De los hispanistas de la historia en Yucatán: ¡Que no nos detengan unas estatuas! | Por Gilberto Avilez Tax

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En el 2010, una decisión unilateral del segmento conservador e hispanista de Mérida (los Pro hispen), y el cabildo de esa ciudad, erigieron una estatua en honor a los “conquistadores de Yucatán”, los Montejo, en el remate del Paseo del mismo nombre. Fue el 30 de junio de 2010 en que el cabildo meridano develó una estatua de Francisco de Montejo el padre y Francisco de Montejo el hijo, del escultor Reynaldo Bolio Suárez. 

Desde su obsesión por una historia hispanista, nunca bajado de su jamelgo de abolengo y de heráldicas trasnochadas, el anacrónico anacronista de “la muy noble y muy leal” ciudad de Mérida, Juan Francisco Peón Ancona, dijo esta perla de la imbecilidad aquel 30 de junio de hace nueve años: “Una voz se oye desde el norte del Paseo ¡Bienvenido, Montejo! ¿Por qué has tardado tanto en llegar? Hace 100 años te espero tu arribo, dice Justo Sierra desde su pedestal”.

Eran los tiempos del neoconservadurismo calderonista, y era el tiempo del Bicentenario de nuestra independencia de la corona española y del Centenario de la Revolución mexicana: ¿cómo iba a festejar la derecha en el poder los procesos revolucionarios iniciados en 1810 y 1910? Los opinadores, historiadores y algunos intelectuales pro hispanistas, para esos años comenzaron a reconocer en Cortés como el verdadero padre de la mexicanidad (revísese los trabajos de Christian Duverger). En cuanto a lo de la Revolución, estaba bien festejar y hacer estudios históricos y hasta literarios en honor a cada uno de los héroes populares: Villa, Zapata y hasta Carranza y el manco Obregón. Pero, con el espíritu neoliberal de desmantelamiento del Estado, la figura de don Porfirio Díaz comenzó a ser desempolvada del archivero historiográfico: un buen segmento de la historia profesional (los colmexianos, sin duda alguna, críticos de los “neopopulistas” de la independencia y revolución), siguiendo los tiempos derechistas, se escoraron en querer apuntalar la figura del “constructor de la nación moderna” en México, el viejo tuxtepecano enterrado en su tumba en Montparnasse. De hecho, José Manuel Villalpando, el quien fuera coordinador de los festejos del Centenario y Bicentenario en el gobierno calderonista, en 1995 y 2015 tuvo la idea de que México trajera los restos del caudillo oaxaqueño para tener un lugar de honor en el Castillo de Chapultepec. Villalpando es uno más de los “falsificadores de la historia”, como exactamente adjetivó el Dr. Pedro Salmerón a un grupo de intelectuales orgánicos de la oligarquía neoliberal mexicana, que en su intento sistemático por querer modificar las apreciaciones del pasado entre los jóvenes mexicanos escasos de historia en las aulas, antes y después de 2010 elaboraron unas perspectivas superficiales y extremadamente simplistas de los procesos históricos que han dado forma a este país, y astutamente intentaron poner, como paladines del México profundo, a los gestores del México imaginario: Cortés, Iturbide, Santa Anna, Limantour, Díaz, Huerta,  los sinarquistas, la iglesia, el orden y progreso neoliberal desde tiempos de Salinas. 

Para esos años del Prianismo, se llegó hasta el punto de que, en Orizaba, en el 2015, se erigió una estatua a Porfirio Díaz, el mismo que a menos de cinco kilómetros de ese adefesio, “por su orden, el ejército disparó contra los obreros (a los que, como en Macondo, apilaron en vagones y tiraron al mar)” (Salmerón “¿Paz y Progreso?” La Jornada, 8 de septiembre de 2015). Contra eso, la respuesta de Salmerón fue admirable: Salmerón mismo, subido a esa estatua, la cubrió con una manta que recordaba a los mártires de 1907 de Río Blanco. En la escritura, Salmerón apuntaba: “Y es que está de moda entre numerosos opinólogos y políticos del PRI y el PAN asegurar que Díaz fue el mejor gobernante de nuestra historia. Aquellos que van más allá de la mera nostalgia por los uniformes, los entorchados, la aristocracia afrancesada y La coerción ilustrada, hablan de los temas: paz, orden y progreso”.

