gracias a las legiones de zuavos que “Napoleón el pequeño” (la frase es de Víctor Hugo), sobrino de Napoleón el grande, había enviado a tierras de Anáhuac para posicionar al segundo Imperio; la Guerra de Castas de Yucatán ya llevaba casi una década de que había comenzado. La segunda mitad de 1860 le daría un fuerte impulso a la resistencia autonómica maya, hasta el punto de que un experto militar que fue enviado para la “pacificación” de los cruzoob con las tropas imperiales, Severo del Castillo, que escribiera una biografía racista contra Cecilio Chi y un tratado militar sobre la guerra que inició en Tepich en 1847, se refería hasta casi con simpatía sobre las guerrillas de los mayas, que hacían una guerra muy pocas veces vista por su flexibilidad, destreza, llena de emboscadas y conocimiento pleno del campo en que se movían las pequeñas pero ágiles tropas macehuales.
Del Castillo, hablando sobre el tipo de guerra perpetrada por los rebeldes indígenas, además de estar de acuerdo en la superioridad militar de los caudillos que lograron dirigir a una muchedumbre de campesinos alzados, indicaba que esta guerra era diferente a todas las conocidas en el país, “una guerra de puras sorpresas la que hacían, de emboscadas hábilmente dispuestas y combinadas”, teniendo una superioridad bélica a la de los soldados yucatecos acostumbrados a la guerra convencional, distinta a la guerra de guerrillas que perfeccionarían los rebeldes en años posteriores, que conocían más que nadie los bosques de la región. En cuanto a los sitios, como el que realizaron en Ichmul, en Izamal, en Peto, Ticul y Valladolid, del Castillo refería que, lo mismo que en la actualidad, los rebeldes se mueven por líneas de circunvalación a través de trincheras que iban moviendo hasta llegar a 20 o 30 varas de los parapetos del sitiado. Además, el terror psicológico efectuado por los rebeldes mediante la “algazara infernal producida por la horrible gritería” era un factor más de combate (Campos García, 1997: 38, 399).
Los mayas del oriente, con la caída de Bacalar en 1858, habían comenzado a establecer sus plenos dominios sobre casi toda la región oriental (lo que hoy es el actual estado de Quintana Roo), y comenzado a “cincelar” la frontera con los yucatecos. Y esta frontera yucateca con la territorialidad rebelde -Partidos de Peto, Sotuta, Tekax, Valladolid- sería el escenario de esas terribles incursiones macehuales. Un vigor de las incursiones orientales in crescendo a distintos puntos de la frontera con los yucatecos, que iba a demostrar su fuerza explosiva en septiembre de 1857 entrando los rebeldes a saco en Tekax; y al año siguiente, en 1858, con la caída de Bacalar, baluarte que les serviría en años subsecuentes para sus tratos comerciales con Honduras Británica; y en la década de 1860, cuando la campaña del Imperio contra los mayas, la fuerza bélica de un pequeño pero bien organizado, altamente combativo y bélico ejército rebelde de Chan Santa Cruz, se mostraría diáfanamente. Contrario a los mayas pacíficos, que negociaron su autonomía con Maximiliano como antes lo habían hecho con los yucatecos desde 1852, los de Santa Cruz, o cruzoob bravos, responderían con pólvora ante las insinuaciones de los imperialistas:
Los cruzoob bravos alcanzaron su más importante cuota de autonomía y beligerancia durante el segundo Imperio. Juntaron alrededor de cuatro mil soldados, algunos dotados de buen equipo bélico, que adquirirían en la colonia británica. De la misma forma como los regímenes que le precedieron y que le seguirían, el de Maximiliano no declinó en su intento por liquidar a los bravos. Pero, como siempre, las campañas gubernamentales no rindieron el fruto deseado (Romana Falcón, 2002: 212-214).
Este esfuerzo militar del comisario imperial José Salazar Ilárregui y del coronel yucateco Felipe Navarrete y hasta de Severo del Castillo, así como de generales vallisoletanos como Daniel Traconis y Francisco Cantón, se toparían con una nueva estructura de poder maya con alta experiencia militar –la dupla Crescencio Poot-Bernardino Cen, entre otros-, y con más de una generación de mayas adiestrados en el arte de la guerra, los cuales llegaron hasta a soliviantar a los que en 1852 habían firmado la paz con Yucatán, los llamados “pacíficos del sur”, complicando la campaña para los imperialistas.
Entre febrero de 1865 y mediados de 1866, el imperio de Maximiliano mandó a sus tropas a Yucatán para –palabras de Maximiliano- terminar con el “estado verdaderamente escandaloso” en el que la Guerra de Castas había subsumido a la Península. Una comisión de generales austriacos – como “aves de paso” se refirió Reed de ellos-, el comisario imperial y los generales imperialistas yucatecos, propusieron como estrategia para acabar la resistencia de los de Chan Santa Cruz, mantener el acuerdo de paz con los mayas pacíficos de Icaiché, exhortando también a los cruzoob mediante la proclama de 1864, en maya y español, de José Salazar Ilárregui, representante de Maximiliano en Mérida, en el que se le conminaba a los cruzoob a rendirse ante su nuevo monarca, como anteriormente lo habían hecho sus ancestros cuando la Conquista de Yucatán y el execrable requerimiento de conquista.
