El gran represor del 68 estaba ahora sentado en la silla presidencial y tenía el cinismo de decirse socialista. Un día, tratando de explicar su filosofía, dijo que era un dialéctico contradictorio porque contradecía sus propias ideas. No es literal la cita pero el galimatías iba por ese rumbo del non-sense involuntario.
No tengo ahora muy claro cuáles eran las razones de la marcha del 10 de junio. En parte era en apoyo a los universitarios de Nuevo León, que peleaban por dar autonomía a su universidad. También se pedía libertad para los presos políticos pero, principalmente, se trataba de volver a tomar la calle.
Ese día, en el auditorio Che Guevara se anunciaba una conferencia de Octavio Paz. Me pareció una afrenta contra el movimiento estudiantil que el poeta, tan crítico de Díaz Ordaz, se alineara ahora con el sistema y se prestara a dar una conferencia ese día, como si no pasara nada. Yo era lector y admirador de la poesía de Paz pero me sentí indignado por su actitud. Para hacerle sentir nuestro descontento, dos compañeros y yo, antes de partir a la marcha, nos introdujimos al auditorio e hicimos algunas pintas, utilizando fragmentos de sus poemas, a los que nos permitimos hacerles algunas modificaciones o agregados.
“Mis pasos en esta calle resuenan en otra calle …” (porque estoy de manifestación). No recuerdo cuáles fueron otros e ignoro si la conferencia finalmente fue realizada.
La marcha no fue prohibida pero el presidente Echeverría había preparado una emboscada mortal usando a un grupo de golpeadores conocido como los halcones. Ahora se sabe que un veterano de la guerra de Corea, Francisco Javier Chapa del Bosque, el tristemente célebre Profesor Zovek, los había preparado. Muchos años después me topé con un politiquillo de Quintana Roo, Sebastián Estrella Pool, quien inició su carrera política priista formando parte de este grupo de asesinos a sueldo.
Cuando inició la marcha, en una de las primeras filas del contingente de Filosofía, mi amigo Pancho y yo prendimos tremendos cigarros de mota. Atrás de nosotros venía Nancy Cárdenas, que de inmediato reprobó esta acción y nos gritó de cosas, afirmando que las drogas no tenían nada que ver con la política y que era una vergüenza para la Facultad nuestra actitud. Le gritamos que era una pendeja que no entendía que considerar a la mariguana como droga era una acción netamente política y que nosotros reinvindicábamos el derecho a hacer libre uso de nuestro cuerpo. No hubo más discusión porque en ese momento una motocicleta se abrió paso entre los manifestantes e, inmediatamente después, desde detrás de los camiones de granaderos, un nutrido grupo de jóvenes armados con palos salió de pronto y se abalanzó sobre nosotros. Cuando vi que se acercaban usé el palo de mi pancarta para defenderme pero se rompió al primer impacto.
Los agresores corrían tras los manifestantes que corrían. A mi derredor todo era un caos.
Algunos compañeros se enfrentaban a los halcones, otros brincaban hacia dentro de la escuela del Poli. La gente corría en todas direcciones y había gritos y llanto. Entonces me di cuenta de que se oían disparos. Me había quedado paralizado a mitad de la calle y en medio de toda esa violencia desbocada yo sólo había sufrido un empellón. Sin saber qué hacer vi que una mujer en la puerta de una vecindad gritaba y me llamaba para que me refugiara allí. Corrí por puro instinto de conservación. Cuando estuve adentro me di cuenta que había ya un buen número de muchachos, la mayoría más jóvenes que yo. Algunos llevaban uniforme de secundaria. Las pequeñas viviendas estaban atestadas de jovencitos espantados. La puerta se cerró, no supe cuando pero quizá fue porque ya no cabía nadie más allí. Sollozos y llantos histéricos por aquí y por allá pero, en general, los chavos conteniendo las emociones. Se oyó entonces que alguien golpeaba la puerta. La carne se me puso de gallina pero nadie intentó entrar. Se oía algo de lo que pasaba afuera. Sobre todo se escuchaban disparos. Luego de que la sensación de terror me fue bajando me puse a buscar si encontraba algún compañero. Por suerte encontré pronto al buen Pancho.
Tratamos de acallar a quienes estaban bajo ataque de histeria, sobre todo dos chavitas de no más de 15 años. Pedimos silencio para no ser detectados. La señora que nos abrió la puerta se nos acercó y ofreció un teléfono para que los cautivos pudiéramos comunicarnos a nuestras casas. Organizamos que quienes querían hablar se fueran acercando, que las llamadas fueran breves y que dijeran que se encontraban a salvo. Esto ayudó a bajar un poco la tensión y a distraer sobre lo que se escuchaba afuera. Yo sentí que regresaba a mi cuerpo, lentamente, como una pesadilla. Golpes esporádicos en la puerta y gritos cercanos me devolvían por momentos a la pesadilla, que todavía estaba allí.
Ya menos alterado en mis emociones, empecé a sentir un fuerte olor a bacha. Al meter la mano en un bolsillo de mi pantalón pude sentir que el cigarro que había encendido al iniciar la marcha estaba allí, casi completo. ¿En qué momento lo guardé? Nunca lo supe. Busqué un pedazo de papel y lo envolví procurando que nadie viera lo que estaba haciendo. Me di cuenta que mis manos temblaban. Volví a guardarlo en mi bolsa, no sin antes sacudirla de la ceniza y el polvo que habían quedado en el fondo.
Ya organizada la fila del teléfono, Pancho y yo nos subimos a la azotea, con mucha cautela, para ver si podíamos averiguar cómo estaba la situación afuera. No teníamos visibilidad hacia la calle de enfrente y parecía muy arriesgado lanzarse a caminar por las azoteas, sobre todo porque se seguían oyendo disparos. Lo que alcanzamos a ver, hacia atrás de la vecindad, fue uno de los camiones de granaderos, estacionado en uno de los callejones.
Había una pequeña guardia allí. También vimos que en las azoteas de las vecindades contiguas había grupos de estudiantes. Intercambiamos con ellos silenciosos saludos.
La noción del tiempo se distorsionó y ese cautiverio se hizo eterno aunque de acuerdo al reloj pasaron unas tres horas para que dejaran de escucharse disparos, ambulancias, gritos y corretizas. El camión de granaderos seguía allí pero ya se veía cierto tráfico de personas y autos. Decidimos entonces empezar a sacar a la gente. En pequeños grupos de dos y tres chavos, dejando pasar varios minutos entre ellos. Primero se fueron los más jóvenes. Esta operación tomó varias horas. Serían como las once y media de la noche cuando Pancho y yo, los últimos, salimos de la vecindad. Separados unos metros uno del otro, caminamos hacia la avenida México-Tacuba y luego unas cuadras atrás, donde habíamos estacionado el coche. Llegamos allí sin contratiempos y nos congratulamos de haber vivido para contarla.
En ese momento recordé que llevaba un cigarro de mariguana conmigo. Pancho no lo podía creer. Encendí el coche, un viejo Mercedes, herencia de mi padre recién fallecido. Pancho encendió el toque y regresamos a casa mientras nuestros cuerpos soltaban el estrés y temblaban como pajaritos con frío.