Pues bien, en Yucatán el hispanismo de las élites meridanas (económicas, políticas, culturales y hasta educativas) no es cosa de ayer ni de antier. 114 años atrás, en Yucatán, al saberse la entrada del ejército porfiriano a Chan Santa Cruz, el gobernador Francisco Cantón decretó el 6 de mayo de 1901, que se levante, “en el lugar más adecuado del nuevo paseo ‘Montejo’ de esta capital, una estatua del C. General Porfirio Díaz, actual presidente de la República”, y al “pacificador” y genocida de los mayas rebeldes, Ignacio Bravo, le otorgaba la ciudadanía yucateca ( Diario Oficial del Gobierno del Estado Libre y Soberano de Yucatán, 6 de mayo de 1901.  La Revista de Mérida, 8 de mayo de 1901). 

Si revisamos con detenimiento los periódicos, literatura y opiniones de esa élite que gobierna desde hace 200 años a Yucatán (con los cambios en la superficie, desde luego), comprobaremos que las palabras pringadas de bestialismo del Dr. Sierra O’Reilly sobre los mayas, ha sido una constante que aparece de vez en vez en el discurso racista del XIX entre las élites yucatecas, y subrepticiamente racista en el XX y XXI: “…yo siempre he tenido lástima a los pobres indios, me he dolido de su condición y más de una vez he hecho esfuerzos por mejorarla, porque se les aliviase de unas cargas que a mí me parecían muy onerosas. Pero ¡los salvajes! Brutos infames que se están cebando en sangre, en incendios y destrucción. Yo quisiera hoy que desapareciera esa raza maldita y jamás volviese a aparecer entre nosotros… (Sierra O‘Reilly, en Ferrer y Bono, 1998: 310, 311, el subrayado es mío).  La vehemente respuesta de Sierra se debía a los estragos de la “Guerra de Bárbaros” que había empezado en 1847. Pero esta respuesta no era privativa del contexto de guerra, pues, aunque atenuado, la podemos seguir leyendo hasta en libros de texto de esas épocas, pero todo se concretiza en la conformación económica esclavista de fines del XIX con las haciendas henequeneras y azucareras, y la situación estructural de pobreza en que actualmente se encuentra el pueblo maya en Yucatán.

Pues bien, en este contexto es que podemos entender el discurso supremacista del anacronista Peón Ancona – y de los Pro hispen y de las élites políticas meridanas, que con orgullo se dijeron ser descendientes de Montejo y al mismo tiempo conquistados por ellos-, que, en la develación de las estatuas, profirió estas perlas de la idiotez histórica: 

 

La ciudad de Mérida, a través de su Ayuntamiento, da un ejemplo de justicia y madurez histórica al honrar la memoria de los ilustres varones que, en nombre de España, nos incorporaron a la civilización Latina Occidental, mezclando su sangre con la nuestra, legándonos la lengua castellana y la católica religión que nos sigue distinguiendo en el gran mestizaje orgánico y cultural. Tanto los Montejo como sus compañeros de conquista se convirtieron, desde su llegada a Yucatán, en ilustres abuelos de los yucatecos, miles de los cuales, de todas las condiciones sociales, descienden de ellos. Entre los presentes a esta ceremonia podría señalar a muchos de ellos. Muchas personas lo saben, y otras no, pero estamos seguros de que a estas últimas les encantaría saberlo. Con la presente ceremonia se rompe también un histórico tabú: El de erigir un monumento a quienes vinieron a conquistarnos. Se trata de un tabú que las naciones cultas y maduras del mundo rompieron desde tiempo inmemorial. Así, España levanta estatuas a los moros, sus dominadores por 800 años; Francia, Alemania e Inglaterra evocan la memoria del Imperio Romano, que las invadió y las avasalló; Alejandría, la gran metrópoli egipcia, le debe su nombre a Alejandro Magno, su fundador e invasor” (discurso de Juan Francisco Peón Ancona, 30 de junio de 2010. Mérida).

 

Desde luego que estos fundamentalistas de la hispanidad, se confrontaron con otro segmento que invocaba al pasado y presente indígena en sus posiciones. Mediante un grupo en redes, desde ese entonces no hay 12 de octubre que no protesten contra las estatuas los contrarios al hispanismo yucateco, alegando su desacuerdo contra la visibilidad de “los genocidas” que honran los hispanistas meridanos. En Mérida hay estatuas y monumentos horrorosos (el Canek casi implorante de “la Canek”, la Xtabay brujeril) para los símbolos de la mayanidad. Las élites que hoy construyen el espacio urbano, al parecer han visto que lo hispánico también vende en nombres de hoteles que van desde el Conquistador, el Español, etc. Para lo maya, está una gastronomía carísima en “La chaya maya” donde ponen en un escaparate a dos “mesticitas” torteando. Frente a la Chaya, hace un año se dio un revuelo porque se iba a inaugurar “La Casta Divina”, un restaurante que oferta platillos regionales. Creo, y estoy convencido, que la ciudad capital de los yucatecos es denodadamente excluyente en el espacio que imaginan las elites, existe una especie de reingeniería urbana no dicha (el exilio del carnaval al sur de esa ciudad), y que los símbolos del “éxito” no está en un maya postrado por el sistema inter-étnico colonial y neocolonial: Mérida, el segmento hispanista, sigue siendo racista. 