Ilárregui les decía a los rebeldes del oriente, a los “descendientes de los antiguos habitantes de esta Península y súbditos del gran monarca y Emperador Carlos V, a ustedes me dirijo para hacerles saber que un Príncipe ilustre en todo el mundo y tan poderoso como bueno, el Emperador Maximiliano, desciende de ese gran Emperador Carlos V, soberano de sus antepasados hace trescientos años, es quien ahora gobierna la gran Nación Mexicana”. Ilárregui externaba que la lucha que libraban los de Santa Cruz con los yucatecos ya no tendría razón de ser, porque para el paternal Maximiliano, tanto yucatecos como cruzoob eran para él iguales, sus “hijos”. Maximiliano les ofrecía “la paz”, pero que si la rechazaban, los de Santa Cruz serían “culpables de todos los males que vengan de la guerra, y Dios les castigará a ustedes, a sus hijos y a sus nietos”. Pero ni don Crescencio Poot Lira, el “martillo de Yucatán” (la frase es de Baqueiro), ni el sanguinario Bernardino Cen, entendieron de esas razones imperialistas, antes bien respondieron con pólvora y la fuerza de sus machetes, como Crescencio mismo lo hizo saber en julio de 1869, cuando, jactándose desde Tibolón, les recordaba a los yucatecos que “Nosotros no solo peleamos con el Gobierno, sino hasta con el Rey de Vdes; somos soldados de nuestra Santísima Cruz y de las Tres Personas, á quienes respetamos y veneramos”.
Para mediados de 1866, Daniel Traconis se trasladó a Tihosuco para defender la plaza y fortalecerla, pero en ella quedó aislado por los cruzoob desde el 3 de agosto, sin ser ayudado por las tropas imperiales del general Francisco Cantón, derrotado en las trincheras de Majas. 50 días los yucatecos estuvieron a la espera de recibir alguna ayuda del exterior, comiendo hasta gatos, perros y suelas de sus botas para sobrevivir al sitio de Tihosuco, y esta ayuda fue cortada por las patrullas de rebeldes; y sólo cuando estos decidieron, por voluntad propia, abandonar el sitio defendido por unas tropas yucatecas abastecidas apenas por una columna de soldados que lograron colarse hasta Tihosuco para engrosar las filas de Traconis, fue cuando esta pírrica defensa numantina del bando de la “civilización” se consideró por los yucatecos “como uno de los triunfos más importantes de la contienda”. Traconis, que sólo pudo aguantar y aguantar sin poder golpear a las huestes de Poot que habían sitiado a Tihosuco, fue recibido en Mérida, junto con su guarnición exigua y exánime, casi en calidad de héroe, haciéndoles fiestas, saraos, desfiles, discursos engolados y composiciones en su honor que tuvieron a los meridanos ocupados durante varios días. Sin embargo, para hombres experimentados y al tanto de los “horrores de la guerra” como Serapio Baqueiro, que compondría una de las primeras narrativas criollas de la Guerra de Castas, la defensa de Tihosuco de 1866 y el posterior repliegue de los mayas rebeldes significaban, sí, una victoria, mediana si se quiere, pero en medio de tanta derrota sufrida por las tropas yucatecas desde 1854.
Tal vez de este año data el destechamiento y casi destrucción de la soberbia iglesia de Tihosuco, mudo testigo de los cruentos años de la guerra en la región. En un parte oficial del 18 de septiembre de 1866, Daniel Traconis informaba del ataque del 15 de septiembre de ese año al Tihosuco sitiado por los rebeldes, un ataque iniciado a las tres y cuarto de la madrugada acometido de una forma más violenta que la acostumbrada. La acción se prolongó hasta horas de la mañana, y en ella los soldados de la Cruz dirigieron “sobre la plaza tiros con un obús [sic] del calibre de á 12”, clavando hasta “granadas” en el pueblo. Traconis no refiere sobre el daño material a la plaza, aunque por la fuerza del ataque fue de consideración. El sitio de Tihosuco se recordaría años después, cuando el ejército de Díaz ocupó Chan Santa Cruz en 1901, y los mayas rebeldes se replegaron a la selva. Los mayas replegados por las huestes de Bravo, recordarían que en Tihosuco “tan sólo con palos, piedras, dagas y machetes habían vencido a la milicia” imperialista, (Ramos Díaz, 2001: 32-33). ¿Y no harían ahora lo mismo contra el ejército porfiriano? Los tiempos y la tecnología, distintos a 1866, les dirían que no. Crescencio Poot, el incansable guerrero dueño de una voluntad de hierro con que gobernó por un cuarto de siglo a los cruzoob, ya no estaba con ellos en 1901. Ya sólo tendrían a puros May, traidores de la causa.