Cinco pasajes sobre María Uicab de Tulum (2) | Por Rodrigo De la Serna

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Por Rodrigo De la Serna

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María Uicab ya no escuchó las recomendaciones de su sobrina, dejó de oírla cuando dijo que no se acordaba de su perdido Manuel. Centró entonces su mirada y mente en un chamaco a unos metros de ellas, que ahora ensayaba posiciones de mantis religiosa cerca de la mujer del altar, que lo veía entre divertida y seria, sin saber si correrlo de ahí o seguir mirando sus desplantes de poseído. La anciana suspiró con la reciedumbre acostumbrada; la encargada del altar se apresuró a encender 21 velas, que se apagaban cada vez que a María le daba por esas exhalaciones al pensar.

–“…¿Por qué Santo Juan de la Cruz Tres Personas?, ¿pa qué has enviado a m’ijo ora como dzul y con menos soles de los que hoy tendría? ¿Qué quieres decirme con esta señal? ¿Ónde me quieres llevar santísima inmortal?”–

En su fuero interno la anciana buscaba a sus dioses de ocaso y amanecer; de pronto, sus claros ojos se posaron en Juan Bautista ahora sintiéndose tortuga. Un minuto más tarde la dignataria sentenció a los aires:

–Sí, sí, ya sé que Florentino Kituk se acerca y que viene a hacer alianza… y también sé que viene a comer… y aquí sí va a comer como nunca, con la sonsa esa que ora tiene por suegra, ni saben tortear… ya lo veo: aquí se va a desquitar de lo mal que come en Chunpom –dijo enfática la vieja receptora de los mensajes de la cruz parlante maya en Tulúm.

Levantándose de su hamaca con serenidad, se dirigió al altar donde presidía la singular pareja del único indio presidente de México y Victoria, reina de Inglaterra y emperatriz del Indostán, alumbrados por coloridas velas de sebo. Entonces Juan Bautista Vega, de nueve años en 1896, oriundo de Cozumel, alumno del único grado en la primaria “Héroes del ‘47”, hijo de Gerarda Vega y entenado del pescador Ruperto Loria, escuchaba voces de cuerdas y tambores, que lo hicieron voltear a otro punto cardinal, un pasaje en medio de una cenicienta selva dorada donde había mapaches, una enorme iguana azul fumando en boquilla, una hermosa mujer desnuda meciéndose en la oscura cascada de su cabellera, la ceiba luminosa llegaba al cielo y le surgían fantásticas galerías de personas con torso y cabeza de animal, capaces de andar volando de un lado a otro como el enano de Uxmal. Ahora, entraba en ese claro de la selva otra señal luminosa, aunque difusa parecía ser la anciana respetable, la que le había dado el atole, se sentaba en un tronquillo y le hacía amistosas señas con la mano.

–Ko’oten wuayé, xi’i paal, ko’oten wuayé, (acércate, chiquito, acércate), te voy a contar otra de las historias de tu tío Ignacio… y si te portas bien, voy a hacer que puedas platicar con tu mamá; ¿qué dices, te gusta la idea?

Juan Bautista comprendió a la perfección las preguntas en maya y sonrió, sonrió como nunca hasta entonces; gritó:

–Sííí… ¡Claro que me gustaría ver a mi mamá y platicarle todo esto y con ella! Le voy a presentar los mapaches que dicen cosas bien chistosas, nos vamos a poner a contar estrellas todos juntos… y después… ¡a cenar salbutes en casa de mi tía Cuchita en Progreso!

Antes, en el universo paralelo María Uicab se había colocado frente al altar en una posición rígida, derivó a la relajación, quería ver más claro su pensamiento, alborotado como hacía mucho no lo sentía. Hasta que apreció sincronía con los ritmos que flotaban en su casa, comenzó a elevar un k’aay (canto), mientras Juan Bautista retomaba la posición de mantis en mantra, daba giros a velocidad lentísima, giraba el país maya, giraba él, giraba como ensimismada cabeza hacia sus descubrimientos. A medida que el ritmo y el canto de aquella mujer crecían en intensidad y letra, el niño fue sentándose mientras sus ojos se cerraban con lentitud, las risas disminuían. Después (es imposible determinar con exactitud el lapso transcurrido por la confusión en cifras de cronistas e historiadores, aun cuando se concuerda en algo:) él ya se había sosegado. Cuando dejó de sonar la risa que ocasionalmente se le escapaba al niño, la anciana guía del cruz’ob en Tulúm dejó su canto. Observó al recién llegado, luego con detenimiento fue a él, se detuvo a un paso del delgado cuerpo de diez años. Al instante, la mujer del altar colocó una sillita de palo y palma detrás de María, y se retiró, veloz y silenciosa, a su puesto junto a las velas. Minuto y medio después la anciana se sentó. Callaron los músicos. Luego extendió la mano derecha; su puño entonces cerrado iba abriéndose en flor hacia él; con los ojos cerrados, los dedos de su mano izquierda palpando el aire, la sólida mujer maya musitó palabras que se escuchaban húmedas y soleadas:

Ts’aten ja’, ts’aten ik                           “Dame agua, dame atole

Ti’al u beytal in kuxik                            para masticar sabroso

Ts’aten ja’, ts’aten ik                            dame agua, dame atole

Ti’alu beytal in kuxik jach ki                para que me sepa sabroso”

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Desnuda frente a él se hallaba una bella anciana sonriéndole, casi al mismo tiempo él se dio cuenta que todos los demás seres habían desaparecido. Al voltear a buscarlos, sólo encontró a un mapache echado a sus pies. Estaban en una estancia ondulante, que le recordaba vagamente el interior del templo maya en San Gervasio, cuando él y Gonzalo, su valedor en el muelle, hasta allá se iban de pinta. Entre nueve ceibas macizas, en un sitial de piedra pulida estaba la anciana, Juan Bautista la creyó hecha de hojas doradas, verdes jades titilantes y mullidos. María tenía la espalda erguida, las palmas de sus manos reposaban en los firmes muslos morenos. Lo miraba con placidez.

–¿Cuántos años tienes Manuel? Dime… ¿tienes hambre?… podemos hacerte un boquinete frito… sabemos que te gustan, pero antes quiero pedirte un favor: siempre me vas a decir la verdad, ¿verdad? A ver: di que sí, dímelo…

Florencia Chi les miraba sentada cerca del altar. Nunca dejaba de preguntarse qué había en aquellas palabras de su tía, la maravillaron desde la primera vez que presenció un encuentro de María, con otra persona bajo el influjo de su sapiencia y métodos. Ahora la sacerdotisa iba en otra letanía frente a Juan Bautista, al que le caía un rosario barroco, otra cascada del sic transit gloria mundi: “…Maximiliano de todas las Españas, Santo Juan de la Cruz Tres Personas, Santo Señor en Chan-Káh Derrepente, Santo Niño Chac de Maní, Santo Benito Juárez Enunpie, Reina Victoria Sota de Ultramar, Torre de marfil de Tihosuco, Santa María de X’Chel en Roma…”

La joven Florencia sentía una extraña prisa ante el ritual. Sabía desde siempre que la sagrada ceremonia era sin límite de tiempo, sin embargo, ahora se le extendía demasiado ante las urgencias encima. Ella también tenía sus dotes, que no pregonaba ni ejercía, pero cuando le era necesario se dejaba llevar por la mística. Conforme avanzó el sonido y la palabra de María, también le llegaron visiones… veía la columna de hombres de Chunpom, los vio que venían a Tulúm por una lujuriosa vereda, entre ellos iba Concepción, macewal impetuoso, ya sargento, trayéndole una suave tela de las traídas por los chinos de Belice; luego lo veía bañándose en un cenote, especialmente para ella, y la miraba, y ella sentía una dulce lumbre naciéndole en la vulva cuando como tromba aullante entró un batallón de federales en la vereda de sus visiones, tomaban descuidada a la columna de Chunpom; su Concepción peleaba mientras ella veía una anónima carabina detrás de un cedro, apuntando al joven guerrero maya y ella, ella estaba a punto de avisarle cuando una voz de reina la interrumpió:

–¿Te preocupan más la dzul tropa en movimiento… o que ese tu Concepción viene con Florentino? –sonó María Uicab sobresaltando a Florencia.

Espantada, la joven dejó caer el máuser sobre un perro echado, cuyo brinco y queja asustaron a la de las veladoras. Florencia quería decir algo más que el grito atragantado para avisarle a Concepción, la lengua le quemaba, era la humillación ante los poderes de María Uicab, la habían atrapado con las manos en la masa de sus pensamientos. Con los ojos mansamente cerrados, la boca semi abierta y en silencio, Juan Bautista no se había enterado de nada; mantenía las manos extendidas hacia la silla de la anciana, que miraba con fijeza a Florencia. Tras instantes densos, la joven maya bajó sus ojos al piso y murmuró excusas ininteligibles, mientras se sentaba junto al perro, asustado aún.

–Todo tiene un principio y un final; y si no me dejan hacer mis cosas en paz mejor que se vayan a la playa, a ver si con la ola se aplacan fuego entre piernas –dijo María sin quitar la vista de Florencia. Segundos después, dirigiéndose a la gordita la sacerdotisa de Tulúm decretó:

–¡Y tú niña: que no se te apaguen velas cada vez que ladra un perro!

FCP Zona Maya, 2004

La Bellavista SMA, 2021

 

PRIMERA PARTE

Cinco pasajes sobre María Uicab de Tulum | Por Rodrigo De la Serna

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