Por eso debemos pugnar por la desaparición de los prejuicios utilizando las herramientas jurídicas posibles.  Considero que, al final de cuentas, tenemos que volver a sopesar la tan traída “leyenda negra” escrita por Bartolomé de Las Casas, al saber de los desmanes de los españoles en Yucatán. En la Brevísima, hay un memorable pasaje de la destrucción conquistadora: como perros y leones de muchos días hambrientos, así fue concebido por los mayas las “gestas” de los ejércitos comandados por los Montejo: “El año de mil y quinientos y veinte y seis fue otro infelice hombre proveído por gobernador del reino de Yucatán, por las mentiras y falsedades que dijo y ofrecimientos que hizo al rey, como los otros tiranos han hecho hasta agora por que les den oficios y cargos con que puedan robar” (De las Casas). De las Casas no repara en condenar los criminales hechos de guerra del Montejo: “Comenzó este tirano con trecientos que llevó consigo a hacer crueles guerras a aquellas gentes buenas, inocentes, que estaban en sus casas sin ofender a nadie, donde mató y destruyó infinitas gentes”. ¿Y quiénes eran esas gentes? Con un dejo de piedad cristiana insoslayable, el Obispo de Chiapas apuntó:

 

“Este reino de Yucatán estaba lleno de infinitas gentes, porque es la tierra en gran manera sana y abundante de comidas y frutas mucho (aun más que la de México) y señaladamente abunda de miel y cera más que ninguna parte de las Indias de lo que hasta agora se ha visto. Tiene cerca de trecientas leguas de boja, o en torno, el dicho reino. La gente dél era señalada entre todas las de las Indias, así en prudencia y policía como en carecer de vicios y pecados más que otra, y muy aparejada y digna de ser traída al conocimiento de su Dios, y donde se pudieran hacer grandes ciudades de españoles, y vivieran como en un paraíso terrenal si fueran dignos della; pero no lo fueron por su gran cudicia e insensibilidad y grandes pecados, como no han sido dignos de las otras muchas partes que Dios les había en aquellas Indias demostrado” (Brevísima destrucción de las indias, p. 88).

 

Tiene razón don Bartolomé: la construcción del dominio colonial en Yucatán fue muy difícil para la resistencia maya, pero aun así se lograron reponer a este sistema parasitario colonial: la cultura, la lengua, los libros que guardaron en su pueblos, las tradiciones, los saberes que aún nos sorprenden. Pero León Portilla, frente al debate con O’Gorman, igual tendrá razón: el “encuentro de dos mundos” tuvo significados que todavía se logran ver en la difícil realidad en que transcurren los pueblos originarios de América: no es solamente el mestizaje creador, las obras imperecederas del “castellano” (nótese que no hablamos de una lengua indígena) en América Latina (casi todos los escritores, desde Sor Juana, el Inca Garcilaso, hasta García Márquez y Paz, de algún modo pertenecieron a las élites letradas desligadas de la América profunda e indígena), las grandes construcciones urbanísticas y arquitectura sacra, el cambio en el paisaje, la llegada del caballo y la edad de los metales, la imprenta y las universidades desde tiempos de los virreyes; también son las exclusiones que vienen desde tiempos de la colonia y que Mariátegui claramente ya había planteado en sus memorables Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana: la falta de asideros y de derechos de los pueblos indios, en las nuevas repúblicas de opereta posterior al proceso de independencia de la corona española, se tradujeron a las luchas por sus sobrevivencias de distintas formas: la búsqueda de zonas de refugio y apelando al discurso y a la violencia (Guerras de Castas) en el XIX, y que en el XX pasarían los cercos indigenistas castellanizadores, y cuestionarían al Estado mestizo mediante propuestas contra hegemónicas que se concretarían en cambios sustanciales en los textos normativos de las Constituciones mestizas.

Hoy el paradigma pluricultural e intercultural es un hecho, pero lo que no es un hecho es la autonomía necesaria para ejercer sus recursos propios. Está el caso de Ecuador, cuya respuesta de los pueblos originarios en contra de que el gobierno de Lenin Moreno adopte las medidas absurdas del FMI, nos dicen que la problemática indígena aún no ha sido sustanciada de todo. Y en México tampoco. Que no nos detenga una estatua, existen cosas más importantes por hacer como cambiar constitucionalmente los destinos de los pueblos originarios. 

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