Impresiones de un recién llegado | Por Rodrigo De la Serna

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IV

Las raíces compartidas: la Gran Chichimeca y la Mesoamérica maya

Sobre culturas aún denominadas chichimecas, hay que comenzar por reconocer lo ambiguo, lo impreciso, lo despectivo e insuficiente del vocablo que engloba numerosas culturas milenarias, que arraigaron en el actual Guanajuato y estados colindantes.

Zacatecos, Irritillas, Sauzas, Cocas, Tepehuanes, Tepeques, Tecuexes, Macolias, Copuces, Caxcanes-Mexicaneros, Guaxabanas, y especialmente cercanos a San Miguel Allende los Jonace, Pame, Guachichile y Guamáre, eran unas de los cientos de naciones distribuidas en el mundo hoy llamado Aridoamérica. Es un escenario aún palpable en Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Durango, San Luis Potosí, Aguascalientes, Zacatecas, parte de Jalisco, Guanajuato e Hidalgo; una extensa zona semidesértica con sierras y oasis ocasionales; un paisaje que inicia en Querétaro y llega hasta los montes Apalaches, EUA.

De acuerdo a Brannif Cornejo, tales culturas compartían un origen común con otros antiguos pueblos, cuatro grandes tradiciones arqueológicas del Noroeste: los Hohokam, Anásazi, Mogollón y Paquimé, vigentes entre 200-500 de nuestra era hasta los siglos XII y XIII. A diferencia de otras tribus, principalmente cazadores, eran agricultores y sedentarios. 

En Guanajuato destaca la cultura Chupícuaro, su epicentro estaba cerca del actual Acámbaro, su actividad iniciaría 500 años antes de nuestra era; siglos más tarde (hacia el siglo VI) ya poseían artesanía sofisticada, artes y técnicas, urbanismo planificado y organización social. De acuerdo a León Portilla, ello denota una notoria influencia de la avanzada cultural mesoamericana, en particular las ramas veracruzanas y michoacanas.

Ahí comenzaría “lo chichimeca” como sinónimo de estar atrasado, eran popolocas, acepción nahua para bárbaro en comparación con “los mesoamericanos”: otomíes, los de Cuicuilco, Zacatenco y Ticomán, por ejemplo, ya diestros en cultivar maíz, calabaza, chile, frijol, en núcleos urbanizados con gran comercio, servicios y beneficios; su sedentarismo incluía sofisticaciones e interés en artes, suntuosidades, cultos y leyes. Ahí empezaría la visión de la Gran Chichimeca como un infinito lugar de rocas secas; se suponía que ahí nada crecía, menos aún que algo se cultivara por gente que estaba moviéndose siempre.

Por su parte, el fraile Sahagún refiere que las culturas del valle de México previas al imperio mexica (texcocanos, tlatelolcas, azcapotzalcos, etc.), llamaban la chichimeca a los “campos espaciosos que están hacia el norte-lugar de la muerte”. Sin embargo, Powell, Wright Carr, Brannif Cornejo, León Portilla y otros autores, estiman al término como vago e insuficiente en términos socioculturales y políticos.

Hacia el siglo XIV, al perfilarse el futuro imperio azteca crece el sentido despectivo de chichimeca (chimeco, meco, y otros sobrenombres mexica para sus vecinos no sojuzgados al norte, entre los ríos Lerma y Pánuco). Significaba gente incivilizada, de lengua burda, tal como lo aplicaban griegos y romanos, pero al modo de Tlacaelel, el Maquiavelo mexica. Lingüísticamente, chichimeca es antiguo, es polivalente, en la voz azteca destaca lo peyorativo: remite a un perro y a un mecate. 

El modelo de vida practicado por Zacatecos, Irritillas, Sauzas, Cocas, Tepehuanes, y sobre todo los Jonace, Pame, Guachichile y Guamáre, se vivía en un inmenso territorio con regiones que además de guerra, tenían agricultura sistematizada con el calendario mesoamericano, como Chupícuaro, asentamiento sedentario con funciones semejantes a las grandes Tollan mesoamericanas en Teotihuacan, Cholula, los distantes reinos zapotecas y mayas, luego en Tajín y Tulúm, y al final Tenochtitlan. La primera en ostentar tal blasón hace más de mil años fue Tula, la gran metrópoli de la noble Chichimeca.

Pero hubo pueblos que prefirieron mantenerse al margen y seguir sus caminos de siempre, rutas de más de 5’000 años de recolección y cacería, una normal existencia trashumante. Tal nomadismo implicaría limitaciones y a la vez brindaba ventajas –montar un campamento donde convenía a la tribu; cuando era necesario se desplazaban a otra latitud del universo de Aridoamérica. Y sin caballo ni animales de tiro.

Podría decirse que era un modo de vida que hoy se pregona como ecológico, ambientalista, consciente, etcétera, sólo que aquellos ancestros no eran simuladores políticos ni alardeaban de ser los mejores amantes de la Tierra.

Poco a poco sobresale la imagen mitológica que ellos tenían de sí mismos: la gente de la flecha y el arco, caminantes de linaje ancestral.

Plaza San Antonio SMA

julio 2017

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