De la inexistencia de la ‘comunidad (homogénea) maya’ | Por Gilberto Avilez Tax

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En una discusión que tuve con un profesor (un poco ruda, pero al final de cuentas, de civilizados); llegamos a la conclusión de que no existe la comunidad maya: al menos, no en términos “románticos” y homogeneizadores, propios de una mirada antropológica periclitada (los herederos memorísticos y bastardos recitadores de Redfield y Villa Rojas, que abundan en las indistintas facultades y cuerpos académicos de antropología e historia en la Península).

El libro coordinado por Miguel Lisbona Guillen (La comunidad a debate.Reflexiones sobre el concepto de comunidad en el México contemporáneo, México, Colegio de Michoacán/Universidad de Artes y Ciencias de Chiapas, 2005, 312 pp.), que estoy leyendo estos días, aviva el fuego de las disquisiciones teóricas sobre el término “comunidad”: ¿acaso cuenta todavía con validez hermenéutica alguna para servir de criba analítica respecto a los procesos actuales de la supuesta “comunidad maya”?

En ese sentido, podemos decir que no existe la comunidad maya (es decir, esa que entienden los dogmáticos mitómanos: cerrada, orgánica, pitufezca, milpera, hablante solamente de maya y que practica ciertas ritualidades que acostumbran etnografiar gentes extrañas llamadas antropólogos), sino las imágenes y discursividades sobre ella y a pesar de ella (sigo a Said y su idea del orientalismo creado por la vasta literatura occidental de conquista de oriente) confeccionadas por una larval historiografía y antropología meridana y sus secuelas yucatecólogas: la comunidad, ¿es solamente indígena? Más bien, habría que entenderla como una comunidad de comunicación académica que no es tangible más que en el texto que la atrapa, la constriñe, esencializa y “mayaniza”.

La comunidad, o las múltiples y complejas “comunidades mayas”, recordemos, fueron un invento de las políticas de congregación de la Corona española a mediados del siglo XVI, para el control eficiente de las almas “conquistadas”. No obstante, debido a la planicie calcárea de la península que impidió la aislación perfecta (cosa que sí se si realizó en regiones con geografía anfractuosa), desde el día siguiente comenzaron a vivir, en estas “comunidades”, indígenas y españoles, mestizos y pardos, dándose, en la cotidianidad, el diálogo intercultural, y al mismo tiempo, modificando y recreando –cuando no creando- las viejas tradiciones indias que subsistieron a la debacle de la conquista. Más de 500 años después, lo que llamamos “comunidades mayas”, son las pervivencias coloniales y neocoloniales de pueblos gestados en los siglos de la “occidentalización” de Mesoamérica. Y a pesar de ese embate, en dominios como la lengua y las creencias, han germinado continuidades, aunque hay que recalcar que ninguna es aislada en lo regional-nacional, y se encuentran correlacionadas con las dendritas globalizadoras.

Discutamos el término, y entendamos que la comunidad no existe: es decir, lo que señalamos como comunidad o pueblo maya, es solamente un espacio social donde se encuentra imbricado un mar de historias diversas, de pluralidades que se comen, de disyunciones y conjunciones que se presentan.

Lo maya, lo diverso, puede ser católica o presbiteriana, puede ser priista o panista, atea o magicorrealista, pero nunca un universo reconcentrado y monolítico, como hablan de ella los herederos y bastardos de Redfield y el viejo Villa Rojas.

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